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– Gracias -dijo satisfecho, y se guardó el papel en el bolsillo. Se encaminó a la salida, seguido de cerca por Pitt.

Debían ir a la estación para coger el siguiente tren de vuelta a Londres. La primera parada sería Teddington, y desde allí solo había una corta distancia a pie hasta la casa de Wray.

Por fuera todo parecía iguaclass="underline" las flores brillaban al sol, atendidas con amor pero sin disciplina. Los rosales seguían cayendo alrededor de las puertas y las ventanas, y descolgándose por el arco que había sobre la verja. Los claveles se desparramaban sobre los senderos, llenando el aire de su fragancia. Por un momento, Pitt se olvidó de que Wray se había ido de allí para siempre.

Y sin embargo, la casa parecía deshabitada; se percibía en ella un sensación de vacío. O tal vez se lo imaginó.

Narraway le lanzó una mirada. Parecía a punto de decir algo, pero cambió de parecer. Caminaron uno detrás del otro por el camino enlosado y Pitt llamó a la puerta.

Transcurrieron unos minutos antes de que Mary Ann acudiera a abrir. Miró a Narraway y a continuación a Pitt, y su cara se iluminó al recordar quién era.

– ¡Oh, es usted, señor Pitt! Me alegro de verle, sobre todo después de las tonterías maliciosas que están diciendo por ahí. ¡A veces me doy por vencida! Supongo que está enterado de lo del pobre señor Wray. -Parpadeó y los ojos se le llenaron de lágrimas-. ¿Sabe que le dejó a usted la confitura? No lo llegó a poner por escrito, pero me lo dijo a mí. «Mary Ann, tengo que darle al señor Pitt algo de confitura, ha sido tan amable conmigo.» Pensaba hacerlo, pero luego vino la señora Cavendish y ya no tuve oportunidad. Ya sabe cómo hablaba él. -Sorbió por la nariz y sacó un pañuelo con el que se sonó-. ¡Lo siento, pero le echo muchísimo de menos!

Pitt se sintió tan conmovido por el gesto, tan inmensamente aliviado de que, aun en el caso de que Wray se hubiera quitado la vida, no lo hubiera hecho pensando mal de él, que notó que se le formaba un nudo en la garganta y le escocían los ojos. No habló para no delatarse.

– Es usted muy amable -respondió Narraway, tal vez porque vio que era necesario o sencillamente porque estaba acostumbrado a hacerse cargo de las situaciones-. Pero creo que podría haber otras personas que reclamen sus cosas, hasta las de la cocina, y no querríamos que se viera usted en dificultades.

– ¡Oh, no! -dijo ella con rotundidad-. No hay nadie más. El señor Wray me lo ha dejado todo a mí, incluidos los gatos. Han venido los abogados para decírmelo. -Tragó saliva-. ¡Toda esta casa! ¡Todo! ¿Se lo imagina? De modo que la confitura es mía, a menos que el señor Pitt no la quiera.

Narraway se sorprendió, pero Pitt advirtió que su cara se suavizaba, como si él también estuviera conmovido por una profunda emoción.

– En ese caso, estoy seguro de que el señor Pitt le estará muy agradecido. Disculpe la intrusión, señorita Smith, pero a la luz de la información que tenemos en estos momentos, debemos hacerle unas preguntas. ¿Podemos pasar?

Ella frunció el entrecejo, mirando a Pitt y luego a Narraway.

– No son preguntas difíciles -afirmó Pitt en tono tranquilizador-. Y no se le acusa de nada. Solo necesitamos estar seguros.

Mary Ann abrió la puerta de par en par y retrocedió un paso.

– Bueno, supongo que es mejor que se aseguren. ¿Quieren una taza de té?

– Sí, gracias -aceptó Pitt, sin molestarse en consultar a Narraway.

Ella les habría hecho esperar en el gabinete donde Pitt se había reunido con Wray, pero en parte por la prisa que tenían, y sobre todo por el rechazo que le producía la idea de sentarse donde él había hablado tan íntimamente con un hombre que ahora estaba muerto, la siguieron hasta la cocina.

– Las preguntas -empezó Narraway, mientras ella ponía agua a hervir y abría el regulador de tiro del fogón para que volviera arder el fuego-. Cuando el señor Pitt estuvo aquí tomando el té el mismo día que murió el señor Wray, ¿qué les sirvió?

– ¡Oh! -Se quedó sorprendida y desconcertada-. Sándwiches, bollos y confitura, creo. No teníamos bizcocho.

– ¿Qué clase de confitura?

– De ciruela.

– ¿Está totalmente segura?

– Sí. Era la confitura de la señora Wray, la favorita del señor.

– ¿No era de frambuesa?

– No teníamos de frambuesa. El señor Wray se la había comido. Era su favorita.

– ¿Podría jurarlo ante un tribunal, si tuviera que hacerlo? -inquirió Narraway.

– Sí, por supuesto. Soy capaz de distinguir la frambuesa de la ciruela. Pero ¿por qué? ¿Qué ha pasado?

Narraway pasó por alto la pregunta.

– ¿ La señora Cavendish vino a ver al señor Wray justo cuando se iba el señor Pitt?

– Sí. -Desplazó la mirada de Pitt a Narraway-. Trajo unas tartaletas de confitura de frambuesa y una tarta de crema con unos libros.

– ¿Cuántas tartaletas?

– Dos. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

– ¿Y sabe si se comió él las dos?

– ¿Qué pasa? -Estaba muy pálida.

– ¿Se comió usted alguna? -insistió Narraway.

– ¡Por supuesto que no! -replicó ella furiosa-. ¡Se las trajo a él! ¿Por quién me toma? ¿Cree que me comería las tartaletas que le ha traído una amiga al señor?

– Creo que es usted una mujer honrada -respondió Narraway con repentina suavidad-. Y creo que la honradez le ha salvado la vida al heredar una casa que un hombre generoso deseaba que usted tuviera en agradecimiento por lo amable que fue con él.

Ella se ruborizó al oír el elogio.

– ¿Vio los libros que trajo la señora Cavendish? -preguntó Narraway.

Ella levantó rápidamente la vista.

– Sí. Eran de poemas.

– ¿Estaba entre ellos el libro que encontraron junto a él cuando murió? -Narraway hizo una ligera mueca ante la osadía de la pregunta, pero no la retiró.

Ella asintió, con los ojos llenos de lágrimas.

– Sí.

– ¿Está segura?

– Sí.

– ¿Sabe escribir, Mary Ann?

– ¡Por supuesto que sí! -Pero lo dijo con tanto orgullo que la posibilidad de que no supiera era muy real.

– Bien -dijo Narraway con tono de aprobación-. Entonces tome papel y pluma, y escriba exactamente lo que nos ha dicho: que no había confitura de frambuesa en la casa ese día hasta que la trajo la señora Octavia Cavendish, y que apareció con dos tartaletas de frambuesa, y que las dos se las comió el señor Wray. Añada, si es tan amable, que trajo el libro de poesía que encontraron a su lado. Y ponga la fecha y fírmelo.

– ¿Por qué?

– Por favor, hágalo, luego se lo explicaré. Escríbalo primero. Es importante.

Mary Ann reparó en la gravedad de su cara, y se disculpó y fue al gabinete. Casi diez minutos más tarde, después de que Pitt hubiera apartado el hervidor del fuego, la sirvienta volvió y tendió a Narraway una hoja escrita cuidadosamente, fechada y firmada.

Él la cogió y la leyó, y luego se la dio a Pitt, quien le echó un vistazo y se la guardó tras quedar satisfecho.

Narraway le miró fijamente, pero no le pidió que se la devolviera.

– ¿Bien? -preguntó Mary Ann-. Ha dicho que me lo explicaría si le escribía todo eso.

– Sí -asintió Narraway-. El señor Wray murió tras haber comido una confitura de frambuesa que contenía veneno. -No se fijó en la cara pálida de Mary Ann y en sus esfuerzos por respirar-. El veneno, para ser exactos, era digital, que se produce de forma natural en la dedalera, una planta de la que tiene varias muestras hermosas en su jardín. Algunos supusieron que el señor Wray había tomado un poco de las hojas y se había preparado una pócima que había bebido con la intención de poner fin a su vida.

– ¡El jamás habría hecho una cosa así! -exclamó ella furiosa-. ¡Lo sé, aunque algunos no piensen como yo!