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Pitt esperó unos minutos hasta que perdió de vista a Voisey, luego cruzó los polvorientos adoquines a la sombra de los muros de la fábrica y a lo largo de un estrecho callejón, hasta llegar a la calle principal, donde detuvo un coche de punto. Voisey había dejado ver al menos varias de sus tácticas, pero no había dado muestras de vulnerabilidad alguna. Aubrey Serracold iba a tener que desplegar algo más que su encanto y honradez para competir con él.

Todavía era pronto para volver a casa, sobre todo a una casa vacía. Le esperaba un buen libro, pero el silencio le llenaría de inquietud. La sola idea le hacía sentirse muy solo. Debía de haber algo más que él pudiera hacer: tal vez obtener más información de Jack Radley. O sonsacar a Emily algo sobre la mujer de Serracold. Era muy observadora y mucho más realista que Charlotte en lo tocante a las estratagemas del poder. Tal vez había detectado en Voisey un punto flaco en el que no habría reparado un hombre más concentrado en sus opiniones políticas y menos en su persona.

Se inclinó hacia delante y dio nuevas instrucciones al cochero.

Pero cuando llegaron, el mayordomo le dijo con sinceras disculpas que el señor y la señora Radley habían salido a cenar, y no era razonable esperar su regreso antes de la una de la madrugada, como muy pronto.

Pitt le dio las gracias y declino la oferta de esperar, como el mayordomo había esperado. Volvió al coche y pidió al conductor que le llevara al piso de Cornwallis en Piccadilly.

Abrió la puerta un ayuda de cámara que, sin preguntar nada, le condujo al pequeño salón de Cornwallis. Estaba amueblado al estilo elegante pero austero de un camarote de capitán, lleno de libros, dorados bruñidos, y madera oscura y brillante. Sobre la repisa de la chimenea colgaba un cuadro de un bergantín goleta con aparejo de cruz que huía de una tempestad.

– El señor Pitt, señor -anunció el ayuda de cámara.

Cornwallis dejó caer el libro y se levantó sorprendido y algo alarmado.

– ¿Pitt? ¿Qué le pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué no está en Dartmoor?

Pitt no respondió.

Cornwallis lanzó una mirada al ayuda de cámara y luego se volvió hacia Pitt.

– ¿Ha comido? -preguntó.

Pitt se sorprendió al darse cuenta de que el último bocado que había probado había sido el pastel de carne que había comido en la taberna cercana a la fábrica.

– No… desde hace un rato. -Se dejó caer en la butaca situada frente a la de Cornwallis-. Un poco de queso y pan me vendrían muy bien… o bizcocho, si tienes. -Ya echaba de menos los de Gracie, y las latas estaban vacías. Ella no había dejado nada preparado, creyendo que iban a irse todos.

– Trae pan y queso para el señor Pitt -ordenó Cornwallis-. Y sidra con un trozo de bizcocho. -Se volvió de nuevo hacia Pitt-. ¿O prefiere té?

– La sidra me parece excelente -respondió Pitt, relajándose en el confortable sofá.

El ayuda de cámara salió, cerrando la puerta tras él.

– ¿Y bien? -preguntó Cornwallis ocupando de nuevo su asiento, con el entrecejo fruncido de nuevo. No era guapo, pero había en sus facciones una fuerza y una simetría que acababan agradando al observador cuanto más las miraba. Cuando se movía lo hacía con los movimientos gráciles y mesurados de quien ha pasado muchos años en alta mar con el alcázar como único espacio por el que caminar.

– Ha surgido algo relacionado con uno de los escaños parlamentarios y Narraway quiere que… observe. -Vio cómo la cólera se pintaba en el rostro de Cornwallis, y supo que se debía a la injusticia cometida por Narraway al no haber respetado la decisión de Bow Street de darle unas semanas de permiso. Se trataba de una ignominia que se sumaba al agravio de su despido y su traslado, que era la forma que había tomado la venganza del Círculo Interior. Todas las suposiciones y certezas se habían desvanecido para ellos dos.

Pero Cornwallis no se dedicó a sondearle. Estaba acostumbrado a la vida solitaria de un capitán en alta mar, que debe escuchar a sus oficiales pero compartir solo los temas prácticos con ellos, y no justificarse ni mostrar sus emociones; un hombre que siempre debe permanecer al margen, mantener lo mejor posible la ilusión de que nunca tiene miedo, nunca se siente solo y nunca le asaltan las dudas. Era la disciplina de toda una vida y no podía romper con ella ahora. Se había convertido en parte de su personalidad y ya no era consciente de ello.

El ayuda de cámara regresó con pan, queso, sidra y bizcocho, y Pitt le dio las gracias.

– De nada, señor. -El sirviente se inclinó y se retiró.

– ¿Qué sabe de Charles Voisey? -preguntó Pitt mientras untaba con mantequilla el pan crujiente y cortaba un grueso trozo de pálido y fuerte queso Caerphilly, y observaba cómo se desmenuzaba bajo el cuchillo. Le dio un mordisco con ansia. Estaba exquisito y cremoso.

Cornwallis apretó los labios, pero no preguntó a Pitt por qué quería saber aquello.

– Solo lo que es de dominio público -replicó-. Estudió en Harrow y Oxford, y luego ejerció la abogacía. Era un abogado brillante y ganó mucho dinero y, lo que es más importante a largo plazo, hizo un montón de amigos en los puestos adecuados, y no dudo que también se granjeó unos cuantos enemigos. Le nombraron juez y poco después estuvo en el tribunal de apelación. Sabe correr riesgos y aparentar coraje, y sin embargo, nunca ha sufrido un traspiés demasiado grave.

Pitt ya había oído todo aquello antes, pero aquella descripción tan sucinta le ayudó a concentrarse.

– Es un hombre enormemente orgulloso -continuó Cornwallis-. Pero en la vida cotidiana tiene la habilidad para ocultarlo, o al menos hacer que parezca menos ofensivo.

– Menos vulnerable -dijo Pitt al instante.

Cornwallis captó lo que quería decir.

– ¿Está buscando un punto débil?

Pitt recordó con esfuerzo que Cornwallis no sabía nada del caso Whitechapel, aparte del juicio de Adinett al comienzo y la concesión del título de sir a Voisey al final. Ni siquiera sabía que Voisey era el jefe del Círculo Interior, y por su seguridad era mejor que nunca se enterara. Pitt se lo debía, al menos, por su lealtad en el pasado, y lo habría deseado por la amistad que le unía ahora a él.

– Estoy buscando información, y eso incluye descubrir sus puntos fuertes y débiles -respondió-. Se va a presentar como candidato tory al Parlamento en un escaño liberal fuerte. ¡Ya ha surgido la cuestión del autogobierno!

Cornwallis arqueó las cejas.

– ¿Y aquí entra Narraway?.

Pitt no contestó.

– ¿Qué quiere saber de Voisey? -preguntó-. ¿Qué clase de punto débil?

– ¿Por quién siente afecto? -preguntó Pitt en voz baja-. ¿A quién teme? ¿Qué le hace reír, asustarse, sufrir? ¿Qué quiere además del poder?

Cornwallis sonrió mirando a Pitt sin parpadear.

– Parece que esté desplegándose para entrar en batalla -dijo con un leve tono interrogativo.

– Estoy buscando un arma -replicó Pitt sin desviar la mirada-. ¿Cuento con alguna?

– Lo dudo -respondió Cornwallis-. Si le importa algo aparte del poder, y yo no tengo noticia de ello, no le importa lo suficiente para lamentar su pérdida. -Observaba la cara de Pitt, tratando de leerle el pensamiento-. Le gusta vivir bien, pero no de forma ostentosa. Disfruta siendo admirado, y la gente le admira, pero para ello no está dispuesto a tratar de congraciarse con nadie. Me atrevería a decir que no le hace falta. Adora su casa, la buena comida, el buen vino, el teatro, la música, la buena compañía, pero lo sacrificaría todo con tal de alcanzar el cargo que quiere. Al menos eso es lo que he oído decir. ¿Quiere que pregunte por ahí?