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Todo muy vulgar, demasiado simple, sí, pero los Bulic eran gente vulgar, simple.

Madame se tragaba aquellas patrañas junto con los sorbos de champaña dulce, mientras Bulic comenzaba a enfurruñarse. Y así llegó el gran momento.

Una vendedora de flores se detuvo junto a la mesa con su cesto lleno de orquídeas. Dimitrios observó las flores con ojos de experto y eligió el ramo más grande y caro y con gran caballerosidad se lo ofreció a madame Bulic, al tiempo que le pedía que lo aceptara como prueba de su estima. Madame aceptó. Dimitrios hizo ademán de echar mano a su cartera para pagar. Junto con la cartera, como sin querer, sacó un grueso fajo de billetes de mil dinares, que cayó sobre la mesa.

Tras disculparse por su torpeza, Dimitrios se guardó el dinero en el bolsillo. G. comenzó a representar su papeclass="underline" señaló que era mucho dinero para llevarlo en el bolsillo y le preguntó al freiherr si llevaba a menudo sumas tan importantes encima. No, no muy a menudo; ese dinero lo había ganado en Alessandro's esa misma noche y se había olvidado llevarlo a su habitación. ¿Conocía madame ese casino de juego? No, madame no lo conocía. Los Bulic permanecieron en silencio mientras el freiherr seguía hablando: jamás habían visto tanto dinero en manos de una sola persona.

El freiherr opinaba que Alessandro's era el casino de juego más digno de confianza de Belgrado. Allí, lo que contaba era la habilidad de cada jugador y no la del croupier. El, personalmente, había tenido un día de suerte -lo decía dirigiendo una aterciopelada mirada a los ojos de madame- y había ganado un poco más que de costumbre. En ese instante hizo una breve pausa y luego añadió:

– Puesto que no conoce ese lugar, me encantaría que me acompañaran, como mis invitados, esta noche.

Fueron y, por supuesto, ya se habían hecho los preparativos necesarios para recibirles. Dimitrios lo había arreglado todo. Nada de ruleta (es difícil estafar a alguien en la ruleta) sino el trente et quarante. La apuesta mínima era de doscientos cincuenta dinares.

Pidieron una copa y miraron cómo jugaban durante un rato. Y entonces G. decidió probar su suerte. Vieron cómo ganaba dos veces. El freiherr preguntó a madame si querría jugar. La mujer buscó la mirada de su marido. Como excusa, Bulic dijo que llevaba poco dinero encima. Pero Dimitrios estaba preparado para replicar: ¡oh, eso no era ningún inconveniente! El, personalmente, era conocido de Alessandro y cualquier amigo suyo gozaba de la confianza de la casa. En el caso de que perdiera unos pocos dinares, Alessandro aceptaría un cheque o una letra.

La farsa seguía adelante. Se llamó a Alessandro a la mesa y se hicieron las presentaciones. Luego le explicaron la situación. Alessandro alzó las manos como para protestar. Cualquier amigo del freiherr no tenía motivos para hacer de eso un problema. Además, el señor no había jugado aún. Ya habría tiempo de hablar sobre esos detalles si la suerte le era un poquitín adversa.

G. cree que si Dimitrios les hubiera dejado hablar a ambos siquiera un instante, los Bulic no habrían jugado. Doscientos cincuenta dinares era la apuesta mínima y ni el poseer treinta mil podía hacerles olvidar cuánto significaban aquellos doscientos cincuenta en términos de pagos de alquiler y compra de comida.

Pero Dimitrios no les dio oportunidad de que intercambiaran sus recelos: mientras esperaban junto a la mesa de juego, detrás de la silla donde estaba sentado G., en un murmullo, le pidió a Bulic que accediera a comer con él un día de esa semana. El freiherr tenía que hablarle de ciertos negocios.

Dijo eso en el momento preciso. Para Bulic sólo podía significar una cosa: «Mi querido Bulic, no es necesario que se preocupe por unos míseros cientos de dinares. Estoy interesado en usted y eso quiere decir que su fortuna ya es un hecho. No me desilusione, por favor, mostrándose menos importante de lo que creo que es.»

Madame Bulic comenzó a jugar.

Perdió los primeros doscientos cincuenta en una apuesta a color. Ganó los segundos a la inverse. Después, Dimitrios le sugirió, demostrando su extraordinaria cautela, que los apostara à cheval. Hubo suerte: repitió la jugada ganadora. Por último, madame volvió a perder.

Al cabo de una hora, los cinco mil dinares en fichas que la mujer había recibido se esfumaron. Dimitrios, con palabras de aliento por su «mala suerte», cogió de la pila de fichas que descansaba ante él unas pocas, por valor de quinientos dinares, y le rogó a madame que apostara con esas fichas, para ver si encontraba esa «suerte» esquiva.

El atormentado Bulic pensó que, tal vez, se trataba de un regalo, porque apenas si emitió un débil sonido de protesta. No tardó mucho en comprender que no había ningún regalo en aquel gesto.

Madame Bulic, que ya se sentía una pobre estúpida, y cuyo aspecto había perdido gracia y frescura, siguió jugando. Ganó algo; perdió más. A las dos y media, Bulic le extendía un pagaré a Alessandro por valor de doce mil dinares.

G. les invitó a una copa.

No es difícil imaginar la escena entre los Bulic al quedar los dos a solas: las recriminaciones, las lágrimas, las discusiones interminables. Demasiado fácil. Sin embargo, a pesar de lo mal que pintaban las cosas, el desastre no era absoluto. Al día siguiente, Bulic comería con el freiherr. Y hablarían de negocios.

Sí, hablaron de negocios. Dimitrios había recibido instrucciones precisas: tenía que mostrarse alentador. Lo fue, sin duda alguna. Alusiones a importantes negocios que tenía por delante, a oportunidades para que quienes estuviesen al tanto se hicieran con grandes sumas, a misteriosos castillos en Baviera (al parecer, todo estaba en esos castillos). Bulic no había hecho más que escuchar y dejar que su corazón latiera más veloz que antes. ¿Qué importan doce mil dinares? Tienes que pensar en muchos millones.

Y después de la sugerente conversación, fue Dimitrios quien sacó a relucir el tema de la deuda de su invitado con Alessandro. El freiherr suponía que Bulic iría esa misma noche a pagarla. El, por su parte, pensaba ir a jugar. Después de todo, eso de ganar tanto dinero sin darle a Alessandro la oportunidad de recuperar algo, al menos… Quizá podrían ir los dos juntos… solos los dos. Las mujeres siempre resultan malas jugadoras.

Esa noche, al encontrarse, Bulic llevaba consigo unos treinta y cinco mil dinares. A los treinta mil de G. había sumado sus ahorros, al parecer.

A la mañana siguiente, cuando Dimitrios fue a informarle a G., le contó que Bulic, a pesar de las protestas de Alessandro, se había empeñado en pagar la letra firmada la noche anterior, antes de empezar a jugar.

– Yo pago mis deudas -había dicho con orgullo.

El dinero que le quedaba lo cambió, con un gesto de gran señor, en fichas de quinientos dinares. Esa noche jugaría a muerte. Se negó a beber. Quería que su cabeza se mantuviera despejada en todo momento.

G. se ha reído al contarme eso. Tal vez la risa sea lo más adecuado. La compasión a veces es demasiado incómoda y Bulic me parece una persona digna de compasión.

Cualquiera podría ver en ese hombre a un pobre de espíritu. Y lo era. Pero la Providencia no siempre es tan calculadora como lo eran G. y Dimitrios, y puede destrozar a un hombre, sin hacerle sentir el filo del cuchillo en las costillas.

Bulic no tenía ninguna otra opción. Esos hombres le habían comprendido a fondo y utilizaban esa comprensión con una astucia diabólica. Con las cartas tan en contra mía, como lo estaban para el yugoslavo, es probable que no fuera yo ni menos débil ni menos tonto. Me tranquiliza no poco pensar que seguramente no me voy a ver en una situación así en mi vida.