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Latimer se quedó perplejo ante lo atenuado de aquellas sentencias. Lafon se había sentido ultrajado, pero sin asombrarse en lo más mínimo había hecho tronar en público su indignación: «De no haber sido por un código de leyes anacrónicas y ridículas, aquellos seis hombres tendrían que haber sido condenados a cadena perpetua».

El periódico no mencionaba que la policía no había dado con el paradero de Dimitrios. No era nada extraño. La policía, sin duda, no se había sentido inclinada a comunicar a la prensa que las detenciones se habían podido llevar a cabo sólo gracias a una concisa información, generosamente proporcionada por algún anónimo bien intencionado, del que se sospechaba que debía ser el jefe de la banda.

No obstante, Latimer se enojó al comprobar que él sabía más sobre el caso que el propio periódico al que había acudido en busca de esclarecimiento.

Estaba a punto de cerrar, disgustado, la carpeta del archivo, cuando advirtió una ilustración. Era una borrosa reproducción de una fotografía de tres de los detenidos, dirigiéndose a la sala de audiencias acompañados por tres detectives a cuyas muñecas habían sido esposados. Los tres acusados habían vuelto sus cabezas, para que la cámara no captara sus rostros, pero debido a que iban esposados no lo lograron del todo.

Latimer abandonó las oficinas de la hemeroteca en un estado de ánimo mejor que aquel con que había entrado.

En su hotel le esperaba un mensaje. A menos que enviara otro recado anulándolo, Peters le vería esa tarde a las seis en punto.

Pocos minutos después de las cinco y media llegó Peters. Su saludo fue efusivo:

– ¡Mi querido mister Latimer! Cómo decirle lo mucho que me alegra volver a verle. Nuestro último encuentro tuvo lugar en circunstancias tan poco esperanzadoras que, casi no me atrevía a esperar… En fin, será mejor que hablemos de cosas más agradables… ¡Bien venido a París! ¿Ha tenido usted un buen viaje? Tiene buen aspecto. Dígame, ¿qué le ha parecido Grodek? Me ha escrito para contarme lo encantador y simpático que ha sido el encuentro entre ambos. Es una persona estupenda, Grodek, ¿verdad?¡Y esos gatos que tiene! El los adora.

– Me ha servido de mucho la conversación con Grodek. Siéntese, por favor.

– Sabía que sería así.

Para Latimer la sonrisa dulzona de Peters valía tanto como el saludo de un antiguo y detestado conocido.

– También se ha mostrado algo misterioso: me ha rogado de modo muy especial para que viniera a París a verle a usted.

– ¿De veras?-Peters parecía contrariado: su sonrisa se había marchitado en parte-. ¿Y qué otra cosa le ha dicho Grodek, mister Latimer?

– Me ha dicho que usted se ha comportado como una persona muy inteligente. Al parecer ha encontrado divertida alguna de las cosas que le he dicho sobre usted.

Peters se sentó en la cama, con cautela. Su sonrisa había desaparecido.

– ¿Y qué le ha dicho usted?

– Me ha preguntado con insistencia qué clase de relación tenía yo con usted. Le he dicho lo que he podido. Porque dado que nada sé -continuó Latimer, con tono desdeñoso-, he pensado que podía confiar en él sin temer ningún inconveniente. Si esto le desagrada, lo siento. Recuerde que aún desconozco absolutamente ese bonito plan suyo.

– ¿Grodek no le ha dicho nada?

– No. ¿Podía haberlo hecho?

La sonrisa volvió a entreabrir sus suaves labios. Parecía que una obscena planta hubiera vuelto sus hojas hacia el sol.

– Sí, mister Latimer, podía haberlo hecho. Lo que usted me dice explica el tono petulante de la carta que me ha enviado. Me complace que haya satisfecho usted la curiosidad de nuestro amigo. En este mundo en que vivimos, con demasiada frecuencia los ricos codician los bienes de los demás. Grodek es un buen amigo mío, pero no estará de más que sepa que no necesitamos su ayuda. De otro modo, podría seducirle la idea de ganar algún dinero.

Latimer observó a su interlocutor, pensativamente, durante unos segundos y después preguntó:

– ¿Lleva la pistola encima, mister Peters? El gordo cambió su sonrisa por un gesto de horror.

– Cielos, no, mister Latimer. ¿Por qué habría de traer semejante objeto cuando he venido a hacerle una visita amistosa?

– Estupendo -dijo Latimer con sequedad; se volvió hacia la puerta e hizo girar la llave en la cerradura; luego la guardó en su bolsillo-. Pues bien -comenzó a decir torvamente-, no quiero parecer un mal anfitrión, pero mi paciencia tiene sus límites. He recorrido una larga distancia para verle y todavía ignoro los motivos. Y quiero saber por qué he venido.

– Lo sabrá.

– Ya he oído eso mismo antes -replicó Latimer con un tono rudo-. Pero ahora, antes de que comience otra vez con sus divagaciones, hay una o dos cosas que debe saber. No soy una persona violenta, mister Peters. Y le digo sinceramente que me espanta la violencia. Pero hay circunstancias en las que aun el más acérrimo amante de la paz se ve obligado a utilizarla. Tal vez sea ésta una de esas circunstancias. Soy más joven que usted y me atrevo a asegurarle que estoy en mejores condiciones físicas. Si insiste en su reticencia, le daré una tunda. Esto lo primero.

»Lo segundo que debe saber es que sé quién es usted. Su nombre no es Peters sino Petersen, Frederik Petersen. Usted es uno de los miembros de la banda de traficantes de droga que organizó aquí Dimitrios y fue arrestado en diciembre de 1931, multado en dos mil francos y condenado a un mes de prisión.

La sonrisa de Peters era una mueca torturada.

– ¿Se lo ha dicho Grodek?

La pregunta fue formulada con cierta deferencia y pena a la vez. Por el tono como pronunció el nombre de Grodek bien hubiera podido ser sinónimo de Judas.

– No. Esta mañana he visto una fotografía suya en el archivo de la hemeroteca.

– Un periódico. ¡Ah, sí! Me resultaba imposible creer que mi amigo Grodek…

– ¿Lo niega?

– Oh, no. Es cierto.

– Bueno, mister Petersen…

– Peters, mister Latimer. Hace tiempo que decidí cambiar de nombre.

– Muy bien, pues, Peters. Hemos llegado ya al tercer punto de mi exposición. En Estambul me enteré de ciertas cosas de interés acerca de cómo acabó aquella banda de traficantes. Se decía que Dimitrios había traicionado a todos sus compinches: había enviado, sin mencionar su procedencia, a la policía un largo informe con minuciosos detalles que acusaban a siete de ustedes. ¿Es cierto eso?

– Dimitrios se ha portado muy mal con todos nosotros -dijo Peters con voz ronca.

– También se decía que Dimitrios se había convertido en un adicto a las drogas. ¿Es cierto eso?

– Por desgracia, lo es. Creo que, de lo contrario, nunca nos hubiese traicionado. Estábamos ganando muchísimo dinero en su provecho en esos días.

– También se decía que habían jurado vengarse. Que todos ustedes le habían dicho a Dimitrios que le matarían tan pronto salieran de la cárcel.

– Yo no le amenacé -corrigió Peters-. Alguno de los otros lo hizo. Galindo, por ejemplo, que no era un hombre de gran frialdad, precisamente.

– Ya entiendo. Usted no le amenazó. Usted ha preferido actuar.

– No entiendo qué quiere decir, mister Latimer -Peters hizo un gesto como si realmente no comprendiera.

– ¿No? Permítame que se lo explique a mi manera. Dimitrios fue asesinado hace menos de dos meses en Estambul. Al poco tiempo del asesinato, usted estaba en Atenas. No muy lejos de Estambul, ¿no es así? Dimitrios, según consta en los informes oficiales, ha muerto casi en la miseria. ¿Cómo es posible eso? Tal como usted mismo ha dicho, la banda de traficantes le había reportado mucho dinero en 1931. De acuerdo con lo que he podido saber de él, Dimitrios no era hombre que perdiera fácilmente el dinero que conseguía. ¿Sabe usted en qué estoy pensando, mister Peters? Me pregunto si no sería razonable suponer que usted ha asesinado a Dimitrios para apoderarse de aquel dinero. ¿Qué puede responderme a esto?