La tarde era bochornosa, y había densas masas de nubes en el cielo y una amenaza de lluvia en el aire. Cruzaron el Lincoln Tunnel y comenzaron a seguir una serie de autopistas de Nueva Jersey en dirección al río Delaware. Durante los primeros cuarenta y cinco minutos ninguno de los dos habló mucho. Nashe conducía y Pozzi miraba por la ventanilla y estudiaba el mapa. Nashe estaba seguro de que había llegado a un momento de cambio decisivo, de que pasara lo que pasase en la partida de aquella noche, sus días en la carretera habían tocado a su fin. El mero hecho de estar en el coche con Pozzi ahora parecía demostrar la inevitabilidad de ese fin. Algo había terminado y algo estaba a punto de comenzar, y por el momento Nashe se encontraba en medio, flotando en un lugar que no era aquí ni allí. Sabía que Pozzi tenía grandes posibilidades de ganar, que de hecho jugaba con muchos puntos de ventaja, pero la idea de ganar le parecía demasiado fácil, algo que ocurriría con demasiada rapidez y naturalidad como para traer consecuencias permanentes. Por ello la posibilidad de la derrota ocupaba un lugar predominante en su pensamiento, y se decía que siempre era preferible prepararse para lo peor que dejar que te cogiera por sorpresa. ¿Qué haría si las cosas salían mal? ¿Cómo actuaría si perdía el dinero? Lo extraño no era que pudiera imaginar esta posibilidad, sino que pudiera hacerlo con tal indiferencia y distanciamiento, con tan poco dolor interno. Era como si en realidad no tomara parte en lo que estaba a punto de sucederle. Y si ya no estaba implicado en su propio destino, ¿dónde estaba, entonces? ¿Y qué había sido de él? Pensó que quizá había vivido en el limbo durante demasiado tiempo, y ahora que necesitaba encontrarse a sí mismo de nuevo ya no había nada a que agarrarse. De pronto se sintió muerto por dentro, como si todos sus sentimientos se hubieran agotado. Deseaba sentir miedo, pero ni siquiera el desastre podía aterrorizarle.
Cuando llevaban algo menos de una hora en la carretera, Pozzi comenzó a hablar de nuevo. Iban pasando por una tormenta en ese momento (en algún punto entre New Brunswick y Princeton) y, por primera vez en los tres días que habían estado juntos, mostró cierta curiosidad por el hombre que le había salvado. Eso pilló a Nashe con la guardia baja, y como no estaba preparado para las preguntas directas de Pozzi, se encontró hablando más abiertamente de lo que habría supuesto, descargándose de cosas que normalmente no habría compartido con nadie. No bien se dio cuenta de lo que estaba haciendo, casi se interrumpió, pero luego decidió que no importaba. Pozzi habría desaparecido de su vida al día siguiente, ¿por qué molestarse en ocultarle algo a una persona a la que nunca volvería a ver?
– Bueno, profesor -dijo el muchacho-, ¿qué vas a hacer después de que nos hagamos ricos?
– No lo he decidido aún -contestó Nashe-. Mañana por la mañana probablemente me iré a ver a mi hija y pasaré unos días con ella. Luego me sentaré a hacer planes.
– Así que eres papá, ¿eh? No me había imaginado que fueses un hombre de familia.
– No lo soy. Pero tengo una hija en Minnesota. Cumplirá cuatro años dentro de dos meses.
– ¿Y no hay una esposa en la escena?
– La había, pero ya no.
– ¿Está en Michigan con la cría?
– Minnesota. No, la niña vive con mi hermana. Con mi hermana y mi cuñado. Él jugaba de defensa trasero con los Vikings.
– ¿En serio? ¿Cómo se llama?
– Ray Schweikert.
– No puedo decir que lo conozca.
– Sólo duró un par de temporadas. El pobre diablo se machacó una rodilla entrenando y ahí se acabó su carrera.
– ¿Y qué me dices de tu mujer? ¿La palmó o algo así?
– No exactamente. Probablemente está viva en alguna parte.
– Un caso de desaparición, ¿eh?
– Supongo que se le podría llamar así.
– ¿Quieres decir que te dejó plantado y no se llevó a la cría? ¿Qué clase de fulana haría una cosa así?
– Me he hecho esa pregunta muchas veces. Por lo menos me dejó una nota.
– Qué amable.
– Sí, me llenó de inmensa gratitud. El único problema fue que la puso encima de la repisa de la cocina. Y como no se había molestado en limpiar después del desayuno, la repisa estaba mojada. Cuando llegué a casa aquella noche, la nota estaba empapada. Es difícil leer una carta cuando la tinta está corrida. Hasta mencionaba el nombre del tipo con el que se largó, pero no pude entenderlo. Gorman o Corman, creo que era, pero sigo sin saber cuál de los dos.
– Supongo que era guapa, por lo menos. Algo tendría cuando quisiste casarte con ella.
– Oh, ya lo creo que era guapa. La primera vez que vi a Thérèse pensé que probablemente era la mujer más guapa que había visto en mi vida. No podía apartar las manos de ella.
– Un buen culo.
– Es una forma de decirlo. Tardé un poco en darme cuenta de que todo el cerebro lo tenía también ahí abajo.
– Es una historia muy vieja, amigo. Dejas que tu pito piense por ti y eso es lo que pasa. De todas formas, si llega a ser mi mujer, la habría traído a rastras y le habría dado una buena paliza para que espabilara.
– No habría servido de nada. Además, yo tenía mi trabajo. No. No podía dejarlo por las buenas para ir a buscarla.
– ¿Trabajo? ¿Quieres decir que tienes un empleo?
– Ya no. Lo dejé hace un año.
– ¿Qué hacías?
– Apagar fuegos.
– Investigador de conflictos laborales, ¿eh? La compañía te llama cuando hay un problema y entonces tú te paseas por la oficina buscando agujeros que tapar. Eso es gestión de alto nivel. Debes haber ganado una pasta.
– No, me refiero a fuegos de verdad. De los que se apagan con mangueras, el viejo sistema de la escalera. Hachas, edificios ardiendo, gente saltando por las ventanas. Lo que se lee en los periódicos.
– Me estás tomando el pelo.
– Es verdad. Estuve en el cuerpo de bomberos de Boston cerca de siete años.
– Pareces muy orgulloso de ti mismo.
– Supongo que lo estoy. Hacía bien mi trabajo.
– Si te gustaba tanto, ¿por qué lo dejaste?
– Tuve suerte. De repente llegó mi barco.
– ¿Te tocó la lotería irlandesa o algo así?
– Fue más como el regalo de graduación del que me hablaste.
– Pero más grande.
– Sí.
– ¿Y ahora? ¿A qué te dedicas ahora?
– Ahora mismo estoy sentado en este coche contigo, muchachito, confiando en que esta noche me saques las castañas del fuego.
– Un auténtico aventurero.
– Eso es. Simplemente sigo a mi nariz y espero a ver qué pasa.
– Bienvenido al club.
– ¿Club? ¿Qué club es ése?
– La Hermandad Internacional de Perros Perdidos. ¿Cuál iba a ser? Te admitimos como socio de pleno derecho con carnet. Número de serie cero, cero, cero, cero.
– Creí que ése sería tu número.
– Lo es. Pero también es el tuyo. Esa es una de las ventajas de la Hermandad. lodos los socios tienen el mismo número.
Cuando llegaron a Flemington la tormenta ya había pasado. La luz del sol se abrió paso por entre las nubes que se dispersaban y la tierra húmeda relucía con una súbita, casi sobrenatural claridad. Los árboles destacaban más nítidamente contra el cielo y hasta las sombras parecían marcarse más profundamente en el suelo, como si sus oscuros e intrincados perfiles hubiesen sido grabados con la precisión de un escalpelo. A pesar de la tormenta, Nashe había hecho una buena media e iban un poco adelantados sobre el horario previsto. Decidieron parar a tomar una taza de café, y ya que estaban en el pueblo, aprovechar la ocasión para vaciar la vejiga y comprar un cartón de cigarrillos. Pozzi explicó que normalmente no fumaba, pero le gustaba tener cigarrillos a mano siempre que jugaba a las cartas. El tabaco era un apoyo útil y le ayudaba a evitar que sus oponentes le observaran demasiado atentamente, como si literalmente pudiera ocultar sus pensamientos detrás de una nube de humo. Lo importante era permanecer inescrutable, levantar un muro alrededor de uno mismo y no dejar entrar a nadie. El juego era algo más que simplemente apostar basándote en tus cartas, era estudiar a tus oponentes en busca de debilidades, leer sus gestos tratando de descubrir tics y reacciones reveladoras. Una vez que conseguías detectar una pauta de conducta, la ventaja estaba claramente a tu favor. Por la misma razón, el buen jugador siempre hacía todo lo posible para negarles esa ventaja a los demás.