– Nashe -contestó éste-. Jim Nashe.
El hombre se guardó el trozo de papel en el bolsillo y suspiro.
– No dejar pasar a nadie sin nombre -dijo-. Esa es la regla. Deberían habérmelo dicho desde el principio. Así no habría habido ningún problema.
– No nos lo preguntó -dijo Pozzi.
– Sí -masculló el hombre, casi para sí-. Bueno, a lo mejor se me ha olvidado.
Sin decir nada más, abrió la doble puerta de la verja y señaló hacia la casa que había detrás de él. Nashe y Pozzi volvieron al coche y entraron en el recinto.
4
El timbre de la puerta sonó con las primeras notas de la Quinta Sinfonía de Beethoven. Ambos sonrieron estúpidamente por la sorpresa, pero antes de que pudieran hacer ningún comentario, una doncella negra vestida con un uniforme gris almidonado les abrió la puerta y les hizo pasar. Les condujo a través de un gran vestíbulo con el suelo de baldosas blancas y negras, atestado de piezas de escultura rotas (una ninfa desnuda a la que le faltaba el brazo derecho, un cazador sin cabeza, un caballo sin patas que flotaba sobre un plinto de piedra con una barra de hierro unida al vientre), luego les hizo cruzar un comedor de techo alto con una enorme mesa de nogal en el centro y recorrer un pasillo mal iluminado cuyas paredes estaban decoradas con una serie de pequeños cuadros de paisajes, y finalmente llamó a una pesada puerta de madera. Contestó una voz desde dentro y la doncella abrió la puerta y se hizo a un lado para dejar entrar a Nashe y a Pozzi.
– Sus invitados están aquí -dijo, casi sin mirar hacia la habitación, y luego cerró la puerta y se fue rápida y silenciosamente.
Era una habitación enorme, casi exageradamente masculina. De pie en el umbral durante los primeros instantes, Nashe se fijó en la madera oscura que cubría las paredes, la mesa de billar, la gastada alfombra persa, la chimenea de piedra, los sillones de cuero, el ventilador de techo girando. Le recordó más que nada el decorado de una película, una imitación de un club de hombres británico en algún lejano lugar colonial a principios de siglo. Se dio cuenta de que eso lo había provocado Pozzi. Tanto hablar de Laurel y Hardy había dejado en la mente de Nashe una asociación con Hollywood, y ahora que estaba allí le resultaba difícil no ver la casa como un espejismo.
Flower y Stone llevaban trajes de verano de color blanco. Uno estaba de pie junto a la chimenea filmando un puro y el otro sentado en un sillón de cuero con un vaso en la mano que lo mismo podía contener agua que ginebra. Los trajes blancos contribuían sin duda al ambiente colonial, pero una vez que Flower habló para darles la bienvenida con su áspera aunque no desagradable voz americana, el espejismo se hizo pedazos. Sí, pensó Nashe, uno era gordo y el otro delgado, pero ahí se acababa el parecido. Stone parecía tenso y demacrado, y recordaba más a Fred Astaire que a la cara larga y llorosa de Laurel, y Flower era más fornido que gordo, con una cara de fuerte mandíbula que recordaba a algún personaje pesado como Edward Arnold o Eugene Pallette más que al corpulento pero ágil Hardy. Pero a pesar de estas sutiles diferencias, Nashe entendía a lo que se refería Pozzi.
– Saludos, caballeros -dijo Flower, acercándose a ellos con la mano extendida-. Encantado de que hayan podido venir.
– Hola, Bill -dijo Pozzi-. Me alegro de volver a verte. Este es mi hermano mayor, Jim.
– Jim Nashe, ¿no? -dijo Flower cordialmente.
– Eso es -dijo Nashe-. Jack y yo somos hermanastros. La misma madre, diferentes padres.
– No sé quién será el responsable -dijo Flower, señalando con la cabeza en dirección a Pozzi-, pero es un jugador de póquer endiablado.
– Le inicié yo cuando no era más que un chiquillo -dijo Nashe, incapaz de resistirse al papel-. Cuando se ve que hay talento es un deber estimularlo.
– Así es -dijo Pozzi-. Jim fue mi mentor. Me enseñó todo lo que sé.
– Pero ahora me da sopas con honda -comentó Nashe-. Ya ni siquiera me atrevo a sentarme a la misma mesa que él.
A todo esto Stone había logrado ya levantarse de su sillón y venía hacia ellos, aún con la copa en la mano. Se presentó a Nashe, le estrechó la mano a Pozzi y un momento después los cuatro estaban sentados en torno a la chimenea vacía esperando que les trajeran la merienda. Puesto que Flower llevaba todo el peso de la conversación, Nashe dedujo que era el elemento dominante de los dos, pero a pesar de toda la cordialidad y el fanfarrón sentido del humor del gordo, Nashe se encontró más atraído hacia el silencioso y tímido Stone. El flaco escuchaba atentamente lo que los otros decían y, aunque hacía pocos comentarios (balbuceando confusamente cuando hablaba, casi azorado por el sonido de su propia voz), había una calma y serenidad en sus ojos que Nashe encontraba profundamente simpática. Flower era todo agitación y precipitada buena voluntad, pero había algo tosco en él, pensó Nashe, un filo de ansiedad que le hacía parecer incómodo consigo mismo. Stone, por el contrario, era un tipo más sencillo y dulce, un hombre sin pretensiones que se sentía a gusto en su pellejo. Pero Nashe se daba cuenta de que éstas eran sólo las primeras impresiones. Mientras observaba a Stone, que continuaba bebiendo sorbos del claro líquido que había en su vaso, se le ocurrió que tal vez estuviese borracho.
– A Willie y a mí siempre nos han encantado las cartas -estaba diciendo Flower-. En Filadelfia jugábamos al póquer todos los viernes por la noche. Era un rito para nosotros y creo que no debimos perdernos más de un puñado de partidas en diez años. Algunas personas van a la iglesia los domingos, pero para nosotros era el póquer de los viernes por la noche. ¡Ah, cómo nos gustaban los fines de semana en aquel entonces! No hay mejor medicina que una partida de cartas amistosa para quitarse de encima las preocupaciones de la vida cotidiana.
– Es relajante -dijo Stone-. Te ayuda a distraerte de los problemas.
– Exactamente -dijo Flower-. Ayuda a abrir el espíritu a otras posibilidades, a dejar la mente limpia. -Hizo una pausa y retomó el hilo de su historia-. El caso es -continuó- que durante muchos años Willie y yo tuvimos nuestros despachos en el mismo edificio de Chestnut Street. Él era optometrista y yo era contable, y todos los viernes cerrábamos a las cinco en punto. La partida era siempre a las siete, y semana tras semana pasábamos esas dos horas exactamente de la misma manera. Primero nos íbamos al quiosco de periódicos de la esquina y comprábamos un billete de lotería y luego cruzábamos la calle para ir a Steinberg’s Deli. Yo pedía siempre un bocadillo de pastrami con pan de centeno y Willie tomaba el de cecina. Hicimos eso durante mucho tiempo, ¿verdad, Willie? Nueve o diez años, diría yo.
– Por lo menos nueve o diez -dijo Stone-. Puede que once o doce.
Nashe había comprendido ya claramente que Flower había contado esa historia muchas veces, pero eso no le impedía disfrutar de la oportunidad de volver a hacerlo. Tal vez era comprensible. La buena suerte no es menos desconcertante que la mala, y si literalmente te han caído del cielo millones de dólares, quizá tienes que contar la historia una y otra vez para convencerte de que te ha sucedido realmente.
– En cualquier caso -siguió Flower-, mantuvimos esta rutina mucho tiempo. La vida continuaba, naturalmente, pero las noches de los viernes eran sagradas y al final resultaron lo más fuerte de todo. La mujer de Willie murió; mi mujer me dejó; sufrimos multitud de decepciones que estuvieron a punto de rompemos el corazón. Pero a pesar de todo eso, las sesiones de póquer en la oficina de Andy Dugan en el quinto piso continuaron con la precisión de un reloj. Nunca nos fallaron, podíamos contar con ellas pasara lo que pasase.
– Y luego -le interrumpió Nashe-, de pronto, se volvieron ricos.
– Así, de golpe -dijo Stone-. Una cosa de lo más inesperada.
– Fue hace casi siete años -dijo Flower, tratando de no perder el hilo del relato-. El cuatro de octubre, para ser exactos. Hacía varias semanas que nadie había acertado el número ganador y el premio gordo había alcanzado la cifra más alta de todos los tiempos. Más de veinte millones de dólares, aunque no se lo crean, una suma verdaderamente asombrosa. Willie y yo llevábamos años jugando y hasta entonces nunca habíamos ganado un penique, ni un centavo a cambio de los cientos de dólares que habíamos gastado. Ni lo esperábamos. Al fin y al cabo, las probabilidades son siempre las mismas, juegues las veces que juegues. Millones y millones contra una, remotísimas. Creo que comprábamos esos billetes para poder hablar de lo que haríamos con el dinero si alguna vez llegábamos a ganar. Ese era uno de nuestros pasatiempos favoritos: sentarnos en Steinberg’s Dell con nuestros bocadillos e inventar historias sobre cómo viviríamos si la suerte nos sonreía de repente. Era un juego inofensivo y nos hacía felices dejar volar nuestra imaginación de esa manera. Hasta se le podría llamar terapéutico. Imaginas otra vida para ti y eso hace que tu corazón siga latiendo.