– He empezado a desviarme a nuevas áreas -dijo Flower-. Las cosas que ven aquí son lo que podríamos llamar retazos, recuerdos diminutos, motas de polvo que se han escapado por las rendijas. Ahora he iniciado un nuevo proyecto que al final hará que todo esto parezca un juego de niños. -El hombre calló un momento, acercó una cerilla al cigarro apagado y luego dio varias caladas hasta que su cara estuvo envuelta en humo-. El año pasado Willie y yo hicimos un viaje a Inglaterra e Irlanda. No hemos viajado mucho, lamento decirlo, y esa breve visión de la vida en el extranjero nos proporcionó un enorme placer. Lo mejor fue descubrir cuántas cosas antiguas hay en esa parte del mundo. Nosotros los norteamericanos estamos siempre demoliendo lo que construimos, destruyendo el pasado para empezar de nuevo, precipitándonos de cabeza hacia el futuro. Pero nuestros primos del otro lado del charco le tienen más cariño a su historia, les consuela saber que pertenecen a una tradición, a antiquísimos hábitos y costumbres. No les aburriré extendiéndome sobre mi amor al pasado. No tienen más que mirar a su alrededor para saber cuánto significa para mí. Mientras estaba allí con Willie, visitando los lugares y los monumentos antiguos, se me ocurrió que tenía la oportunidad de hacer algo en grande. Estábamos en el oeste de Irlanda y un día, cuando íbamos en coche por la campiña, vimos un castillo del siglo XV. No era más que un montón de piedras, en realidad, que se alzaba abandonado en un pequeño valle, con un aspecto tan triste y desamparado que mi corazón se prendó de él. Para abreviar una larga historia, decidí comprarlo y traérmelo a Estados Unidos. Eso llevó algún tiempo, naturalmente. El dueño era un vejete de nombre Muldoon, Lord Patrick Muldoon, y, como es natural, se resistía a vender. Fue necesaria cierta persuasión por mi parte, pero el dinero manda, como se suele decir, y al final conseguí lo que quería. Las piedras del castillo fueron cargadas en camiones y transportadas hasta un barco en Cork. Luego cruzaron el océano, las cargaron otra vez en camiones y nos las trajeron a nuestra finquita en los bosques de Pennsylvania. Fantástico, ¿no? La operación costó un buen puñado de billetes, se lo aseguro, pero ¿qué se podía esperar? Había más de diez mil piedras y ya pueden imaginarse lo que pesaba esa clase de carga. Pero ¿por qué preocuparse cuando el dinero no es un obstáculo? El castillo llegó hace menos de un mes, y mientras estamos aquí hablando, está en esta finca, en un prado en el extremo norte de nuestras tierras. Imagínense, caballeros. Un castillo irlandés del siglo xv derruido por Oliver Cromwell. Una ruina histórica del mayor interés, y es propiedad de Willie y mía.
– No estarán pensando en reconstruirlo, ¿verdad? -preguntó Nashe.
Por alguna razón, la idea le parecía grotesca. En lugar de imaginarse el castillo, veía la encorvada figura del viejo Lord Muldoon, rindiéndose con fatiga al trabuco de la fortuna de Flower.
– Willie y yo lo pensamos -contestó Flower-, pero finalmente desechamos la idea por ser poco práctica. Faltan demasiadas piezas.
– Una mezcolanza -dijo Stone-. Para reconstruirlo tendríamos que mezclar nuevos materiales con los viejos. Y eso seria un contrasentido.
– Así que tienen diez mil piedras puestas en un prado -dijo Nashe- y no saben qué hacer con ellas.
– Ya no es así -respondió Flower-. Sabemos exactamente lo que vamos a hacer con ellas. ¿Verdad, Willie?
– Desde luego -afirmó Stone, sonriendo repentinamente con alegría-. Vamos a construir un muro.
– Un monumento, para ser más precisos -dijo Flower-. Un monumento en forma de muro.
– Qué fascinante -comentó Pozzi, su voz rezumando untuoso desprecio-. Me muero de ganas de verlo.
– Sí -dijo Flower, sin percibir el tono burlón del muchacho-, es una solución ingeniosa, aunque esté mal que yo lo diga. En lugar de intentar reconstruir el castillo, vamos a convertirlo en una obra de arte. En mi opinión, no hay nada más misterioso ni bello que un muro. Ya lo estoy viendo: levantándose como una enorme barrera contra el tiempo. Será un monumento conmemorativo de sí mismo, caballeros, una sinfonía de piedras resucitadas, que cada día cantará una endecha por el pasado que llevamos en nuestro interior.
– Un Muro de las Lamentaciones -dijo Nashe.
– Sí- afirmó Flower-, un Muro de las Lamentaciones. Un Muro de las Diez Mil Piedras.
– ¿Quién te lo va a hacer, Bill? -preguntó Pozzi-. Si necesitas un buen contratista, quizá pueda ayudarte. ¿O pensáis hacerlo vosotros mismos?
– Creo que ya somos un poco viejos para eso -respondió Flower-. Nuestro factótum contratará a los obreros y supervisará el trabajo diario. Creo que ya le habéis conocido. Se llama Calvin Murks. Es el hombre que os abrió la puerta de la verja.
– ¿Y cuándo empiezan las obras? -preguntó Pozzi.
– Mañana -contestó Flower-. Antes tenemos que ocuparnos de una partidita de póquer. Una vez que hayamos terminado con eso, el muro es nuestro próximo proyecto. A decir verdad, hemos estado demasiado ocupados preparándonos para esta noche como para dedicarle mucha atención. Pero esta noche está ya casi encima y luego pasamos a lo siguiente.
– De naipes a castillos -dijo Stone.
– Exactamente -respondió Flower-. Y de la charla a la comida. Lo crean o no, amigos míos, me parece que es hora de cenar.
Nashe ya no sabía qué pensar. Al principio había tomado a Flower y Stone por un par de amables excéntricos -más bien tontos, quizá, pero esencialmente inofensivos-, pero cuanto más veía de ellos y escuchaba lo que decían, más inciertos se volvían sus sentimientos. El dulce Stone, por ejemplo, cuya actitud era tan humilde y benévola, pasaba sus días construyendo la maqueta de un mundo extraño y totalitario. Desde luego era encantador, desde luego era habilidoso, brillante y admirable, pero había una especie de retorcida lógica de vudú en la cosa, como si debajo de toda la monería y dificultad uno percibiera una insinuación de violencia, un ambiente de crueldad y desquite. También con Flower todo era ambiguo, difícil de precisar. Un momento parecía perfectamente sensato; al siguiente, daba la impresión de un lunático, divagando sin cesar como un completo loco. No había duda de que era simpático, pero incluso su jovialidad parecía forzada, sugiriendo que si no les bombardease con toda aquella charla pedante y excesivamente precisa, tal vez la máscara de camaradería se le caería de la cara. ¿Y qué revelaría? Nashe no se había formado una opinión definida, pero sabía que se sentía cada vez más inquieto. Por lo menos, se dijo, debía observarles atentamente, mantenerse en guardia.
La cena resultó una situación ridícula, una farsa de baja categoría que pareció anular las dudas de Nashe y demostrar que Pozzi tenía razón: Flower y Stone no eran más que dos niños grandes, un par de payasos bobos que no merecían que se les tomara en serio. Cuando bajaron del ala este, la enorme mesa de nogal ya estaba puesta para cuatro. Flower y Stone ocuparon sus puestos habituales en las dos cabeceras y Nashe y Pozzi se sentaron en el medio uno frente a otro. La sorpresa inicial se produjo cuando Nashe miró su mantelito. Era una baratija de plástico que parecía datar de los años cincuenta y sobre la superficie de vinilo estaba estampada una fotografía a todo color de Hopalong Cassidy, el vaquero estrella de las viejas películas de las sesiones matinales de los sábados. La primera reacción de Nashe fue interpretarlo como un deliberado detalle kitsch, un pequeño gesto de humor por parte de sus anfitriones, pero luego llegó la comida, y ésta resultó ser un banquete infantil, una cena adecuada para niños de seis años: hamburguesas entre panecillos blan cos sin tostar, botellas de Coca-Cola con una pajita de plástico asomando por la boca, patatas fritas, mazorcas de maíz y un recipiente de salsa de tomate en forma de tomate. Aparte de la ausencia de gorros de papel y matasuegras, aquello le recordó a Nashe las fiestas de cumpleaños a las que asistía de pequeño. No paraba de mirar a Louise, la doncella negra que les servía, buscando en su expresión algo que revelara la broma, pero ella no sonrió ni una vez y hacía su trabajo con toda la solemnidad de una camarera de un restaurante de cuatro tenedores. Para empeorar las cosas, Flower comía con la servilleta de papel metida por el cuello de la camisa (probablemente para evitar salpicarse el traje blanco), y cuando vio que Stone se había dejado la mitad de su hamburguesa se inclinó hacia adelante con un brillo glotón en los ojos y le preguntó a su amigo si podía terminársela él. Stone estaba encantado de complacerle, pero, en lugar de pasarle el plato, sencillamente cogió con los dedos la hamburguesa a medio comer, se la tendió a Pozzi y le pidió que se la diera a Flower. Por la expresión de la cara de Pozzi en ese momento, Nashe pensó que estaba a punto de arrojársela al gordo, gritando algo como ¡Cógela! o ¡Piensa rápido! mientras la carne volaba por el aire. De postre, Louise trajo cuatro platos de jalea de frambuesa, cada uno coronado con un pequeño montículo de nata y una cereza glaseada.