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Un semental relinchó a lo lejos y Mattie resopló, quebrando así el silencio. Travis sacudió enérgicamente la cabeza, como ahuyentando un indeseable pensamiento.

– Recuérdame que te contrate cuando tenga problemas para convencer al jurado en cualquier juicio difícil -bromeó. Recogió su camisa y su pala y las llevó al todo terreno aparcado al otro lado de la puerta.

– Dudo que pueda impresionar a nadie.

– No estaría tan seguro.

Se rascó la mandíbula sombreada por la barba, pensativo. Deslizó su mirada por las bronceadas piernas antes de detenerse en la cintura y los senos, para finalmente alcanzar los ojos. Savannah se sintió como si acabara de desnudarla, y se ruborizó todavía más.

– Sinceramente, no lo sé -repitió él.

De alguna manera, ella comprendió que no se estaba refiriendo a aquel hipotético jurado, y el corazón le dio un vuelco en el pecho. Con el fin de evitar una situación aún más embarazosa, espoleó a Mattie. Inclinada sobre su silla, partió al galope para huir de Travis y de los extraños sentimientos que había suscitado en ella.

Las siguientes cinco semanas fueron una tortura. Veía a Travis todas las noches a la hora de la cena. Todas las noches, por supuesto, que él no estaba con Melinda, su prometida. Ignoraba por qué la afectaba tanto su compromiso con Melinda Reeves. Era una chica buena y simpática, una mujer, mejor dicho, y llevaba años saliendo con Travis. Era natural que algún día terminaran casándose. Pero entonces… ¿por qué se sentía literalmente enferma cada vez que se los imaginaba viviendo juntos?

Durante el día, Savannah solía encontrarlo trabajando en el rancho. En los potreros, en las cuadras, en el estanque, en el granero, por todas partes. No parecía existir ningún lugar donde pudiera esconderse sin experimentar la sensación de que la estaba observando. Incluso en más de una ocasión lo había sorprendido mirándola, aunque siempre se las arreglaba para desviar rápidamente la vista.

Aunque intentaba ser discreta, estaba fascinada por Travis. Deslumbrada. Desde que lo había visto trabajar en el cercado, su imaginación no dejaba de fantasear con él.

– Déjate de fantasías -se advirtió más de una vez, cuando se sorprendía arreglándose con más esmero del que tenía por costumbre-. Es en Travis en quien estás pensando. ¡En Travis!

Muy a menudo se sorprendía asimismo imaginándose aquellas grandes y morenas manos recorriendo su cuerpo, o el contacto de los sensuales labios de Travis en los suyos… Imaginándose, en suma, lo que se sentiría al ser su amante. La imagen de su cuerpo duro y musculoso la hacía sudar y le aceleraba violentamente el pulso.

– ¿Qué te pasa, Savannah? -le preguntó David Crandall un día, mientras volvían al rancho en su coche.

Esa cita con David había sido un desastre desde el principio. Y en aquel momento se arrepentía terriblemente de haber aceptado salir con él. Aunque había intentado no pensar en Travis, no había podido saborear la comida ni prestar atención a la película que habían ido a ver.

– No, nada -«sólo que, si acepté esta cita, fue porque Travis salía hoy con Melinda». Se sentía incómoda, y parte de aquella incomodidad procedía de un cierto sentimiento de culpa. Había utilizado a David para vengarse de Travis. Y eso no era justo. David era un buen amigo. Y además Travis ni siquiera se había dado cuenta.

– Llevas rumiando algo toda la noche. ¿De qué se trata?

– Nada.

– Si es algo que he dicho o hecho yo, dímelo.

Savannah sonrió, negando con la cabeza.

– No, claro que no.

David suspiró aliviado y aparcó el coche detrás de la casa, cerca del porche trasero. Apagó el motor y las luces. La brisa que entraba por las ventanillas abiertas poco hacía para refrescarlos del sofocante calor. Savannah ya se disponía a bajar cuando él la detuvo.

– ¡Espera! -le puso una mano en el hombro y ella se detuvo. Sus ojos castaños buscaron los de ella-. Hay alguien más, ¿verdad?

– No -mintió. Sus sentimientos hacia Travis sólo eran fantasías de adolescente que reconocía como tales.

– Entonces ¿qué pasa, Savannah? ¿Es que no sabes que yo te quiero?

– David, eres un buen amigo y me caes muy bien…

– Sospecho que ahora va a seguir un «pero» -se quejó él.

– ¿No podemos ser simplemente amigos?

– ¿«Amigos»? -repitió-. Amigos… Savannah, por el amor de Dios, ¿es que no me escuchas? -le puso un dedo bajo la barbilla y la obligó a mirarlo-. Yo «te quiero».

– David…

Pero no pudo evitar que la abrazara y besara con vehemente pasión, casi con violencia. Cuando se apartó, tenía los labios doloridos.

– David, por favor, no -susurró, intentando alejarse.

– Antes te gustaba que te besara.

– Ya te lo he dicho… Quiero que seamos amigos, nada más.

– Ni hablar -y volvió a atraerla hacia sí.

Esa vez, cuando la besó, Savannah sintió el empuje de su lengua en los dientes y sus sudorosas manos abriéndose paso bajo el suéter, hacia los senos. «¡No puedo!», pensó, desesperada. «¡No puedo dejar que me toque!». Reuniendo todas sus fuerzas, liberó un brazo y lo abofeteó en una mejilla. Aquello tuvo el efecto de un cubo de agua fría. Él la soltó inmediatamente, pálido.

– No lo entiendo… ¿Por qué has salido conmigo?

– Porque me gustabas. Porque creía que eras mi amigo.

– Otra vez la palabrita -él se frotó la mejilla-. Nunca imaginé que alguna vez odiaría que me llamaras eso -apoyó las manos en el volante e inclinó la cabeza hacia delante-. Hay alguien más, ¿verdad?

Savannah entendía su desesperación. ¿Acaso no estaba ella en la misma situación respecto a Travis?

– No lo sé, David -la ternura suavizaba su voz-. Es que… estoy interesada en otro hombre -esbozó una mueca-, pero, créeme, él no me presta la menor atención. Yo… Será mejor que me vaya.

– Te acompañaré hasta la puerta.

– ¡No! No hace falta.

Esa vez sí que consiguió abrir la puerta.

– Savannah…

– ¿Sí?

– Lo siento.

– Lo sé, David -los ojos se le llenaron de lágrimas. No se quedó a escuchar más confesiones. Bajó del coche y cerró la puerta.

«Parece que soy incapaz de hacer nada bien», pensó mientras subía los escalones del porche. Oyó que David arrancaba y se quedó escuchando el ruido del motor que se perdía en la distancia. De repente se dio cuenta de que estaba llorando.

Se había puesto a buscar las llaves en su bolso cuando oyó un sonido: el tacón de una bota rozando el suelo de baldosa. Tragó un nudo de pánico, se volvió y descubrió a Travis sentado en la mecedora, en las sombras del porche.

– Deberías llevar más cuidado con los tipos con los que sales -comentó él con voz fría.

– Y tú no deberías sentarte ahí, a oscuras. Me has dado un susto de muerte.

– Creía que me habías dicho que ya no salías con David.

– Es que no salgo con él.

Silencio. Savannah podía escuchar el latido de su propio corazón.

– Pues le estás dando alas -le advirtió.

Ella detectó un leve matiz de irritación en su voz. Desgraciadamente no podía verle el rostro.

– Deberías ocuparte de tus propios asuntos.

– Quizá la próxima vez tomes la precaución de subir las ventanillas…

Deprimida y avergonzada, se dio cuenta de que había escuchado toda su conversación con David. Se concentró en buscar la llave en su bolso. No la encontraba.

– Quizá la próxima vez tú tengas la decencia de ocuparte de tus propios asuntos y no escuchar a escondidas.

– No estaba escuchando a escondidas.

– Entonces ¿qué estabas haciendo ahí solo? ¿Dónde está Melinda?

– En casa.

– Ah.

Cuando encontró por fin la llave, ya era demasiado tarde. Travis se había levantado y se dirigía hacia ella. El pulso empezó a latirle a toda velocidad. Él se detuvo sólo a unos centímetros de distancia, lo suficientemente cerca como para que pudiera sentir el calor que irradiaba su cuerpo, ver el dolor y la preocupación que dominaba sus rasgos.