Movió los labios por la columna de su cuello y el dulce y vulnerable hueco de su garganta. Emma sabía a gloria, a la brisa fresca del verano, olía a tomillo y a rosas. El deseo le golpeó con tal violencia que le hizo gemir. ¿Cómo era posible que no la hubiera deseado antes? Emma se mostraba deliciosamente receptiva y dúctil entre sus brazos.
Dev retrocedió renuente para tomar aire. En ese momento, la luna salió desde detrás de un creciente banco de nubes e iluminó de lleno el rostro de la mujer.
¡Susanna!
La mujer que tenía frente a él era Susanna, con la melena descendiendo por sus hombros, sus pestañas oscuras ensombreciendo sus mejillas y los labios entreabiertos y henchidos por sus besos. El impacto inicial que recibió Dev fue seguido por una oleada de júbilo y deseo tan intensos que se quedó sin respiración.
Después, no supo durante cuánto tiempo, vaciló. Menos de un segundo, probablemente.
Sabía exactamente lo que debería haber hecho. Se había equivocado de jardín, debería haberse disculpado y haberse marchado de allí. Eso era lo que habría hecho cualquier caballero. Pero él era un libertino enfrentándose a una tentación insuperable. Deseaba a Susanna, la había deseado desde el instante en el que había vuelto a irrumpir en su vida, y allí la tenía, dispuesta a permanecer entre sus brazos. De modo que iba a tomarla. Su deseo por ella era tan agudo que le dolía físicamente.
– ¿Devlin?
La voz de Susana era un suspiro. Parecía confundida, desconcertada, y profundamente seducida por sus besos.
– ¿Qué…?
Devlin volvió a besarla suavemente, intentando persuadirla y refrenando el deseo que lo dominaba. Notó que el cuerpo de Susanna se ablandaba, mostrando su aquiescencia, y la sintió suspirar contra sus labios antes de devolverle el beso. La condujo entonces hacia un banco de piedra refugiado entre la sombra de los árboles. Él pretendía llevar a cabo la seducción en el cenador, se recordó precipitadamente, donde sin duda alguna habría cojines mullidos sobre los que tumbarse y paredes que resguardarían su intimidad de cualquier mirada. Pero en el jardín, todo era calor y fragancias embriagadoras, y quería tomar a Susanna allí mismo, sobre la hierba húmeda, con la luna danzando sobre el agua, el viento meciendo las ramas de los árboles y la brisa nocturna acariciando su piel.
Deslizó el vestido por sus hombros. Susanna llevaba un vestido suelto de la más fina y sedosa gasa y ningún corsé. Una vez más, la oyó gemir cuando el aire acarició su desnudez. Devlin sintió tensarse su piel, sintió cómo se endurecía el pezón contra la palma de su mano y casi inmediatamente después contra su boca. Succionó. Susanna dejó escapar un grito mudo que multiplicó el deseo en el interior de Devlin. Continuó bajándole el vestido hasta desnudar completamente sus senos. Susanna estaba exquisita en aquella sombra moteada por la luz de la luna, exponiendo su desnudez a su mirada, con su pálida piel bañada en plata y los pezones erguidos y afilados, suplicando sus caricias. Devlin volvió a besarla, acunó su seno con la mano y deslizó la lengua por el tenso pezón en una caricia que hizo suplicar a Susanna con palabras susurradas y entrecortadas.
Devlin deslizó la mano bajo las faldas del vestido y ascendió hasta los lazos de las medias. La piel del interior de los muslos de Susanna era más suave y delicada que la gasa que Devlin había tenido que retirar para descubrirla a sus caricias. Podía sentir su calor, olía su femenina excitación. Devlin ardía de ganas de poseerla, pero dominó de nuevo su impaciencia.
Rozó con los nudillos el corazón de su feminidad, provocando un gemido con aquel contacto.
– Oh, por favor -susurró Susanna con voz suplicante, pidiendo la liberación final.
Pero Devlin no iba a darle lo que tanto deseaba. No, todavía no.
Le dio un beso largo y profundo, y Susanna se aferró ansiosa a sus labios, abriéndose a él, ofreciéndole todo con una sorprendente entrega. Devlin recordaba aquella pasión en Susanna y su corazón pareció elevarse al reencontrarse con ella. Cubrió de besos sus senos y deslizó la lengua por sus pezones erguidos, hasta que el cuerpo entero de Susanna estuvo bajo el dominio de sus caricias. Deslizó entonces los labios por su vientre y apartó el vestido, impaciente por explorar cada una de sus curvas.
Susanna sabía increíblemente bien. Hundió la lengua en su ombligo y la sintió estremecerse. Regresó con los dedos al húmedo centro de su feminidad, buscando nuevos placeres. Susanna abrió las piernas y Devlin presionó delicadamente el tierno botón de su feminidad y la oyó gemir inmediatamente mientras se tensaba y dejaba que los espasmos fueran sacudiendo su cuerpo en una ciega obediencia a sus caricias, incapaces de resistirse a su poder de seducción.
– Ahora…
¿Lo había dicho él o ella? Devlin la tomó en brazos y la llevó al cenador, donde le quitó el vestido y la tumbó en un diván. En aquel momento, ya no era consciente de nada, salvo de la urgente necesidad de poseerla. Una necesidad que se aferraba a él como el más fiero deseo que jamás había experimentado. Tenía que estar dentro de ella, tenía que poseerla por completo. En un frenesí de impaciencia, se desabrochó los pantalones y la siguió al diván, donde se colocó entre sus piernas. A los pocos segundos, la sintió cerrarse a su alrededor, increíblemente tensa. Aquella presión bastó para llevarle al límite.
– Despacio, querida…
Retrocedió y notó que el cuerpo de Susanna cedía para acomodarse más profundamente a él. Besó sus labios trémulos y sintió que elevaba la parte superior de su cuerpo, haciendo que los pezones rozaran su pecho. Una embestida, dos, con lentitud y ejerciendo un control absoluto sobre sus deseos, sintiendo cómo ascendía de nuevo hacia el límite y, al mismo tiempo, intentando poner freno a sus propias necesidades y deseos.
Ni él mismo sabía que era capaz de tamaña paciencia cuando todos sus instintos le urgían a saquear aquel cuerpo con una intensidad desesperada. Aun así, consiguió mantener un ritmo lento mientras oía sus jadeos y la sentía moverse junto a él.
Susanna deslizó las manos por su espalda hasta alcanzar su trasero para invitarlo a hundirse más profundamente en ella. Devlin supo entonces que estaba perdido. Susanna volvió a alcanzar el clímax, cerrándose con fuerza a su alrededor. La luz explotó entonces en la cabeza de Devlin. Todos sus músculos se tensaron. Sintió que el mundo giraba y se alejaba de él en la más vertiginosa de las sensaciones, arrastrándolo hacia el más intenso y resplandeciente placer. Y tras el placer, se escondía algo más profundo, una ligereza que fluía por todo su ser, una sensación de conexión, un sentimiento de paz que debería haberle aterrado, pero que, en cambio, sentía como algo honesto y verdadero, como una medida de la cruda y verdadera pasión. Era como si hubiera recuperado lo más valioso que había perdido en su vida. Todavía le costaba respirar. Se sentía como si acabara de terminar un combate. Su cuerpo estaba supremamente satisfecho y su mente rondaba los límites del agotamiento. Pero advirtió que Susanna se movía, que intentaba sentarse. El pánico que transmitían sus movimientos y la descarnada sorpresa de su voz hicieron estallar en añicos aquel estado de dicha.
– ¡Devlin!
Parecía horrorizada, como si acabara de ser consciente de la magnitud de lo que habían hecho. Se apartó de él, se levantó con torpeza del diván, tomó su vestido y empezó a vestirse precipitadamente. La gasa, escurridiza, escapaba y resbalaba de entre sus manos. Devlin la oyó maldecir con fiereza. Vio su figura delicada temblando bajo la luz de la luna mientras intentaba atarse el vestido y experimentó una punzada de arrepentimiento y una extraña ternura ante aquella fragilidad. Se levantó y dio un paso hacia ella. La vio retroceder.
– Déjame ayudarte.
En el instante en el que la tocó, Susanna se quedó paralizada. Era como una criatura asustada midiendo el peligro. Su melena, aquella sedosa masa en la que Devlin había hundido sus manos, caía en salvaje profusión sobre sus hombros. Devlin se la apartó de la cara y la sintió estremecerse. Deseó arrastrarla a sus brazos y estrecharla contra él. La fuerza de aquel impulso le impactó. Pero había algo en ella que le detuvo. Sentía su absoluto rechazo y estaba siendo testigo de la dignidad con la que, cuando ya era demasiado tarde, intentaba ocultar su desnudez.