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Fitz, su amante secreto, no iba a volver con ella. Lo sabía. Le había visto salir del baile con lady Carew y había comprendido que aquél era el fin. Aquella hermosa y misteriosa viuda le había quitado a Fitz para siempre. No podía culparla. De verdad. Unos días atrás, odiaba a la bellísima Caroline Carew. Había querido culparla de todas sus desgracias. Pero era una persona honesta y no podía engañarse. Sabía que no se podía seducir a un hombre en contra de su voluntad. Fitz era un hombre débil, Chessie siempre lo había sabido, y aun así, continuaba queriéndole, estúpidamente.

Alzó la mano para secar las lágrimas de sus mejillas. Justo en ese momento, oyó los cascos de un caballo sobre los adoquines de la calle y se ocultó entre las sombras. Un coche de alquiler se detuvo afuera de la casa y vio a Fitz bajando de él y tendiéndole la mano a la dama que le acompañaba para ayudarla a bajar. Le pasó el brazo por la cintura y la acompañó hacia la puerta. Chessie podía percibir su impaciencia y ver también cómo la dama, si de una dama se trataba, reía y protestaba por su precipitación. La luz de la luna iluminó sus rizos dorados mientras se detenía para darle un largo, profundo y apasionado beso.

– ¡Así que es así como celebras tu compromiso! -le oyó decir Chessie a la mujer cuando se separaba-. ¡Qué detalle tan encantador, querido!

No era lady Carew. Aquella mujer iba pintada y se movía como una prostituta. Era la primera vez que Chessie la veía, pero no tuvo ningún problema para identificarla como lo que era. Sintió crecer una tristeza enorme en su interior y se apoderó de su alma un enorme cansancio. Llegó a sentir incluso una inesperada compasión por lady Carew. Había algo en aquella mujer que le gustaba, a pesar de que había sabido, desde el primer momento, que representaba un serio peligro para ella. Era una sensación inexplicable y extraña, pero deseó que todo hubiera sido diferente.

Cuadró los hombros. Las cosas eran tal y como eran. Tanto ella como Caroline Carew habían perdido, cada una a su manera. Quizá a lady Carew no le importara que Fitz estuviera con otra mujer la noche que se habían prometido. No lo sabía. Lo único que sabía era que a ella le importaba lo que había perdido. Y le dolía. Le dolía como jamás le había dolido algo en toda su vida.

Eran más de las tres de la mañana cuando el carruaje volvió a Curzon Street y se detuvo ante el número veintiuno. Susanna descendió agotada y caminó hacia la puerta de su casa. No había nada que deseara más que quitarse los zapatos, meterse en la cama y dormir tanto como necesitara. Dormir para siempre. Estaba exhausta y tenía el corazón destrozado.

Era consciente de que debería sentirse satisfecha. Más que satisfecha, incluso. Debería sentirse triunfante. Todos sus planes se habían hecho realidad. Había conseguido lo que quería. Había atrapado a Fitz. Fitz le había propuesto matrimonio formalmente y, naturalmente, ella había aceptado encantada. Los duques de Alton se llevarían una gran alegría. Y, lo más importante, por fin le pagarían y ella podría comenzar a desenmarañar aquella telaraña de mentiras, pagar sus deudas, comenzar desde cero, regresar con sus mellizos e iniciar una nueva vida junto a ellos, muy lejos de aquel ambiente contaminado por la falta de honestidad y el fraude. A pesar de que no era una mujer acostumbrada a llorar, se le hizo un nudo en la garganta al pensar en ello.

Susanna rechazó las atenciones del mayordomo y, bostezando, envió a Margery a la cama. No la necesitaba para desnudarse y no tenía intención de hacer nada más que quitarse la ropa y dejarse arrastrar por el sueño. Ignoró las cartas que esperaban en la mesita de la entrada. Sabía que solo la esperaban invitaciones, otra carta amenazadora de los prestamistas y, seguramente, un anónimo. Lo estaba esperando desde que había recibido el último. Sabía que él, o ella, le reclamaría algo a cambio de su silencio.

De momento, se negaba a pensar en ello. Todo podía esperar hasta el día siguiente. Subió cansada las escaleras, con los zapatos en la mano, permitiendo que los pies se hundieran en la alfombra. Iba a echar de menos aquella vida plagada de lujos, pensó. Era una delicia vivir rodeada de comodidades. Pero aquella casa, su vida entera, era una ilusión. Nada le pertenecía: ni la casa, ni la ropa, ni su nombre, ni la historia de Carolina Carew. Todo era mentira. Y estaba cansada de tanta falsedad.

Se deslizó en la intimidad del dormitorio. Margery había corrido las cortinas y había encendido una vela. La habitación era todo sombra y oro. Y en el centro de la enorme cama estaba James Devlin completamente vestido, con los brazos detrás de la cabeza y observándola con un fiero brillo en sus ojos azules.

Susanna pareció despertarse de pronto, sintió la excitación atravesándola como un rayo, arrastrando el cansancio y despertando todos sus sentidos a una nueva vida. Cerró la puerta del dormitorio suavemente tras ella y avanzó al interior de la habitación. Dev no se movió, y tampoco apartó la mirada de su rostro. Susanna se sintió desnuda y vulnerable bajo su fría mirada. El pulso se le aceleró. Tomó aire.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

Era una pregunta estúpida, puesto que conocía de sobra la respuesta. Sabía lo que Dev quería. Y también ella lo deseaba. Durante las dos noches anteriores, había sufrido el anhelo de querer volver a estar en sus brazos, de sentir la presión de su cuerpo contra el suyo. Quería sus besos, quería sus manos sobre su piel. Por un momento, se sintió débil y ligeramente mareada. El corazón le martilleaba en el pecho. Deseaba a Devlin y no podía negarlo. Pero no iba a volver a cometer el error de acostarse con él.

– Sabías que estaba aquí -dijo Dev-. Le has pedido a tu doncella que se retire. ¿Por qué ibas a hacerlo, a no ser que supieras que te estaba esperando?

– Estaba cansada. No la necesitaba -sacudió la cabeza-. Qué arrogante eres, Devlin, para asumir que podía haber otro motivo. Sobre todo cuando ya te dije que no volvería a acostarme contigo.

Devlin sonrió y se estiró en la cama. Susanna intentó no fijarse en el movimiento de los músculos que se adivinaba bajo la camisa. Desvió la mirada hacia el rostro de Dev, comprendió que éste le había leído el pensamiento y deseó darle una bofetada por ser tan pretencioso.

– ¿Cómo has conseguido entrar? Los sirvientes no saben…

Se le quebró la voz y vio que Dev sonreía.

– Por supuesto que no. Puedo llegar a ser muy discreto. He subido por el balcón -señaló hacia los ventanales que daban al jardín-. El duque de Portland debería de tener más cuidado con su casa.

– Es evidente -repuso Susanna con frialdad. Puso los brazos en jarras-. Creo que deberías marcharte. No sé si lo recuerdas, pero hace unas horas has intentado seducirme para sonsacarme mis secretos. Y has fracasado -se volvió-. Márchate, Devlin. Deja de jugar conmigo. Estoy cansada y quiero acostarme. Sola.

Se quitó la capa y dejó que cayera como un charco de terciopelo a sus pies. Vio que Devlin seguía el movimiento con la mirada para fijarla después en los hombros desnudos que el vestido de seda dejaba al descubierto. Susanna sabía, sin necesidad de mirarse en el espejo, que su piel estaba teñida de rosa por el ardor de los besos de Fitz. No le había quedado más remedio que permitir que Fitz se tomara algunas licencias aquella noche para conseguir exactamente lo que quería. Por un momento, se sintió fría, utilizada y sucia.

El brillo salvaje de la mirada de Dev se intensificó mientras deslizaba la mirada sobre ella y la detenía sobre las manchas delatoras que cubrían su piel. Pero Susanna no se movió. Permaneció inmóvil donde estaba, atrapada por la luz de sus ojos.

– No estaba seguro de si volverías esta noche -susurró Dev al cabo de unos segundos.

– ¿O de si Fitz volvería conmigo? -preguntó Susanna. Tomó aire-. Ya te dije antes que eso no es asunto tuyo, Devlin.