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Cerró el puño con tanta fuerza alrededor de aquel pliego que los bordes del papel le arañaron la palma de la mano. Después, le devolvió el ejemplar al repartidor y se alejó de allí sin decir una sola palabra.

Lady Emma Brooke estaba de muy mal humor. Inclinó la sombrilla para protegerse del intenso sol que resplandecía sobre el agua y se ajustó el chal como si quisiera protegerse de una imaginaria brisa. El hecho de que hiciera un día tan hermoso agriaba todavía más su mal humor. Su madre la había obligado a levantarse pronto, ¡a las diez en punto!, para asistir a un desayuno en Crofton Cottage, en el Támesis. Emma no quería ir, pero, algo poco habitual en ella, la condesa le había obligado a asistir. Dos horas después, Emma estaba tan aburrida que comenzaba a rozar la exasperación. Sabía que sus padres querían que su hermano se casara con la hija de los duques de Crofton, pero no entendía por qué tenía que soportar también ella a aquella estúpida. Era Justin el que tenía que responsabilizarse de su cortejo. Estaba harta, y también estaba harta de los hombres. Al fin y al cabo, ¿quién los necesitaba? Primero, Devlin había supuesto una gran decepción para ella y después había descubierto que Tom Bradshaw no era más que un montón de promesas vacías.

Tras el furtivo encuentro a media noche en el jardín, había ardido de deseo de volver a verle otra vez. No entendía por qué. En realidad, Tom Bradshaw era todo lo que había aprendido a despreciar: un hombre pobre, bastardo, que tenía que trabajar para vivir. Pero nada de eso importaba, porque había llevado a su vida un elemento nuevo, distinto, estimulante. Y después de haberlo probado, quería mucho más.

Había buscado la figura alta de Tom por todas partes, en todos los salones de baile, aunque sabía que aquel hombre jamás pondría un pie en ellos. Le había buscado en el parque, en una ocasión, incluso le había parecido verle. Le había buscado en cada esquina, en cada calle. Todo el mundo la notaba distraída. Su madre había comentado que se había vuelto muy reservada y su padre, arrugando el periódico furioso, le había dicho que esperaba que no hiciera algo tan estúpido como deprimirse. Incluso había insinuado que deberían adelantar el matrimonio con Devlin. Cuando Emma había replicado con una estridente negativa, sus padres habían intercambiado una significativa mirada. Más adelante, su madre había ido a verla para decirle, con una delicadeza extrema, que si se había arrepentido de su compromiso con Devlin, era perfectamente aceptable y que Devlin comprendería que hubiera cambiado de opinión. Le liberaría de aquel compromiso como el caballero que, en realidad, no era. Pero Emma era una joven muy tozuda. No quería renunciar a lo que todavía consideraba prioritario. Al menos hasta que no tuviera algo mejor. Y parecía haber hecho lo correcto, porque a pesar de todas sus promesas sobre que volverían a verse, Tom había demostrado ser un mentiroso. Lo único que estaba haciendo era divertirse a su costa. Emma se sentía ridícula y deseaba poder odiarle. Curiosamente, le resultaba imposible, y eso la enfurecía todavía más.

Vio que su madre se acercaba a ella. Había llegado la hora de marcharse. Gracias a Dios. La limonada estaba caliente y los sándwiches secos al estar expuestos al sol. Además, hacía demasiado calor para estar sentada al aire libre. Emma siguió a su madre y a las dos hermanas Bell con paso cansino a lo largo del río. Pasó por delante de los lechos de flores, una explosión de rosas cuya esencia impregnaba aquel aire tan insoportablemente caliente. Podía sentir el sudor resbalando por su cuello y descendiendo por su espalda. Era una sensación de lo más desagradable. Y no alcanzaba a entender por qué tenían que montar en uno de esos ridículos barcos del río en vez de regresar en su carruaje.

Eran dos los barqueros. Uno de ellos se inclinó hacia delante para ayudar a las damas a montar en el esquife. El otro estaba comprobando las cuerdas de amarre. Las hermanas Bell reían estúpidamente mientras subían a la embarcación. Eran ridículas. Emma, todavía en el muelle, frunció el ceño.

– Hermoso día, milady.

Emma se sobresaltó de tal manera que se le cayó la sombrilla. Había reconocido aquella voz. Normalmente, no prestaba atención alguna a los sirvientes, y ésa era la razón por la que no se había dado cuenta de que el hombre que estaba comprobando las cuerdas no era otro que Tom Bradshaw. Éste se enderezó, fuerte y ágil como era, y le tendió la sombrilla con una sonrisa burlona. Cuando la tomó, Tom cubrió su mano con la suya. A Emma se le secó la garganta. El corazón comenzó a latirle con fuerza en el pecho.

– ¿Qué estáis haciendo aquí? -preguntó en un susurro.

Miró a su alrededor, para ver si su madre estaba mirándole, pero lady Brooke estaba hablando con lady Bell de espaldas a ella.

Tom se estaba riendo de ella. Emma podía verlo en sus ojos. Y su expresión hizo que el estómago le diera un vuelco.

– Suelo hacer lo que me apetece, y hoy me apetecía veros.

– Os he estado buscando… -comenzó a decir Emma, pero cerró inmediatamente la boca.

– Lo sé.

Estaba muy cerca de ella. Llevaba arremangada la camisa, de modo que Emma podía ver el vello de su brazo y el movimiento de sus músculos. La rozó suavemente y Emma sintió el calor a través del delicado algodón de la manga de su vestido. El calor se tradujo en un ligero mareo. Hacía demasiado calor y la sangre corría a una velocidad vertiginosa por sus venas.

Lady Bell estaba instalándose en aquel momento en el barco, organizando un enorme jaleo y ocupando por lo menos tres asientos mientras intentaba alisar las faldas de su vestido. Emma contuvo la respiración, pero lady Brooke no se volvió.

– Iré a veros mañana por la noche -susurró Tom, rozando con los labios la oreja de Emma-. Esperadme.

Emma sintió un escalofrío que le dejó la piel de gallina. Tom sonreía con aquellos ojos tan oscuros y una expresión tan cargada de intenciones que la joven se sintió como si el suelo se hubiera abierto bajo sus pies y estuviera a punto de caer en el vacío. Con el pretexto de guiarla por el malecón, la agarró del brazo. Emma notó su mano en la cintura y sus dedos rozando la parte inferior de su seno y se vio obligada a ahogar un gemido.

Afortunadamente, su madre no había notado nada. Continuaba esperando a que Emma se reuniera con ella en la embarcación. Tom le tendió la mano para ayudarla a subir. Emma vaciló antes de tomarla. En el instante en el que Tom cerró la mano alrededor de la suya, sintió que todos sus sentidos se activaban. Fue como si alguien hubiera dejado caer cera caliente sobre su piel desnuda. El calor envolvió todo su cuerpo. Estaba ardiendo, pero al mismo tiempo, sentía un frío que le helaba los huesos.

Emma tomó asiento al lado de su madre y observó a Tom como si estuviera en estado de trance mientras éste soltaba las amarras y se sentaba en el barco. Se sentó enfrente de ella y tomó los remos. Emma observaba sus músculos tensarse con el movimiento, observaba la forma en la que el viento pegaba la camisa contra el contorno de su pecho. Se sentía transfigurada. La conversación de su madre resbalaba sobre ella sin que escuchara realmente ninguna de sus palabras, mientras su cerebro se llenaba del sonido del remo contra el agua, del calor del sol que se filtraba por la sombrilla y de un tórrido anhelo en su vientre que jamás había experimentado. No comprendía cómo era posible que nadie pareciera darse cuenta de su incomodidad cuando ésta era tan acusada. Pero todo el mundo mostraba una actitud completamente normal. Ella era la única que estaba atrapada en aquella dolorosa espiral de lujuria y deseo. Y Tom era el único que lo sabía.