Estaban llegando al muelle de Westminster. Tom fue el primero en saltar a la orilla. Con expresión seria, ayudó a las damas a regresar a tierra firme y a los carruajes que las estaban esperando. Era todo educación y deferencia. Emma vio que su madre le tendía con elegancia una propina y se sintió profundamente avergonzada. Volvió a quedarse ligeramente rezagada y sintió la mano de Tom en su muñeca y el roce de sus labios en la comisura de la boca en la más fugaz de las caricias.
– Mañana recibiré vuestro pago, lady Emma.
Una vez en el carruaje, Emma se sentía frágil y desmayada, abrumada por la tensión y el nerviosismo provocado por el deseo.
– Pareces acalorada -observó lady Brooke, contemplando su rubor con cierta preocupación-. Supongo que es por culpa del sol. Hacía un calor desmesurado.
– Sí -se precipitó a confirmar Emma. Sentía la piel pegajosa y febril-. Creo que cuando lleguemos a casa me acostaré un rato.
Se había prometido a sí misma que no miraría atrás para ver si Tom estaba observándolas, pero no fue capaz de evitarlo. En cuanto el carruaje dobló la esquina y comenzó a alejarse del río, alargó el cuello con intención de verle por última vez. Pero Tom ya se había perdido completamente de vista.
Susanna se despertó tarde, tras haber dormido profundamente, víctima del agotamiento. No se despertó, de hecho, hasta que entró Margery sofocada en el dormitorio con una taza de té y un ejemplar de la Gazette. El vestíbulo, anunció, estaba lleno de flores. Los duques de Alton habían enviado a un mayordomo con una nota en la que anunciaban que habían organizado una fiesta para celebrar el compromiso de Susanna y Fitz esa misma noche. Margery se había tomado la libertad de hacer llamar a la peluquera. Se habían acercado algunas modistas para ofrecerse a diseñar el traje de novia. Habían enviado regalos, muestras…
Susanna tuvo que dominar las ganas de esconderse bajo las sábanas. En cuanto Margery abandonó el dormitorio para ir a prepararle el baño, se levantó de la cama y se acercó al balcón, recordando, con un vuelco en el corazón, cómo lo había cerrado la noche anterior después de que Devlin se hubiera ido. Hacía una hermosa mañana. El cielo estaba despejado, de un azul intenso, el sol estaba en lo más alto y el aire era fresco. Susanna apoyó la mano en la barandilla y bajó la mirada hacia la calle, donde acababa de llegar otra carreta de flores y John, el mayordomo, batallaba para transportar un enorme arreglo de lirios que parecía más adecuado para un entierro que para una boda. Seguramente eran de Fitz, pensó Susanna. Era muy dado a los grandes gestos cuando sabía que tendrían testigos. Pobre Francesca Devlin. La gente también estaría pendiente de ella. Aquel día en el que se hacía oficial el compromiso de Fitz, su humillación sería completa.
Con un suspiro, Susanna cerró las puertas a aquel resplandeciente día. Se sentía sola, vacía. La perspectiva de la fiesta de los Alton, donde debería aceptar las felicitaciones de la alta sociedad y fingir ser la prometida de Fitz, se le hacía insoportable. Echaba intensamente de menos a Devlin. Era como si hubiera regresado a los diecisiete años y le hubiera perdido otra vez. Quería evitar aquel dolor. Pero, por primera vez desde hacía muchos años, el duro caparazón que había construido para proteger su corazón, parecía a punto de romperse. No entendía por qué le dolía tanto. Sabía que no tenía ningún futuro con Devlin. Y sabía también que, cuando concluyera aquella farsa, se alejaría de allí, pagaría para que anularan su matrimonio y todo habría terminado. Al cabo de un mes, pondría fin a su compromiso. No se engañaba pensando que Fitz sufriría realmente por ello. Los únicos afectados serían su orgullo y su cartera. Susanna cobraría el dinero de los duques y no volvería a verlos nunca más. Pero en aquel momento, un mes se le antojaba una eternidad.
Tomó el baño de agua con esencia de rosas que Margery con tanta consideración le había preparado, se vistió con indiferencia y bajó al piso de abajo. Entre las notas de felicitación que ya se habían acumulado sobre la mesa, estaban las cartas que no se había atrevido a leer la noche anterior. El corazón le dio un vuelco. Las sacó de entre la pila, se las llevó al salón y cerró la puerta tras ella.
La mano le temblaba mientras abría la primera carta. En aquella ocasión, los prestamistas no eran particularmente educados. Y no era de extrañar, puesto que había ignorado la primera carta. Susanna consideró la posibilidad de que fueran a ver a Fitz y le pusieran al tanto de sus deudas, que le descubrieran que no era la viuda rica que él pensaba. La frágil estructura de aquella farsa la hizo estremecerse. Una palabra fuera de lugar, un paso en falso, y aquel edificio de mentiras se derrumbaría, condenándola de nuevo a la pobreza y arrastrando a Rory y a Rose con ella. El alma se le cayó a los pies. Cuánto odiaba aquella telaraña de mentiras. Estaba desesperada por librarse de ella.
Había otra nota anónima. Reconoció al instante aquel trazo arrogante que evidenciaba que su misterioso corresponsal la tenía controlada y estaba dispuesto a utilizar todo lo que sabía sobre ella.
Si queréis que conserve vuestro secreto, debéis reuniros conmigo en la Bell Tavern de Deven Dials el sábado por la noche.
Susanna se levantó, arrugó la carta con fiereza y la tiró a la chimenea. No tenía intención alguna de acudir a una cita tan peligrosa. Pero si no lo hacía, no sabía de qué podía ser capaz aquel chantajista. Pensó en Devlin. Tenía el corazón lleno de dudas e inseguridades. Pero no era posible que Devlin hiciera el amor con ella con tanta ternura y después fuera capaz de escribir una carta tan amenazante. Los dos eran víctimas del mismo conflicto en el que les había encerrado su deseo, y no, no podía creer que Dev fuera tan deshonesto como para amenazarla de aquella manera. Pero si no era Devlin, entonces, ¿quién? ¿Le habría contado Devlin su secreto a Francesca? ¿La estaría chantajeando ella para vengarse porque le había robado a Fitz?
Fuera quien fuera el chantajista, Susanna sabía que no podía ignorarle, porque su futuro estaba en sus manos. Podía destrozarla, arrojarla de nuevo a la pesadilla de la ruina y la pobreza. Sintió el aleteo del pánico. No tenía dónde acudir, no había nadie que pudiera ayudarla.
Intentó tranquilizarse. Solo había otra persona que supiera realmente quién era ella y quizá, solo quizá, estuviera dispuesta a ayudarla. Ignorando las protestas de Margery, que le reprochaba que quisiera salir cuando había tantas cosas que hacer, le pidió a John que le consiguiera un carruaje y se dirigió hacia Holborn.
Bajó delante de la discreta puerta de Churchward & Churchward, la firma de abogados de la nobleza. Obviamente, los duques de Alton no tenían intención de tratar los asuntos económicos directamente con ella, de modo que habían dado instrucciones de que remitiera todas sus cuentas al señor Churchward. Además, era a él a quien correspondía ocuparse de cualquier otro asunto que requiriera atención. Susanna vaciló un instante antes de llamar a la puerta. No quería molestar al señor Churchward. Estaba acostumbrada a enfrentarse en solitario a sus problemas, lo había hecho durante toda su vida. Pero necesitaba ayuda de forma urgente. No tenía otra opción. De modo que, cuadró los hombros y llamó con decisión a la puerta. Tuvo la sensación de que pasaba mucho más tiempo de lo que podía considerarse normal antes de que apareciera en el marco de la puerta un hombre que Susanna asumió debía de ser un empleado de la firma.
– Me gustaría ver al señor Churchward, por favor -pidió precipitadamente.
El empleado arrugó la nariz.