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– ¿Tenéis una cita, señora?

– No, pero es muy importante -ella misma advertía la desesperación en su voz-. Soy lady Carew. Por favor, decidle al señor Churchward que es extremadamente urgente que le vea.

Por un momento, temió que su interlocutor pudiera negarse, pero al final, éste retrocedió para permitirle pasar. Susanna le siguió por una escalera de madera y la condujo a la sala de espera. Pero Susanna no era capaz de sentarse. Estaba demasiado nerviosa. Afortunadamente, el señor Churchward apenas le hizo esperar.

– Buenos días, lady Carew.

El señor Churchward era todo corrección. No hubo la menor vacilación en su tono que pudiera indicar que sabía que ella no era quien pretendía ser. El abogado le ofreció asiento antes de sentarse al otro lado del escritorio. Tenía un ejemplar de la Gazetta pulcramente doblado ante él. Susanna comprendió que debía haber leído ya todo sobre su compromiso con Fitz. Todo Londres debía estar enterado a esas alturas. Sintió un ligero vértigo.

El señor Churchward apartó el periódico y se inclinó hacia delante. La miró con ojos penetrantes por detrás de los gruesos cristales de sus lentes y esperó educadamente a que Susanna comenzara a hablar. A pesar del calor que hacía en el despacho y de los modales educados del abogado, Susanna era plenamente consciente de que no era del agrado del señor Churchward. Sin lugar a dudas, él aceptaba todos los servicios que los nobles requirieran de él, pero eso no significaba que estuviera de acuerdo con ellos. Y, ciertamente, no aprobaba que hubieran tendido a Fitzwilliam Alton una trampa para arruinar las esperanzas de Francesca Devlin.

Susanna abrió el bolso y le mostró las cartas que había retirado de la chimenea. Le temblaban ligeramente las manos y sabía que el abogado lo había notado.

– Me encuentro en una situación complicada y no sabía a quién recurrir, señor Churchward. Me preguntaba si vos podríais ayudarme.

– Haré todo lo que pueda, señora -contestó el abogado secamente.

Se hizo el silencio. Susanna volvió a leer las cartas, aunque sabía exactamente lo que decían. Alzó la mirada, esperando que el abogado la invitara a hablar.

– Soy consciente de que desaprobáis mi conducta -dijo precipitadamente-. De hecho, cualquier que supiera la verdad, lo haría. Pero a pesar de todo, debo ponerme a vuestra merced porque no tengo a nadie a quien acudir.

El abogado continuó callado. Susanna sentía su mirada en su rostro, una mirada pensativa y evasiva al mismo tiempo. Sintiéndose denotada, se levantó.

– Os ruego que me perdonéis -se disculpó-. Comprendo que he cometido un error al venir a vuestro despacho. Siento haberos molestado.

El señor Churchward no intentó detenerla. Se levantó también y se adelantó para abrirle la puerta. Susanna sintió una lágrima cayendo sobre una de las cartas, y guardó las misivas rápidamente en el bolso. Volvió el rostro para que el abogado no fuera testigo de su tristeza. Rodó otra lágrima por su mejilla. Susanna emitió un sonido que era una combinación de tristeza y exasperación mientras buscaba el pañuelo.

El señor Churchward le tendió su propio pañuelo y cerró la puerta antes de que Susanna saliera.

– Querida -confesó-, jamás había visto a una dama hacer tantos esfuerzos para no llorar.

– No soy una dama -Susanna se sorbió la nariz-, así que me temo que no tengo la necesidad de controlarme.

– Mi querida… señorita Burney, si es que ése es vuestro verdadero nombre.

– En realidad, mi verdadero nombre es lady Devlin, señor Churchward, y eso es parte del problema.

Para su más absoluto asombro, vio un brillo de diversión en los ojos del señor Churchward.

– Si sois la esposa de James Devlin y acabáis de comprometeros con Fitzwilliam Alton, es evidente que tenéis un serio problema -se mostró de acuerdo. Se interrumpió-. ¿Sir James lo sabe?

Susanna emitió un sonido burlón que estaba a medio camino entre una risa y un sollozo.

– Sí… No. Bueno, él cree que nuestro matrimonio lo anularon hace años.

En aquella ocasión, el señor Churchward sonrió abiertamente.

– Ya entiendo -hizo un gesto, indicándole que se sentara-. ¿Y es sobre esa cuestión sobre la que queríais consultarme?

– No -contestó Susanna. El pánico volvió a apoderarse de ella al pensar en aquellas cartas-. Es otra cuestión. En realidad, son dos asuntos…

– Bueno, todo a su tiempo. Tengo un sherry excelente para casos urgentes -añadió. Abrió el último cajón de su escritorio y sacó dos vasos polvorientos-. Creo que esto nos vendrá bien. ¿Os importaría acompañarme, lady Devlin, y contármelo todo?

Capítulo 13

Dev permanecía en la fila de recepción del baile que habían organizado los duques de Alton para celebrar el compromiso de Susanna y Fitz. Emma no había acudido y Dev no la había visto desde hacía dos días por culpa de una jaqueca que la joven padecía desde que había ido al desayuno de lady Crofton. Al ver frustrado su plan de confesar a Emma su voluntad de regresar a la Marina, al final había optado por escribirle una carta que había entregado al malhumorado mayordomo de los Brooke. Éste le había asegurado que se la entregaría a la joven en cuanto recuperara la salud. Probablemente, la carta le provocaría un nuevo dolor de cabeza, había pensado Devlin mientras hacía de tripas corazón y añadía una posdata:

También tengo que decirte que he traicionado tu confianza con otra dama. Me arrepiento profundamente de haberme comportado de manera tan deshonrosa y me sé merecedor de tu condena…

Era una mentira flagrante. No se arrepentía ni por un segundo de haber hecho el amor con Susanna, pero sí de no haber estado a la altura de su propio honor al haber traicionado a Emma cuando ésta no se lo merecía. Dev sabía cuál sería la consecuencia. Emma no toleraría su infidelidad, pero aun así, era consciente de que no podía seguir mintiéndole. Tenía que empezar desde cero.

La fila comenzó a avanzar y Devlin ahogó un suspiro. Se había visto obligado a asistir a los más atroces eventos sociales en otro tiempo, desde la inauguración de una isla a cargo de un estúpido gobernador en las Indias Orientales hasta un baile de presentación en sociedad en el que una de las debutantes se había presentado borracha y había confesado amar a su cuñado delante de todo el salón de baile. Aun así, jamás había asistido a un acto que le resultara personalmente tan doloroso como el compromiso de Susanna con Fitzwilliam Alton. No satisfechos con organizar la fiesta oficial, a la que había declinado la invitación, los duques habían decidido invitar a aquel baile a toda la ciudad. Dev estaba allí para acompañar a Chessie, que había decidido asistir y enfrentarse abiertamente a chismes y cotilleos. Dev deseó que no lo hubiera hecho. Su hermana permanecía pálida y ojerosa al lado de Joanna Grant y de Tess Darent, enfrentándose a la humillación y a la destrucción de sus sueños ante lo más granado de la sociedad londinense. Dev estaba tan enfadado que habría estrangulado a Fitz con sus propias manos. Todo el mundo sabía que Fitz había alentado las esperanzas de Chessie, pero había sido lo suficientemente inteligente como para no comprometerse de ningún modo. Había sido frío y calculador y no le habían importado lo más mínimo ni los sentimientos ni la reputación de Chessie. Eso debería haber sido suficiente como para demostrarle a su hermana lo poco que merecía su afecto. Pero el amor no siempre funcionaba de aquella manera.

Dev desvió la mirada de aquel Fitz inflado como un pavo, hacia la mujer que permanecía a su lado: Susanna. Estaba fascinante, con un vestido de seda roja y diamantes en el pelo. Devlin quería odiarla por haber aceptado la proposición de Fitz, por lo avaricioso de su conducta, por haberse vendido por un título. Por haber hecho el amor con tan dulce pasión con él y haber aceptado después aquel vergonzoso matrimonio. Pero no era capaz de odiarla. Se sentía unido a ella por vínculos tan profundos como complejos.