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Connie Willis

La maldición de los reyes

Había una maldición. Pesaba sobre todos nosotros, aunque no lo sabíamos. Al menos, Lacau no lo sabía. De pie allí, leyéndome en voz alta los sellos de la tumba mientras yo permanecía en mi jaula, no tenía el menor indicio de lo que significaba realmente la advertencia. Y el sandalman, de pie en el oscuro risco mientras observaba arder los cuerpos, tampoco tenía idea de que ya había caído víctima de ella.

La princesa sí lo sabía cuando reclinó impotente la cabeza contra la pared de su tumba, hacía diez mil años. Y Evelyn, devorada viva por ella, también lo sabía. Intentó decírmelo la última noche en Colchis, mientras aguardábamos la llegada de la nave.

La electricidad había fallado de nuevo, y Lacau encendió una lámpara de fotosene y la situó cerca del traductor de modo que yo pudiera ver los diales. La voz de Evelyn se había vuelto tan imprecisa que la sintonía necesitaba un constante ajuste. La llama de la lámpara tan sólo iluminaba el espacio a mi alrededor. Lacau, inclinado sobre la hamaca, permanecía en una total oscuridad.

La bey de Evelyn estaba sentada junto a la lámpara, observando la rojiza llama, con. la boca abierta y los negros dientes resplandeciendo a la luz. Yo esperaba que en cualquier momento adelantara su mano hacia la llama, pero no lo hizo. El aire estaba inmóvil y lleno de polvo en suspensión. La llama de la lámpara ni siquiera oscilaba.

—Evie —dijo Lacau—. No nos queda tiempo. Los soldados del sandalman estarán aquí antes del amanecer. Nunca nos permitirán marcharnos.

Evelyn dijo algo, pero el traductor no lo captó.

—Acerque un poco más el micro —dije—. No capté lo que dijo.

—Evie —murmuró Lacau de nuevo—. Necesitamos que nos digas qué ocurrió. ¿Puedes hacer eso por nosotros, Evie? ¿Decirnos lo que ocurrió?

Ella lo intentó otra vez. Yo tenia el dial del volumen tan abierto como me era posible, y ahora el traductor captó algo, pero sólo estática. Evelyn se puso a toser, un sonido seco y terrible que el traductor transformó en un grito.

—Por el amor de Dios, póngala en el respirador —dije.

—No puedo —respondió él—. La unidad de energía está agotada. —Y el otro respirador tenía que ser conectado a la corriente, pensé, y has utilizado ya todos los cables de extensión. Pero no lo dije. Porque si la ponía en el respirador, el refrigerador debería ser desconectado.

—Entonces dele a beber un vaso de agua —indiqué.

Tomó la botella de Coca de la caja junto a la hamaca, puso la paja en ella, y se inclinó en la oscuridad para echar hacia delante la cabeza de Evelyn y que pudiera beber. Apagué el traductor. Ya era bastante malo escucharla mientras intentaba hablar. No creía poder soportar el oír como intentaba beber.

Tras lo que pareció casi una hora, Lacau dejó de nuevo la botella de Coca en la caja.

—Evelyn —dijo—. Intenta decirnos lo que ocurrió. ¿Entraste en la tumba?

Conecté de nuevo el traductor, y mantuve el dedo preparado sobre el botón de grabación. No valía la pena grabar los torturados sonidos que estaba haciendo.

—La maldición —dijo Evelyn con claridad, y yo apreté el botón—. No abrir. No abrir. —Se detuvo e intentó tragar saliva—. ¿Qujdesss?

—¿Qué día es? —interpretó el traductor.

Intentó tragar saliva de nuevo, y Lacau tendió la mano hacia la botella de Coca, sacó la paja, y se la tendió a la bey.

—Ve a buscar un poco más de agua. —La pequeña bey se irguió, con sus negros ojos clavados en la llama, y tomó la botella—. Aprisa —dijo Lacau.

—Aprisa —dijo Evelyn—. Antes que la bey.

—¿Abriste la tumba cuando la bey fue a buscar al sandalman?

—Oh, no la abrí. No la abrí. Lo siento. No sabía.

—¿No sabías qué, Evelyn? —dijo Lacau.

La bey seguía mirando, fascinada, la llama, con la boca abierta, exhibiendo sus brillantes dientes negros. Contemplé la rechoncha botella verde que sujetaba en sus manos de aspecto sucio. La paja era de cristal también, gruesa, irregular y llena de burbujas, probablemente hecha en la planta embotelladora. Sus lados estaban señalados con largos arañazos. Los había hecho Evelyn mientras sorbía el agua a través de la paja. Un día más y la haría pedazos, pensé, y entonces recordé que no teníamos un día más. No a menos que la bey de Evelyn cayera de bruces sobre la roja llama, con las protuberancias haciéndose más afiladas en su sucia frente amarronada, en su garganta, en sus pulmones.

—Aprisa —dijo Evelyn en el hipnótico silencio, y la pequeña bey alzó la vista hacia la hamaca como si acabara de despertar y se apresuró fuera de la habitación con la botella de Coca—. Aprisa. ¿Qué día es? Hay que salvar el tesoro. Él la matará.

—¿Quién, Evelyn? ¿Quién la matará? ¿A quién matará?

—No debimos haber entrado —dijo la mujer, y dejó escapar su aliento en un suspiro que sonó como arena raspando contra cristal—. Cuidado. La maldición de los reyes.

—Está citando lo que hay en el sello de la puerta —dijo Lacau. Se enderezó—. Ellos entraron en la tumba —indicó—. Supongo que lo grabó.

—No —dije, y apreté el botón de borrar—. Todavía está bajo los efectos del dilaudid. Comenzaré a grabar cuando empiece a decir cosas que tengan sentido.

—La Comisión lo necesitará para el sandalman —dijo Lacau—. Howard jura que no entraron, que aguardaron al sandalman.

—¿Qué diferencia hay? —respondí—. Evelyn no vivirá para testificar delante de ninguna Comisión de encuesta, y ni siquiera nosotros si el sandalman y sus soldados llegan aquí antes que la nave, de modo que, ¿qué maldita diferencia hay? No habrá ningún tesoro que presentar, así que, ¿para qué estamos haciendo esta maldita grabación? Cuando la Comisión pueda oírla, ya será demasiado tarde para salvarla.

—¿Y si hubiera algo en la tumba, después de todo? ¿Y si hubiera un virus?

—No había nada —dije—. El sandalman los envenenó. Si fuera un virus, entonces ¿por qué no afectó a la bey? Estaba en la tumba con ellos, ¿no es así?

—Aprisa —dijo alguien, y por un minuto pensé que era Evelyn, pero era la bey. Entró corriendo en la habitación, con la botella de Coca salpicando agua por todas partes.

—¿Qué ocurre? —preguntó Lacau—. ¿Está aquí la nave?

Ella tiró de su mano.

—Aprisa —repitió, y lo arrastró por el largo pasillo lleno de cajas de embalaje.

—Aprisa —dijo suavemente Evelyn como un eco, y yo me puse en pie y me dirigí a la hamaca. Apenas podía verla, lo cual hacía que las cosas fueran un poco mejores. Dejé de crispar los puños y dije:

—Soy yo, Evelyn. Jack.

—Jack —dijo. Apenas pude oírla. Lacau había sujetado el micro a la red de plástico tendida hasta su cuello, pero estaba palideciendo y respirando de nuevo afanosamente. Necesitaba una inyección de moríalo. Eso aliviaría su respiración, pero el morfato, tan pronto después del dilaudid, podía extinguirla como una luz.

—Entregué el mensaje al sandalman —dije, inclinándome sobre ella para captar lo que pudiera decir—. ¿Qué había en el mensaje, Evelyn?

—Jack —dijo—. ¿Qué día es?

Tuve que pensarlo. Parecía como si hubieran sido años.

—Miércoles —dije.

—Mañana —dijo ella. Cerró los ojos y pareció relajarse hasta casi quedarse dormida.

No iba a conseguir nada más de ella. Me rocié unos plastiguantes, tomé el kit hipodérmico y lo abrí. El morfato la dejaría fuera de combate en cuestión de minutos, pero hasta entonces se vería libre del dolor y quizá se volviera coherente.

Su brazo había caído por un lado de la hamaca. Moví la lámpara un poco más cerca e intenté hallar un lugar donde poner la inyección. Todo su brazo estaba cubierto por una red de apanaladas protuberancias blancas, algunas de ellas, ahora, de casi dos centímetros de altura. Se habían ablandado y engrosado desde la primera vez que las vi. Luego se habían vuelto delgadas y terriblemente afiladas, como una navaja. No había forma de hallar una vena entre ellas, pero mientras buscaba, el calor de la llama del fotosene ablandó un círculo de piel en su antebrazo, y las protuberancias pentagonales se colapsaron en ella, de modo que pude introducir la hipodérmica.