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—Déjeme salir de la jaula, Lacau.

Se inclinó y rebuscó en la caja a su lado.

—Esto jamás hubiera podido ser hecho por un suhundulim —dijo, y extrajo algo, derramando burbujas de plástico por todas partes—. Es de hilo de plata, incrustado con cuentas de cerámica tan pequeñas que no pueden verse excepto con un microscopio. Ningún suhundulim podría hacer eso.

—No —admití. No parecía como cuentas engastadas en hilo de plata. Parecía como una nube, una majestuosa nube de tormenta del desierto. Cuando Lacau lo giró hacia la luz que penetraba por el techo de plástico, dio una sombra rosa y lavanda. Era hermoso. —Un suhundulim puede hacer esto, sin embargo —dijo Lacau, y le dio la vuelta para que yo pudiera ver el otro lado. Estaba aplastado por completo, convertido en una deprimente masa gris—. Uno de los porteadores del sandalman lo dejó caer al sacarlo de la tumba.

Volvió a depositarlo cuidadosamente en su nido de burbujas de plástico y cerró la tapa de la caja. Se alzó y caminó hasta situarse frente a la jaula—. La Comisión cerrará el planeta —dijo—. Aunque podamos librarnos de las manos del sandalman, la Comisión lo cerrará un año, dos años, para tomar una decisión. Quizá más tiempo.

—Déjeme salir —dije.

Se volvió y abrió las dobles puertas del refrigerador, y retrocedió unos pasos para que yo pudiera ver lo que había dentro.

—La electricidad falla constantemente —dijo—. A veces durante días seguidos.

Desde el momento mismo en que había interceptado el mensaje de Lacau, había sabido que aquella era la historia del siglo. Lo había sentido en mis huesos. Y ahí estaba.

Era la estatua de una muchacha. Una niña, quizá doce años. No mayor que eso. Estaba sentada en un bloque de sólida plata batida. Llevaba un vestido blanco y azul con arrastrantes flecos, y estaba inclinada contra la pared lateral del refrigerador, con la mano y el antebrazo planos contra ella y la cabeza reclinada sobre su mano, como si estuviera abrumada por un gran pesar. No podía ver su rostro.

Su pelo negro estaba sujeto con el mismo tipo de hilo de plata que formaba la nube, y en torno a su cuello llevaba un collar de cerámica azul engarzado en plata. Tenía una rodilla ligeramente adelantada, y podía ver su pie calzado en plata. Estaba hecha de cera, tan suave y blanca como la piel, y supe que si de algún modo volvía su pesaroso rostro hacia mí y me miraba, sería el rostro que había estado anhelando ver durante toda mi vida. Me aferré a la tela metálica de la jaula y contuve la respiración.

—La civilización de los beys estaba muy adelantada —dijo Lacau—. Artes, ciencias, embalsamamiento. —Sonrió ante mi ceño fruncido por la incomprensión—. No es una estatua. Es una princesa bey.

»E1 proceso de embalsamamiento convertía los tejidos en cera. —Se inclinó sobre ella—. La tumba estaba en una cueva refrigerada de forma natural, pero tuvimos que bajarla de la Espina. Howard me envió para intentar hallar equipo de control de la temperatura y refrigerantes. Esto es todo lo que pude encontrar. Estaba fuera, en la planta embotelladora. —Alzó el fleco azul y blanco de su larga falda—. No intentamos moverla hasta el último día. Los porteadores del sandalman le dieron un golpe contra la puerta de la tumba al sacarla —indicó.

La cera de su pierna estaba aplastada y como desgarrada. Casi la mitad del negro fémur había quedado expuesto.

No era extraño que la primera palabra que me dijera Evelyn fuese «Aprisa». No era extraño que Lacau se hubiera echado a reír cuando le dije que la Comisión mantendría a buen recaudo el tesoro. La investigación tomaría un año o más, y ella seguiría sentada allí con la electricidad yendo y viniendo.

—Tenemos que sacarla del planeta —dije, y mis manos se aferraron a la tela de alambre con tanta fuerza que el cable casi cortó la carne hasta el hueso.

—Sí —dijo Lacau, en un tono que me dio a entender que yo hubiera debido darme cuenta antes.

—El sandalman no permitirá que salga de Colchis —dije—. Teme que la Comisión intentará quitarle el planeta. —Y yo había transmitido una historia acerca de la Comisión, para asustarle aún más—. No lo permitirán. No van a dejar Colchis a un puñado de niños de diez años que se meten cualquier cosa en la boca, no importa quién estuviera aquí primero.

—Lo sé —dijo Lacau.

—Él envenenó al equipo —proseguí, y me volví para mirar a la princesa, a su hermoso rostro que no podía ver, vuelto hacia la pared en algún antiguo pesar. Él había matado al equipo, y cuando volviera del norte con su ejército nos mataría a nosotros. Y destruiría a la princesa—. ¿Dónde está su equipo de transmisión? —pregunté.

—Lo tiene el sandalman.

—Entonces sabe cuándo llegará la nave. Tenemos que sacarla de aquí.

—Sí —dijo Lacau. Soltó el fleco azul y blanco, que cayó sobre los pies de la princesa. Cerró la puerta del refrigerador.

—Déjeme salir de la jaula —dije—. Le ayudaré. Sea lo que sea lo que se proponga hacer, le ayudaré.

Me miró durante un largo minuto, como si estuviera intentando decidir si podía confiar en mí.

—Le dejaré salir —dijo finalmente—. Pero todavía no.

Volvía a ser oscuro antes de que viniera a buscarme de nuevo. Había pasado dos veces por la zona central. La primera tomó una pala del montón de equipo apilado contra las cajas de carga. La segunda abrió de nuevo el refrigerador para tomar un kit de inyecciones para Evelyn, y yo me puse en pie en la jaula y miré a la princesa, con la esperanza de que volviera la cabeza hacia mí. Luego, sentado allí, aguardando a que Lacau terminara de hacer lo que fuera que no confiaba en mí para que le ayudase, me sorprendió ver que el cable de la tela metálica de la jaula no había cortado y aplastado mis manos como si fueran sebo.

Hacía ya una hora que se había hecho oscuro cuando Lacau vino a sacarme. Llevaba con él un rollo de amarillos cables de extensión y la pala. Se inclinó sobre la pila de cajas de cartón dobladas, dejó los cables en el suelo a su lado y abrió la jaula.

—Tenemos que mover el refrigerador —dijo—. Lo pondremos contra la pared del fondo de la tienda para poderlo cargar en la nave tan pronto como aterrice.

Me incliné sobre el rollo de cables y empecé a desliarlos. No le pregunté dónde los había conseguido. Uno de ellos parecía el cable del respirador de Evelyn. Los unimos entre sí, y luego Lacau desenchufó el refrigerador. Mi presa sobre los cables se hizo más fuerte mientras lo hacía, pese a que sabía que iba a volver a conectarlo inmediatamente al cable de extensión y a la corriente y que en su conjunto el proceso no iba a tomar más de treinta segundos. Lo conectó cuidadosamente, como si temiese que las luces fueran a apagarse mientras lo hacía, pero ni siquiera parpadearon.

Su intensidad descendió un poco cuando tomamos el refrigerador entre los dos, pero pesaba menos de lo que yo había esperado. Tan pronto como lo hubimos pasado más allá de la primera hilera de cajas de embalaje, vi lo que había estado haciendo Lacau, al menos durante parte del día. Había trasladado tantas cajas como le había sido posible al lado este de la tienda y las había apilado contra la pared, dejando un paso lo bastante amplio como para pasar por él con el refrigerador, y un espacio para depositarlo contra la pared de la tienda. También había instalado una luz arriba. El cable de extensión no era lo bastante largo, y finalmente tuvimos que dejar el refrigerador a unos pocos metros de la pared de la tienda. Era bastante cerca, de todos modos. Si la nave llegaba a tiempo.