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—¿Todavía no está aquí el sandalman? —pregunté. Lacau caminaba rápidamente de vuelta a la zona central, y yo dudé de si debía seguirle. No estaba dispuesto a permitir que me encerrara de nuevo en aquella jaula para que los soldados del sandalman me encontraran. Me quedé donde estaba.

—¿Tiene una grabadora? —preguntó Lacau. Se detuvo y me miró—. ¿Tiene una grabadora?

—No —dije.

—Quiero que grabe el testimonio de Evelyn —indicó—. Lo necesitaremos si es llamada la Comisión.

—No tengo ninguna grabadora —dije.

—No voy a encerrarle de nuevo —me aseguró. Buscó en su bolsillo y me arrojó algo. Era el candado de la jaula—. Si no confía usted en mí, puede dárselo a la bey de Evelyn.

—Hay un mando de grabación en el traductor —dije.

Y fuimos otra vez junto a la hamaca, y entrevistamos a Evelyn, y ésta me dijo que había una maldición, y yo no la creí. Y el sandalman vino.

Lacau parecía despreocuparse de que el sandalman estuviera acampado en la cornisa encima de nosotros.

—He desenroscado todas las bombillas —dijo—, y no pueden ver el interior de esta habitación. Puse una lona en el techo esta tarde. —Se sentó cerca de Evelyn—, Tienen linternas, pero no van a intentar bajar de la cornisa de noche.

—¿Qué ocurrirá cuando salga el sol? —pregunté.

—Creo que la nave está al llegar —dijo—. Conecte la grabadora. Evelyn, tenemos aquí una grabadora. Necesitamos que nos digas lo que ocurrió. ¿Puedes hablar?

—El último día —dijo Evelyn.

—Sí, éste es el último día —admitió Lacau—. La nave estará aquí por la mañana para llevarnos a casa. Te conseguiremos un médico.

—El último día —dijo ella de nuevo—. En la tumba. Cargando a la princesa. Frío.

—¿Cuál fue la última palabra? —preguntó Lacau.

—Sonaba como «frío» —dije.

—Hacía frío en la tumba, ¿verdad, Evie? ¿Es eso lo que quieres decir?

Ella intentó agitar la cabeza.

—Coca —dijo—. Sandalman. Aquí. Debe tener sed. Coca.

—¿El sandalman te dio una Coca? ¿El veneno estaba en la Coca? ¿Es así como envenenó al equipo?

—Sí —dijo ella, y lo pronunció como un suspiro, como si fuera lo que había estado intentando decirnos durante todo el tiempo.

—¿Qué clase de veneno era, Evelyn?

—Sangre.

Lacau se sobresaltó y me miró.

—¿Ha dicho «sangre»?

Agité la cabeza.

—Pregúntele de nuevo —apunté.

—Sangre —dijo Evelyn, ahora muy claro—. Conservadla.

—¿De qué está hablando? —murmuré—. La mordedura de una kheper no puede matarla. Ni siquiera puede ponerla enferma.

—No —dijo Lacau—, pero la cantidad suficiente de veneno de kheper sí puede. Hubiéramos debido ver las similitudes, el reemplazo de la estructura celular, el aspecto cerúleo. Los antiguos beys utilizaban una destilación concentrada de sangre infectada por khepers para embalsamar. «Cuidado con la maldición de los reyes y las khepers.» ¿Cómo supone que llegó a descubrirlo el sandalman?

Quizá no había tenido que hacerlo, pensé. Quizá había dispuesto del veneno durante todo el tiempo. Quizá sus antepasados, al aterrizar en Colchis, se sintieron tan curiosos como los beys cuyo planeta iban a robar.

—Mostradnos como funciona vuestro proceso de embalsamamiento —pudieron haberles dicho, y luego, cuando vieron los obvios beneficios, dijeron a los más listos de los beys, del mismo modo que el sandalman le había dicho a Howard y a Evelyn y al resto del equipo—: Tomad una Coca. Debéis tener sed.

Pensé en la hermosa princesa, reclinada contra su mano. Y en Evelyn. Y en la bey de Evelyn, sentada frente a la llama de fotosene, ignorante de todo.

—¿Es contagioso? —dije al fin—. ¿Es posible que la sangre de Evelyn sea venenosa también?

Lacau me miró parpadeando, como si no pudiera captar lo que yo le decía.

—Sólo si la bebes, creo —dijo al cabo de un minuto. Miró a Evelyn—. Me pedía que envenenara a la bey —murmuró—. Pero no pude comprenderla. Fue antes de que llegara usted con el traductor.

—Lo hubiera hecho, ¿verdad? —quise saber—. Si hubiera sabido cuál era el veneno, que su sangre era venenosa, ¿hubiera matado a la bey para salvar el tesoro?

No me estaba escuchando. Miraba al techo de la tienda, donde la lona no cubría por completo.

—¿Empieza a haber luz? —preguntó.

—No durante otra hora —respondí.

—No —dijo—. Hubiera hecho casi cualquier cosa por ella. —Su voz estaba tan llena de anhelo que me azaró escucharla—. Pero no eso.

Le administró a Evelyn una segunda inyección y apagó la lámpara. Al cabo de unos minutos dijo:

—Quedan tres kits de inyecciones. Por la mañana le administraré las tres a la vez. —Me pregunté si estaba mirándome del mismo modo que lo había hecho mientras yo estaba en la jaula, si se preguntaba si podía confiar en mí para ayudarle a hacer lo que había que hacer.

—¿Eso la matará? —pregunté.

—Espero que sí —respondió—. No hay ninguna forma en que podamos trasladarla.

—Lo sé —dije, y nos sentamos en la oscuridad durante largo rato.

—Dos días —dijo al final, y su voz estaba llena del mismo anhelo—. El período de incubación era sólo de dos días.

Y seguimos sentados allí sin decir nada, aguardando la salida del sol.

Cuando lo hizo; Lacau me llevó a lo que había sido la habitación de Howard, donde había cortado una ventana con faldón en el plástico de la pared que miraba a la cornisa, y entonces vi lo que había hecho el resto del día, cuando no había estado apilando las cajas para el transporte. Los soldados del sandalman se hallaban alineados en la parte superior de la cornisa. Estaban demasiado lejos para poder ver las serpientes agitándose en sus rostros, pero supe que estaban mirando al domo; y en la arena frente a nosotros, a uno a otro lado, se hallaban los cuerpos.

—¿Cuánto tiempo llevan ahí? —pregunté.

—Los saqué ayer por la tarde. Después de que muriera Borchardt.

—¿Desenterró a Howard? —dije. Howard era el que estaba tendido más cerca de nosotros. Su aspecto no era tan malo como había imaginado. Casi no tenía protuberancias, y aunque su piel mostraba un aspecto cerúleo y blando como la piel de los pómulos de Evelyn, parecía casi igual a como siempre lo había conocido. El sol había hecho aquello. Estaba derritiéndose al sol.

—Sí —dijo—. El sandalman sabe que es un veneno, pero el resto de los suhundulims no. Nunca cruzarán esa línea de cadáveres. Temen contagiarse con el virus.

—Él se lo dirá —apunté.

—¿Le creerán? —respondió—. ¿Cruzaría usted esa línea porque alguien le dijera que no se trata de un virus?

—Es una suerte que me dejara en la jaula —murmuré—. No le hubiera ayudado nunca en eso.

Una luz destelló en la cornisa.

—¿Nos están disparando? —dije.

—No —respondió Lacau—. La bey de cabecera del sandalman lleva en su mano algo brillante que refleja la luz del sol.

Era la bey del recinto. Tenía mi tarjeta de prensa y estaba moviéndola hacia un lado y hacia otro para que reflejara la luz solar.

—No estaba ahí antes —dijo Lacau—. El sandalman debe haberla mandado llamar para mostrar a sus soldados que ella no se ha contagiado con el virus, y que por lo tanto ellos tampoco.

—¿Qué? —dije—. ¿Por qué debería haberse contagiado? Creí que era la bey de Evelyn la que estaba con el equipo.

Me miró con el ceño fruncido.

—La bey de Evelyn nunca se acercó a la Espina. Es sólo la sirvienta que el sandalman le regaló a Evelyn. ¿De dónde sacó usted la idea de que era la representante del sandalman? —Su mirada era incrédula—. ¿Cree que el sandalman nos hubiera dejado permanecer cerca de su bey después de haber negociado los días extras? No hubiera confiado en que nosotros no la envenenáramos como él envenenó al equipo. La encerró bajo llave en su recinto antes de partir hacia el norte —dijo amargamente.