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—Y Evelyn sabía eso —murmuré—. Ella sabía que el sandalman había ido al norte. Sabía que había dejado atrás a su bey. ¿Verdad que lo sabía?

Lacau no respondió. Estaba contemplando a la bey. El sandalman le ofreció algo, y ella lo tomó. Parecía un cubo. La bey tuvo que sujetar la tarjeta de prensa con la boca para poder coger el cubo con las dos manos. El le dijo algo, y ella echó a andar ladera abajo, derramando líquido del cubo en su avance. El sandalman había dejado a su bey detrás en el recinto, encerrada, pero los guardias habían huido como los guardias del domo, y una bey curiosa puede abrir cualquier cerradura.

—No parece estar enferma, ¿verdad? —dijo amargamente Lacau—. Y nuestra semana ha terminado. El equipo enfermó en sólo dos días.

—Dos —dije—, ¿Sabía Evelyn que el sandalman había dejado atrás a su bey?

—Sí —dijo Lacau, observando la cornisa—. Yo se lo dije.

La pequeña bey había descendido de la cornisa y estaba ahora en la llanura. El sandalman le gritó algo, y ella echó a correr. El cubo golpeaba contra sus piernas, y se derramó más líquido. Tan pronto como alcanzó la línea de cuerpos, se detuvo y miró hacia atrás, a la cornisa. El sandalman gritó algo de nuevo. Estaba muy lejos, pero la cornisa amplificaba su voz. Pude oírle con toda claridad.

—Derrama —dijo—. Derrama el fuego. —Y la pequeña bey inclinó el cubo y empezó a recorrer la hilera de cadáveres.

—Fotosene —dijo Lacau con voz átona—. La luz del sol lo prenderá.

Una buena parte de él se había derramado del cubo en el descenso, pero nada encima de la bey, por lo que me sentí agradecido. Sólo quedaron unas pocas gotas para arrojarlas encima de Howard. La bey dejó caer el cubo y retrocedió, casi danzando. Al otro extremo de la hilera, la camisa de Callender se incendió. Cerré los ojos.

—Dos malditos días —dijo Lacau. El bigote de Callender era una llama. Borchardt pareció derretirse y luego ardió amarillento, como una vela. Lacau no me vio marcharme de allí.

Seguí los cables eléctricos hasta la habitación de Evelyn, casi corriendo. La bey no estaba allí. Conecté el traductor y eché bruscamente a un lado la cubierta y la miré directamente.

—¿Qué había en el mensaje, Evelyn? —dije.

El sonido de su respiración era tan pesado que nada iba a poder ser interpretado por el traductor. Sus ojos estaban cerrados.

—Ya sabía que el sandalman había ido al norte cuando me envió al recinto, ¿verdad? —El traductor estaba captando mi propia voz y devolviéndomela como un eco—. Sabía que yo estaba mintiendo cuando le dije que había entregado el mensaje al sandalman. Pero no le importaba. Porque el mensaje no era para él. Era para su bey.

Dijo algo. El traductor no pudo hacer nada con ello, pero no importaba. Sabía de qué se trataba.

—Sí —dijo, y sentí un deseo repentino de golpearla, de observar como las protuberancias de sus mejillas se hundían bajo la fuerza de mis manos y se aplastaban contra sus huesos.

—Sabía que ella se llevaría el mensaje a la boca, ¿verdad? Que lo masticaría.

—Sí —dijo, y abrió los ojos. Fuera sonaba un sordo rugir.

—La ha asesinado —dije.

—Tenía que hacerlo. Para salvar el tesoro. Lo siento. La maldición.

—No hay ninguna maldición —dije, crispando las manos contra mis costados para no golpearla—. Eso fue simplemente una historia para retenerme hasta que el veneno empezara a hacer efecto, ¿verdad?

Empezó a toser. La bey apareció bruscamente delante de mí con la botella de Coca. Puso la paja en la boca de Evelyn, alzó la cabeza de la mujer con su mano, y la inclinó suavemente hacia delante para que pudiera beber.

—Hubiera matado incluso a su propia bey si hubiera sido necesario, ¿verdad? —dije—. Por el tesoro. ¡Por el maldito tesoro!

—La maldición —dijo Evelyn.

—La nave está aquí —dijo Lacau—, Pero no lo conseguiremos. Howard es el único que queda. Está enviando de nuevo a la bey abajo con más fotosene.

—Lo conseguiremos —dije, y apagué el traductor. Tomé mi cuchillo y rasgué la pared de la tienda detrás de la hamaca de Evelyn. La bey de Evelyn saltó en pie y avanzó hacia donde yo estaba. La bey del sandalman estaba a medio camino cruzando la llanura, con el cubo. Esta vez avanzaba más lentamente, y no se derramaba ni una gota del fotosene. Arriba, en la cornisa, los soldados del sandalman se inclinaban hacia delante.

—Podemos cargar el tesoro —dije—. Evelyn se ha ocupado de que podamos hacerlo.

La bey se dirigió hacia los cadáveres. Empezó a inclinar el cubo sobre Howard, luego pareció cambiar de opinión y depositó el cubo en el suelo. El sandalman le gritó algo. Volvió a tomar el cubo, fue a derramar su contenido, y cayó de bruces.

—¿Lo ve? —dije—. Era un virus, después de todo.

Arriba hubo un sonido como el tembloroso relajarse de un aliento largo tiempo contenido, y los soldados del sandalman empezaron a retroceder del borde de la cornisa.

Un equipo de carga estaba ya allí antes de que hubiéramos tenido tiempo de abrir por completo la parte de atrás de la tienda. Lacau les señaló las cajas más cercanas, y ellos ni siquiera hicieron preguntas. Se limitaron a cargarlas en la nave. Lacau y yo tomamos el refrigerador, suavemente, suavemente, a fin de no golpear las espinillas de la princesa, y lo llevamos por la arena hasta la compuerta de carga de la nave.

El capitán le echó una mirada y aulló al resto de su tripulación que acudieran a ayudar con la carga.

—Aprisa —dijo detrás de nosotros—. Parece que están montando alguna especie de arma ahí arriba.

Nos apresuramos. Fuimos sacando las cosas por la puerta que habíamos practicado en la parte de atrás, y la tripulación llevó las cajas a través de la arena más rápido que la bey de Evelyn dándole un sorbo de agua en una botella de Coca, y pese a todo no fuimos lo bastante rápidos. Hubo un suave zumbar y un estallido en el techo sobre nuestras cabezas, y el líquido empezó a gotear sobre nosotros a través de la malla de plástico.

—Ha traído un cañón de fotosene —dijo Lacau—. ¿Hemos sacado ya el jarrón azul?

—¿Dónde está la bey de Evelyn? —pregunté, y me dirigí a la habitación de Evelyn. La envoltura de malla encima de la hamaca ya se estaba fundiendo, el fuego la cortaba como un cuchillo. La pequeña bey estaba aplastada contra la pared interior, allá donde la había visto la primera noche, mirando el fuego. La cogí bajo el brazo y eché a correr hacia la zona central.

No podía pasar. Las cajas de embalaje que llenaban la tienda eran un muro de rugientes llamas. Retrocedí a la habitación de Evelyn. Inmediatamente me di cuenta de que tampoco podría salir por aquel lado, y casi al mismo tiempo recordé la raja que había practicado la primera noche en la pared de atrás para entrar.

Aplasté una mano contra la boca de la bey para que no respirara los vapores del plástico que se fundía a nuestro alrededor, contuve el aliento y eché a correr.

Evelyn aún estaba viva.

No podía oír su afanosa respiración por encima del rugir del fuego, pero sí pude ver su pecho alzarse y bajar afanosamente antes de empezar a fundirse. Estaba tendida con el rostro apretado contra el lado de la hamaca que empezaba a desintegrarse, y volvió sus ojos hacia mí cuando me detuve un momento para mirarla, como si me hubiera oído. Las protuberancias de su rostro se habían ensanchado y aplastado, y luego ablandado con el calor, y por un minuto la vi con el aspecto que debió tener cuando Bradstreet la vio y dijo que era hermosa, con el aspecto que debió tener cuando el sandalman le regaló su propia bey. El rostro que volvió hacia mí era el rostro que durante toda mi vida había esperado ver. Y sólo lo vi demasiado tarde.