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Tuve que clavarla dos veces antes de que la sangre manara de la suave depresión donde se había hundido la aguja. Goteó sobre el suelo. Miré a mi alrededor, pero no había nada con qué secarla. Lacau había utilizado aquella mañana todo el algodón que quedaba. Tomé un trozo de papel de mi bloc de notas y sequé la sangre con él.

La bey había regresado. Se metió bajo mi codo con un trozo de lámina de plástico sujeto de forma horizontal. Doblé varias veces el papel y lo dejé caer en el centro del plástico. La bey dobló el plástico sobre el papel y cerró los bordes, haciendo con él una especie de bolsita, cuidando mucho de no tocar la sangre. Yo me erguí y la miré.

—Jack —dijo Evelyn—. Ella fue asesinada.

—¿Asesinada? —dije, y tendí la mano hacia el traductor para ajustar de nuevo la sintonía. Todo lo que obtuve fue estática—. ¿Quién fue asesinada, Evelyn?

—La princesa. Ellos la mataron. Por el tesoro. —El morfato estaba haciendo efecto. Podía captar más fácilmente sus palabras, aunque no tenían sentido. Nadie había matado a la princesa. Llevaba muerta diez mil años. Me incliné más sobre ella.

—Cuénteme qué había en el mensaje que me dio para que se lo entregara al sandalman, Evelyn —dije.

Volvieron las luces. Ella alzó una mano hacia su rostro, como para ocultarlo.

—Asesinada la bey del sandalman. Era necesario. Para salvar el tesoro.

Miré a la pequeña bey. Seguía sujetando la bolsita de plástico, dándole vueltas y vueltas con sus manos de aspecto sucio.

—Nadie asesinó a la bey —dije—. Está aquí, a mi lado.

Ella no me oyó. La inyección estaba haciendo efecto. Su mano se relajó y se deslizó sobre su pecho. Allá donde había apretado contra su frente y mejilla los dedos habían dejado profundas huellas en la piel blanda como cera. La presión de sus dedos había aplanado las apanaladas protuberancias al extremo de sus dedos, empujándolas hacia atrás, de modo que las puntas de sus huesos parecían brotar de la piel.

Abrió los ojos.

—Jack —dijo con claridad, y su voz sonaba tan impotente que tendí la mano y apagué el traductor—. Demasiado tarde.

Lacau pasó junto a mí y alzó la sábana de red de plástico.

—¿Qué ha dicho? —preguntó.

—Nada —respondí, quitándome de un tirón los plastiguantes y arrojándolos a la caja de embalaje abierta que estábamos utilizando para las cosas que había tocado Evelyn. La bey estaba jugueteando todavía con la bolsita de plástico en la que había envuelto el papel empapado en sangre. Se la quité y la arrojé a la caja—. Delira —dije—. Le administré una inyección. ¿Ha llegado la nave?

—No —indicó—. Pero el sandalman sí.

—La maldición —murmuró Evelyn. Pero no la creí.

Había llenado ya casi ocho columnas con todo mi repertorio de maldiciones cuando intercepté el mensaje de Lacau. Estaba a medio cruzar el interminable desierto del continente de Colchis con el equipo de Lisii. Ya no me quedaban más cosas que contar acerca de los increíbles hallazgos del equipo, que consistían en dos vasijas de arcilla y algunos huesos negros. Las dos vasijas constituían más que lo que había hallado el equipo de Howard en la Espina en cinco años, y mi equipo transmisor no había dejado de hacer ruidos acerca de sacarme de allí en el próximo circuito de la nave.

No creo que lo hicieran mientras Prensa Asociada siguiera manteniendo a Bradstreet en el planeta. Cuando (y si) alguien encontrara el tesoro que todo el mundo estaba buscando, el equipo de transmisión de aquél que siguiera todavía en Colchis sería la que daría la noticia. Mientras tanto, había que mantener el interés para dar a entender que me hallaba en el lugar preciso y en el momento preciso cuando finalmente estallara la historia del siglo, de modo que me encaminé al norte para cubrir una masacre insignificante de los suhundulium, y luego de allí a Lisii. Cuando las vasijas de loza no dieron más de sí, se me ocurrió lo de la maldición.

No era gran cosa como maldición —nada de muertes, ni avalanchas, ni fuegos misteriosos—, pero de tanto en tanto alguien se dislocaba un tobillo o era mordido por una kheper, de modo que siempre tenía algo para llenar mi columna.

Tras enviar la primera, encabezada: «La maldición de los reyes golpea de nuevo», Howard, en la Espina, me envió un tierra-a-tierra que decía: «¡La maldición ha de hallarse en el mismo lugar que el tesoro, Jackie, muchacho!»

Radié de vuelta: «Si el tesoro está por aquí, ¿qué estoy haciendo yo ahí? Encuentra algo para que pueda volver.»

No obtuve respuesta a eso, y el equipo en Lisii no encontró más huesos, y la maldición creció y creció. Seis rocas del tamaño de la uña de mi dedo pulgar rodaron por una ladera de lava que el equipo en Lisii acababa de bajar, y titulé mi historia: «Misterioso desprendimiento casi sepulta a unos arqueólogos: ¿se trata de la maldición de los reyes?», y estaba transmitiéndola cuando oí el siseo que me avisaba de las transmisiones del cónsul. Se supone que los periodistas no deben interferir las transmisiones oficiales, y Lacau, el cónsul en la Espina, había tomado dobles precauciones para asegurarse de que esto no ocurriera, pero los transmisores no tienen tantas líneas como eso, y yo había dispuesto del tiempo suficiente en Lisii para irlas probando todas.

Era una petición a una nave. Al final había una palabra: «Urgente». La nave del circuito estaba a sólo un mes de distancia, pero no podía esperar su llegada. Habían encontrado algo.

Transmití el resto de mi historia. Luego pulsé tierra-a-tierra y envié a Howard una copa del titular con la coletilla: «¿Todavía no has encontrado nada?». No obtuve respuesta.

Salí en busca del equipo y les pregunté si alguien necesitaba algo del campamento base: uno de los compañeros se había puesto enfermo y tenía que ir allí. Hice una lista de lo que deseaban, cargué mi equipo en el jeep y partí hacia la Espina.

Estuve transmitiendo historias durante todo el camino, enviándolas, vía tierra-a-tierra, al enlace que mantenía en mi tienda en Lisii, de modo que Bradstreet creyera que seguía transmitiéndolas desde allí. Tenía que detener el jeep cada vez y plantar el equipo transmisor, pero no deseaba que él se diera cuenta de que me encaminaba a la Espina. Él aún estaba muy al norte, esperando otra masacre, pero disponía de un Golondrina que podía llevarlo a la Espina en un día y medio.

Así que envié una historia encabezada: «Las khepers amenazan la vida del equipo: ¿agentes de la maldición?», hablando de las rechonchas khepers, que chupaban la sangre de cualquiera que fuese lo bastante estúpido como para meter la mano en un agujero. Puesto que el equipo en Lisii se ganaba la vida haciendo precisamente eso, sus brazos estaban salpicados de pequeños círculos blancos de piel muerta allá donde el veneno había entrado en su sangre. Las mordeduras no sanaban, y tu sangre era tóxica durante una o dos semanas, lo cual impulsó a alguien a colocar un cartel en los barracones que decía: «No se permiten mordiscos», con una calavera y dos tibias cruzadas debajo. No dije eso en mi artículo, por supuesto. Las convertí en agentes de la maldición mortal, lanzando su venganza contra cualquiera que se atreviese a turbar el sueño de los antiguos reyes de Colchis.

El segundo día intercepté la respuesta de una nave. Era un carguero amenti, y estaba muy lejos, pero acercándose. Podría estar allí en una semana. La respuesta de Lacau fue sólo una palabra: «Apresúrense.»