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Si quería llegar antes que la nave no podía perder más tiempo enviando historias. Recurrí a algunas antiguas cintas que había grabado por anticipado, deliberadamente intemporales, y las utilicé: un artículo halagador sobre Lacau, el sufrido cónsul que debía mantener la paz y dividir el tesoro, entrevistas con Howard y Borchardt, un artículo no tan halagador sobre el dictador local, el sandalman, una recapitulación del descubrimiento accidental de las saqueadas tumbas de la Espina que habían hecho acudir a Howard y su grupo. Corría un riesgo transmitiendo todas aquellas historias en mi camino a la Espina, pero esperaba que Bradstreet comprobara el origen de las transmisiones y decidiera que yo estaba intentando engañarle. Con un poco de suerte partiría inmediatamente hacia Lisii en su maldito Golondrina, convencido de que el equipo de allí había encontrado algo y yo estaba intentando mantenerlo en secreto hasta poder transmitir toda la historia.

Entré en el poblado del sandalman seis días después de abandonar Lisii. Estaba todavía a un día y medio de la Espina, pero con la llegada de la nave prevista para dentro de dos días tenían que estar aquí, donde la nave podía aterrizar, y no allá fuera en la Espina.

Había un silencio mortal sobre el recinto de arcilla blanca, que me hizo recordar otro lugar. Eran un poco pasadas las cinco: la hora de la siesta vespertina. Nadie se levantaría al menos hasta las seis, pero de todos modos llamé a la puerta del cónsul. No había nadie en casa, y el lugar estaba cerrado a cal y canto. Miré por entre las cortinas de las ventanas, pero no pude ver mucho. Lo que sí pude ver fue que el equipo transmisor de Lacau no estaba sobre su escritorio, y eso me preocupó. Tampoco había nadie en el bajo edificio que acostumbraba a utilizar como barracón de alojamiento el equipo de la Espina, así que, ¿dónde infiernos estaba todo el mundo? No podían seguir en la Espina, no con una nave a punto de llegar. Quizá la nave había llegado y se había vuelto a marchar dos días antes de lo previsto.

No había enviado un artículo desde anteayer. Se me habían agotado las cintas y no me había atrevido a correr el riesgo de detenerme y montar el equipo cuando eso podía significar llegar demasiado tarde. Allá en Lisii, retenía mis historias durante dos o tres días y luego las enviaba todas juntas a fin de que Bradstreed no sacara conclusiones apresuradas si alguna vez dejaba de emitir. Pero pronto iba a darse cuenta de que pasaba algo, y yo no podía hacer nada. No podía dirigirme a la Espina hasta que hubiera hablado con alguien y me hubiera asegurado de que las cosas eran como eran, y tampoco podía viajar de noche, así que me senté en el bajo escalón de arcilla del porche del barracón, instalé mi equipo transmisor, y rastreé la nave. Seguía en su rumbo previsto. Estaría allí pasado mañana. De modo que, ¿dónde estaba el equipo? ¿La maldición golpea de nuevo? ¿Él equipo ha desaparecido?

No podía contar esa historia, así que redacté un par de columnas sobre uno de los miembros del equipo de Howard al que aún no conocía: Evelyn Herbert. Se había unido al equipo inmediatamente después de que yo fuera al norte a cubrir la masacre, y no sabía mucho acerca de ella. Bradstreet había dicho que era hermosa. Aunque en realidad no era eso exactamente lo que había dicho. Había dicho que era la mujer más hermosa que jamás hubiera visto, pero eso era debido a que nos hallábamos varados en Khamsin y él había bebido un quinto de ginebra en interminables botellas de Coca.

—Tiene un rostro como el de Helena de Troya —dijo—. Un rostro que podría encajar… —La comparación que siguió no era nada que pudiera encajar con cualquier cosa susceptible de ser hallada en Colchis, pero ninguno de los dos estaba lo bastante sobrio para pensar en ello—. Incluso el sandalman está loco con ella.

Yo me había negado a creerlo.

—No, de veras —había protestado estropajosamente Bradstreet—. Le ha hecho regalos, incluso le ha cedido su propia bey. Deseaba que ella se trasladara a su mansión privada, pero ella se negó. Te lo digo, tendrías que verla. Es realmente hermosa.

Yo seguía sin creer nada, pero aquello constituía una buena historia. La transmití como el romance del siglo, y aquello sirvió para el artículo de ayer. ¿Pero y el artículo de hoy?

Di una vuelta y volví a llamar a todas las puertas. Todo seguía estando horriblemente tranquilo, y aquello me hizo recordar otra escena: Khamsin inmediatamente después de la masacre. ¿Y si el histérico «¡Apresúrense!» de Lacau tenía algo que ver con el sandalman? ¿Y si el sandalman había echado un vistazo al tesoro y había decidido que lo quería todo para él? Volví a sentarme, y transmití una historia sobre la Comisión. Allá donde surgía una controversia sobre hallazgos arqueológicos, la Comisión de Antigüedades acudía y se hacía cargo de ellos hasta que alguien se cansaba y se mostraba dispuesto a ceder. Todo el mundo la tomaba más en serio de lo que realmente se merecía. En una ocasión fue llamada incluso para decidir a quién pertenecía un planeta cuando las excavaciones demostraron que los considerados como nativos habían llegado en realidad a él en una nave espacial, hacía varios miles de años. La Comisión se tomó el asunto de forma impasible, estudiándolo como si los neandertales exigieran que se les devolviera la Tierra: escuchó todas las pruebas durante algo más de cuatro años, dando la impresión de que iba a hacer algo, para retirarse finalmente a revisar la gran acumulación de testimonios recogidos mientras dejaba que los lados en confrontación resolvieran por sí mismos sus problemas. Todavía seguía con su revisión diez años más tarde, pero en el artículo no dije nada de eso. Escribí sobre la Comisión presentándola como el brazo de la justicia arqueológica: justa pero inflexible, y dispuesta a pararle los pies a cualquiera que se mostrara demasiado codicioso. Quizá eso hiciera que el sandalman se lo pensara dos veces antes de masacrar el equipo de Howard y quedarse todo el tesoro para él, si no lo había hecho ya.

Seguía sin detectarse ningún signo de vida, y me pregunté si aquello no significaría que no había ningún signo de vida. Hice de nuevo el recorrido de todas las puertas, temeroso de que alguna de ellas pudiera abrirse sobre un montón de cadáveres. Pero, al contrario que en Khamsin, aquí no había señales de destrucción. No se había producido ninguna masacre. Probablemente estaban todos con el sandalman, cavando en busca del tesoro.

No había forma de ver nada en el interior del recinto a causa de sus altas paredes. Hice resonar la extravagante puerta de hierro forjado, y salió una bey a la que no conocía. Llevaba una linterna de fotosene, para colgarla junto a la puerta de hierro por su parte interior y encenderla antes de que se pusiera el sol, y no estuve seguro de que me hubiera oído golpear la puerta. Parecía vieja.

Eso es algo difícil de decir con las beys, que nunca alcanzan más de los doce años de edad. Su negro pelo no se vuelve gris, y normalmente no llegan a perder sus negros dientes, pero ésta llevaba un atuendo negro en vez de virado a un color, lo cual significaba que poseía un alto status en la casa del sandalman, pese a que no la recordaba, y sus antebrazos estaban cubiertos de mordeduras de kheper. O bien era excepcionalmente curiosa, incluso para una bey, o había viajado mucho.

—¿Está aquí el sandalman? —pregunté.

No respondió. Colgó la linterna en un gancho al lado de la puerta, por la parte de dentro, y observó mientras el charco de líquido fotoquímico de su base prendía.

—Necesito ver al sandalman —dije con voz más fuerte. Debía ser dura de oído.

—No hay nadie dentro —murmuró, con su cóncavo rostro impasible. ¿Significaba eso que el sandalman no estaba allí, o que se suponía que no debía dejar entrar a nadie?

—¿Está el sandalman? —insistí—. Necesito verle.