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—No hay nadie dentro —repitió. Había sido mucho más fácil conseguir información de otra de las beys del sandalman. Le había dado un espejito de bolsillo, y me había hecho con una amiga de por vida. Era probable que el hecho de que no estuviera ahora allí significase que el sandalman no estaba tampoco. ¿Pero dónde habían ido?

—Soy periodista —dije, y le mostré mi tarjeta de prensa—. Muéstrale esto. Creo que querrá hablar conmigo.

Miró la tarjeta, pasó su dedo de aspecto sucio sobre el suave plástico y le dio la vuelta.

—¿Dónde está? ¿Fuera, en la Espina?

La bey volvió a girar la tarjeta, observando su parte delantera. Quiso meter el dedo en la holobandera de la confederación, como si creyera poder pasarlo entre las letras tridimensionales.

—¿Dónde está Lacau? ¿Dónde está Howard? ¿Dónde está el sandalman?

Puso la tarjeta de lado y miró atentamente el filo. Volvió a ponerla de cara, contempló las letras, y la giró de nuevo de lado, lentamente, observando como se aplanaba el efecto tridimensional.

—Mira —dije—. Puedes quedarte con la tarjeta de prensa. Es un regalo. Sólo dile a tu jefe que estoy aquí.

Estaba intentando atrapar las letras tridimensionales con la punta de su negro dedo. Nunca hubiera debido mostrarle la tarjeta.

Abrí mi mochila, saqué una botella de Coca y se la tendí, justo a ese lado de la puerta. Alzó la vista de la tarjeta el tiempo suficiente para agarrarla. Di un paso atrás.

—¿Dónde están los excavadores? —pregunté, y entonces recordé que son las mujeres bey quienes se ocupan de todo, si el hacer recados para los suhundulims y beber Coca puede llamarse ocuparse de todo, pero al menos ellas estaban levantadas la mayor parte del día. Los beys masculinos dormían, y las mujeres beys los ignoraban como ignoraban a cualquier otro macho que no les diera una orden directa, pero podían captar a otra mujer—. ¿Dónde está Evelyn Herbert?

—En la gran nube —dijo.

¿La gran nube? ¿Qué significaba eso? La estación de las grandes tormentas que empapaban el desierto aún no había llegado. ¿Un fuego? ¿Una nave?

—¿Dónde? —pregunté.

Tendió la mano hacia la botella de Coca. Casi dejé que la cogiera.

—¿Dónde la gran nube?

Señaló hacia el este, en dirección al lugar donde los afloramientos de lava formaban una baja cornisa. La llana cuenca que se extendía más allá era donde aterrizaban las naves. ¿Y si alguna otra nave había respondido al mensaje de Lacau? ¿Alguna nave que hubiera llegado y se hubiera ido ya, con el equipo y el tesoro con ella?

—¿Una nave? —dije.

—No —respondió, e hizo de nuevo un gesto hacia la Coca—. La gran nube.

Se la di. Se retiró hacia los escalones frontales del edificio principal y se sentó. Agitó la Coca con una mano y volvió hacia uno y otro lado la tarjeta con la otra, haciéndola destellar a la luz del sol.

—¿Cuánto tiempo lleva allí? —pregunté.

Ni siquiera pareció haberme oído.

De camino hacia la cornisa me convencí a mí mismo de que la bey había visto un demonio de polvo. No quería creer que una nave hubiera llegado y partido con el tesoro y el equipo. Quizá, si se trataba de la nave, aún estuviera allí.

No estaba. Pude ver el círculo de casi un kilómetro de quemada tierra donde siempre aterrizaban las naves antes incluso de alcanzar la cornisa, y estaba vacío, pero seguí adelante. Y allí estaba la gran nube. Un geodomo de malla de plástico en medio de la cuenca. El landrover del cónsul estaba estacionado en su extremo más alejado, junto con varios orugas que debían haber sido usados para traer el tesoro desde la Espina.

Oculté el jeep tras una prominencia de lava y luego fui arrastrándome por entre las rocas hasta poder ver la puerta delantera.

Había un par de guardianes suhundulims custodiando la tienda, lo cual constituía la mejor prueba de que el tesoro todavía estaba allí. La única regla de la Comisión decía que los arqueólogos eran dueños de la mitad de todo lo que se encontrara, y los «nativos» de la otra mitad. El sandalman debía querer asegurarse de recibir su parte. Me sorprendió que Howard no hubiera apostado también una guardia, puesto que la regla especificaba que cualquier intento de fraude con el tesoro hallado significaba la entrega inmediata de su totalidad a la parte que se había intentado engañar. En Lisii los guardias se habían sentado prácticamente encima de aquellos pobres esqueletos y vasijas de loza para asegurarse de que nadie se metiera en el bolsillo una astilla de hueso, y esperando que alguien lo hiciera para poder reclamar todo el tesoro por intento de fraude.

Nunca podría pasar más allá de los guardias del sandalman. Si quería una historia tendría que ir por la puerta de atrás. Retrocedí hasta donde estaba el jeep y luego descendí la cornisa, manteniendo entre mi persona y los guardias tanta roca como me fue posible. No me llevé mi equipo transmisor. No estaba seguro de poder entrarlo conmigo, y no deseaba que alguien lo confiscara sobre la base de que transmitir una historia era una forma de engaño. Además, la negra lava estaba acribillada de agujeros de afilados bordes. No deseaba correr el riesgo de que el equipo se me cayera y rompiese.

Me mantuve oculto de la vista durante tanto tiempo como me fue posible, y luego corrí cruzando la arena hasta el lado del domo, lejos del landrover del cónsul, y me agaché junto a la capa exterior de la malla. La tienda no tenía ninguna puerta trasera. No lo había esperado tampoco. El equipo en Lisii tenía una tienda exactamente igual a ésta donde almacenaban sus vasijas de arcilla, y la única forma de entrar era colándose bajo la malla. Pero los lados interiores de esta «gran nube» estaban ocupados con cajas y equipo hasta la misma pared.

Fui bordeando el lado de la tienda hasta llegar a un lugar donde el plástico cedía un poco, y abrí una raja con mi cuchillo. Miré por ella, no vi nada excepto otra malla de plástico a unos pocos metros, y me deslicé dentro.

Asusté casi de muerte a la pequeña bey que estaba de pie allí. Se aplastó contra una de las cajas de embalaje, aferrando una botella de Coca con una paja en ella.

También me asustó a mí.

—Chisss —dije, y apoyé un dedo contra mis labios, pero ella no gritó. Se aferró a la botella de Coca como si de ella dependiese su vida y empezó a retroceder.

—Hey —dije suavemente—, no te asustes. Me conoces. —Ahora sabía dónde tenía que estar el sandalman, porque aquella era su bey. La vieja en la puerta del recinto debía haber sido dejada de guardia allí mientras ellos estaban fuera—. Recuerda: yo fui quien te dio el espejito —susurré—. ¿Dónde está tu jefe? ¿Dónde está el sandalman?

Se detuvo y me miró, con sus enormes ojos muy abiertos. —Espejito —dijo, y asintió, pero no se me acercó ni soltó la botella de Coca.

—¿Dónde está el sandalman? —pregunté de nuevo. Ninguna respuesta—. ¿Dónde están los excavadores? —inquirí. De nuevo ninguna respuesta—. ¿Dónde está Evelyn Herbert?

—Evelyn —dijo, y tendió uno de sus brazos de aspecto sucio para señalar en dirección a una cortina de plástico. Me agaché y la crucé.

Aquella parte de la tienda estaba forrada por todos lados con malla de plástico, que la convertía en una especie de habitación de techo bajo. Las cajas de embalaje que estaban apiladas contra el lado de la tienda cortaban el paso a casi toda la luz del atardecer, de modo que apenas podía ver nada. Había como una especie de hamaca cerca de la pared, envuelta con más red de plástico. Pude oír a alguien que respiraba pesada e irregularmente.

—¿Evelyn? —llamé.

La bey me había seguido al interior de la habitación.

—¿Hay alguna luz por aquí? —le pregunté. Pasó agachándose por mi lado y tomó de una hilera de luces un solo bulbo que colgaba de una maraña de cuerdas. Luego retrocedió de nuevo hacia la pared más alejada. La respiración procedía de la hamaca.