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Lo cual explicaba por qué la bey del sandalman estaba allí, en cuarentena con los arqueólogos, cuando nadie más, ni siquiera los guardias del sandalman, ponían el pie dentro de la tienda. No era la enfermera de Evelyn. Era la única esperanza de la expedición.

Y no iba a atrapar nada. El sandalman había dado su plazo de gracia. Había aceptado dejarla con el equipo. Nunca lo hubiera hecho de haber tenido la más remota posibilidad de que atrapara el virus. Así que no había que confiar en ello. A menos que Evelyn supiera de qué veneno se trataba. A menos que ella hubiera amenazado con envenenar a la bey del sandalman. A menos que eso fuera lo que contenía el mensaje.

—¿Por qué no se limitó a matar al equipo allí mismo en la tumba? —dije—. Si todo lo que quiere es el tesoro, ¿por qué no hizo que todos resultaran sepultados por un desprendimiento o algo parecido y lo calificó como un accidente?

—Hubiera habido una investigación. No podía arriesgarse a ello.

Estaba a punto de preguntar por qué no podía, pero pensé en algo más importante.

—¿Dónde está él ahora?

—Ha ido al norte, a Khamsin, para reunir un ejército —dijo.

Khamsin. Así que el sandalman no estaba en el recinto después de todo, y probablemente la bey se estaba dando a estas alturas un gran banquete con el mensaje de Evelyn. Y cuando llegara a Khamsin nada que yo dijera podría convencer a Bradstreet que no estaba ocurriendo algo. Me pregunté si Lacau habría pensado ya en aquello.

Abrió la jaula.

—Lo llevaré a ver a Evelyn Herbert —dijo—. Pero primero quiero que envíe una historia.

—De acuerdo —dije. Ya había decidido qué iba a enviar. No era algo capaz de engañar a Bradstreet, pero quizá pudiera desconcertarle lo suficiente hasta que yo consiguiera el resto.

—Primero quiero una copia —dijo Lacau.

—Este transmisor no dispone de impresora —señalé—, pero puede situar el mensaje en tiempo de espera y borrar todo lo que quiera del monitor antes de transmitirlo. —Señalé al botón de retención.

—De acuerdo —admitió.

—Lo pondré fijo —dije, pero pese a todo mantuvo su mano encima del botón durante todo el mensaje.

Tecleé un código privado de prioridad que decía: «Grandes acontecimientos en la Espina. Reserven 12 columnas.»

—¿Está intentando mantenerlo lejos de la Espina? —dijo Lacau—. No lo conseguirá. Verá el domo. De todos modos, él no puede descifrar un mensaje oficial, ¿verdad?

—Por supuesto que puede. ¿Cómo piensa que yo supe que tenía usted una nave acercándose? Pero él también sabe que yo sé que puede, de modo que no confiará en este mensaje. Ese es el que creerá. —Tecleé el código de transmisión por tierra, introduje el mensaje, y aguardé a que el transmisor me dijera que no podía hacerlo. No podría hasta que Lacau soltara el botón de retención, y ni siquiera tuve que decírselo. Alzó la mano y la apoyó en su barbilla y observó la pantalla.

Aguardé el tiempo que me tomaría sopesar las posibilidades de que Bradstreet ignorara un mensaje local si no fuera precedido de un código de prioridad y luego decidir enviarlo directamente. «Vuelvo tan rápido como pueda. Aguarda», tecleé. Y firmé: «Jackie.»

—¿A quién va destinado este mensaje? —preguntó Lacau.

—A nadie. Tengo instalado un relé automático en mi tienda. Pondré el mensaje en almacenamiento y lo guardaré allí. Por la mañana enviaré un artículo sobre la Espina. Será transmitido desde aquí, que está a un día de camino de la Espina.

—De este modo él pensará que está haciendo usted exactamente lo que dice. Encaminándose hacia Lisii.

—Sí —dije—. Ahora, ¿vamos a ver a Evelyn Herbert?

—De acuerdo —respondió, y echó a andar por entre el laberinto de cajas y cables eléctricos, conmigo a sus talones. A medio camino se detuvo y dijo, como acabara de recordar algo:

—Esa… cosa que lanzaron contra el equipo es más bien mala. El aspecto… Bueno, prefiero que esté preparado.

—Soy periodista —respondí, pensando que así, si no me mostraba lo horrorizado que él esperaba, Lacau lo adjudicara al hecho de que estaba acostumbrado a ver horrores. Pero hablé para nada. No tuve ningún problema en expresar mi horror. El aspecto de Evelyn era mucho peor que la primera vez.

Lacau había puesto algo sobre su pecho. Estaba conectado a la tela de araña de cables de encima. Preparé el traductor. No había mucho que pudiera hacer hasta que Evelyn nos diera un punto de inicio, pero lo preparé de todos modos, y la bey me observó hacerlo, toda ojos. Lacau se puso unos plastiguantes y se inclinó sobre la hamaca para mirar a Evelyn.

—Le di su inyección hace media hora —dijo—. Serán unos cuantos minutos más.

—¿Qué le está dando? —pregunté.

—Dilaudid y morfatos de sulfadina. Es todo lo que había en el equipo de primeros auxilios. Había también unidades IV, pero se rasgaban.

Lo dijo sin emoción, como si no hubiera sufrido el horror de intentar fijar una IV en un brazo que podía cortar la unidad IV en tiras en unos segundos. No parecía sentir ningún miedo hacia ella.

—El dilaudid la deja fría durante aproximadamente una hora, y después de eso se muestra más bien lúcida, pero sufre mucho dolor. Los morfatos son mejores para el dolor, pero la dejan KO tras apenas un par de minutos.

—Si la cosa va a tardar un poco, voy a mostrarle a la bey el traductor —dije—. Si la llevo aparte y se lo explico todo, disminuíremos las posibilidades de encontrarlo destrozado mañana. ¿De acuerdo?

Asintió, y se inclinó de nuevo para examinar a Evelyn.

Aparté el rostro de la caja, hice un gesto a la bey, y empecé mi explicación. Cada chip, cada tecla, cada circuito. Los saqué todos y dejé que los manoseara, los alzara a la luz, se los metiera en la boca, y finalmente los devolviera al lugar que correspondía con sus propias manilas sucias. A medio proceso se fue de nuevo la electricidad, y durante cinco minutos permanecimos sentados a la débil claridad del atardecer, pero Lacau no hizo ningún movimiento para alzarse o encender la lámpara de fotosene.

—Es el respirador —dijo—. Tengo otro conectado con Borchardt. Sobrecargan el generador. —Deseé que las luces volvieran para poder ver con mayor claridad su rostro. Me sentía más bien dispuesto a creer que el generador se sobrecargaba. El que teníamos en Lisii estaba fuera de servicio la mitad del tiempo sin tener que ocuparse de respiradores, pero estaba seguro de que mentía. Era ese refrigerador de doble puerta cerca de mi jaula el que estaba sobrecargando el generador y haciendo que se apagaran las luces. ¿Y qué había en ese refrigerador? ¿Coca-Colas?

Volvieron las luces. Lacau se inclinó sobre Evelyn, y la pequeña bey y yo colocamos de nuevo el último chip en su sitio y pusimos otra vez la tapa del traductor. Le di un viejo cable quemado para que lo conservara, y la bey se fue a un rincón para examinarlo.

—¿Evelyn? —dijo Lacau, y ella murmuró algo.

—Creo que estamos preparados —indicó Lacau—. ¿Qué es lo que quiere que diga?

Le tendí un micro de pinza para que lo sujetara a la malla de plástico que cubría parcialmente su cabeza.

—Refrigerador —señalé, y me di cuenta de que había ido demasiado lejos. Estaba haciendo méritos para volver a la jaula—. Deje que diga lo que quiera para que yo pueda empezar. Su nombre. Cualquier cosa.

—Evie —dijo él, y su voz era sorprendentemente gentil—. Tenemos aquí una máquina que puede ayudarte a hablar. Quiero que digas tu nombre.

Ella dijo algo, pero la máquina no lo captó.

—El micro no está lo bastante cerca —indiqué.

Lacau bajó un poco la malla de plástico, y ella emitió de nuevo el sonido, y esta vez llegó hasta el aparato como estática. Moví diales en busca de un sonido inicial, pero no lo conseguí.