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Reiko sabía que su padre tenía debilidad por las mujeres jóvenes, en las que suponía que la veía a ella. Además, a diferencia de muchos funcionarios, le importaba hacer justicia aun cuando hubiese una paria de por medio.

– Eso me lleva al motivo por el que te he invitado al juicio -prosiguió el magistrado-. Presiento que en este caso hay más de lo que se ve a simple vista. Quiero saber la verdad sobre esos asesinatos, pero no estoy en condiciones de buscarla por mi cuenta. Tengo el calendario repleto de juicios y mi personal no da abasto. En consecuencia, debo pedirte un favor: ¿investigarás el crimen y determinarás si Yugao lo cometió?

Reiko sintió un fogonazo de júbilo y emoción.

– ¡Sí! -exclamó-. ¡Me encantaría!

Ahí tenía una nueva oportunidad sin precedentes: todo un misterio para que lo resolviera ella sola, y no una mera parte en un caso de Sano.

El magistrado sonrió ante su entusiasmo.

– Gracias, hija. Sé que últimamente andas sobrada de tiempo, y decidí que eras la persona adecuada para la tarea.

– Gracias, padre -dijo Reiko, ilusionada por el respeto que implicaban sus palabras. En un tiempo el magistrado había menospreciado sus habilidades como detective y había creído que su lugar estaba en casa cuidando de los asuntos domésticos; en aquel entonces no le hubiese permitido acometer un trabajo reservado por lo común a los hombres. Ningún funcionario normal le pediría algo así a su hija. nadie salvo su padre, que comprendía su necesidad de aventuras y de probar su valía, esperaría semejante favor de la esposa del chambelán-. Empezaré de inmediato -añadió-. Primero me gustaría hablar con Yugao. A lo mejor consigo que a mí me cuente lo que pasó de verdad la noche de los asesinatos.

Quizá Reiko también se llevaría la satisfacción de demostrar la inocencia y salvar la vida de una joven.

Capítulo 3

Sano y los investigadores Marume y Fukida recorrieron con paso veloz los pasadizos de piedra que descendían colina abajo desde el palacio, atravesando puestos de control con centinelas. Encontraron a dos soldados del caballero Matsudaira vigilando la entrada del hipódromo. Los hombres los dejaron pasar. Cuando las puertas se cerraron a sus espaldas, examinaron lo que los rodeaba.

Una muchedumbre de hombres, que parecían espectadores de la carrera, esperaban en corrillos o sentados en las gradas. Sus ropajes chillones los convertían en puntos de color sobre el telón de fondo de pinos verde oscuro que bordeaba el recinto. Los soldados de Matsudaira deambulaban de un lado para otro, vigilando a todo el mundo. Un grupito de ellos formaba un círculo en un extremo de la pista de tierra, ovalada y sin adornos. Sano supuso que vigilaban el cadáver. En los establos, dispuestos a lo largo de una pared relinchaban los caballos. En el cielo había luz todavía, pero el sol había bajado y la colina que dominaba el complejo proyectaba su sombra sobre el circuito. El calor de la tarde había empezado a ceder paso al fresco del anochecer. En ese momento los espectadores repararon en Sano y se abalanzaron hacia él. Reconoció a unos cuantos como burócratas de poca monta, de los que ejercían cometidos vagos y disponían del tiempo libre suficiente para ver carreras de caballos. Experimentó el arrebato de emoción con que iniciaba toda nueva investigación cuando era sosakan-sama. Sin embargo, también sintió tristeza porque echaba de menos a Hirata, su vasallo mayor, que antaño prestara su experta y leal asistencia a las investigaciones de Sano. En la actualidad Hirata tenía otros deberes aparte de estar a mano cuando Sano lo necesitara.

Un hombre se adelantó de la muchedumbre.

– Saludos, honorable chambelán. -Se trataba de un fornido samurái de unos cuarenta años, con la cara morena y franca y una actitud deferente pero respetuosa. Sano lo reconoció como el dueño del hipódromo-. ¿Puedo preguntar por qué nos retienen aquí? -Unos murmullos airados de los espectadores se hicieron eco de su pregunta-. ¿Qué sucede?

– Saludos, Oyama-san -dijo Sano, y explicó-: Estoy aquí para investigar la muerte del jefe Ejima. El caballero Matsudaira cree que se trata de un asesinato.

– ¿Asesinato? -Oyama arrugó la frente de sorpresa a incredulidad. Entre los espectadores surgieron exclamaciones ahogadas-. Con el debido respeto al caballero Matsudaira, eso no puede ser. Ejima se cayó del caballo durante la carrera. Yo lo vi. Me encontraba en la línea de meta, a menos de cinco pasos de él cuando sucedió.

– Pareció desmayarse en la silla justo antes de caer -dijo un espectador-. Se diría que le falló de repente el corazón.

Sano vio varios asentimientos de cabeza y oyó murmullos de corroboración. Lo asaltaron sensaciones encontradas. Si los testigos estaban en lo cierto, aquella muerte no era un asesinato, las otras tres probablemente tampoco y su investigación sería corta. Presintió que se llevaría un fiasco. Luego pensó que por lo menos eso significaría que el régimen estaba a salvo y que se alegraría de aplacar los temores de Matsudaira. Sin embargo, por el momento debía permanecer abierto a todo.

– Mi investigación determinará si Ejima fue víctima de juego sucio o no -dijo-. Hasta que haya terminado, se trata de un caso de muerte sospechosa. El hipódromo recibirá trato de escenario del crimen y vosotros sois todos testigos. Debo pediros que declaréis sobre lo que habéis visto.

Detectó irritación en los rostros. Notó que pensaban que el caballero Matsudaira se daba demasiada prisa en ver malignas conspiraciones por todas partes y que estaba perdiendo su propio tiempo además del de ellos. Sin embargo, nadie osaba llevarle la contraria al brazo derecho del sogún. Sano pensó que su nueva condición tenía sus ventajas.

– Fukida-san, empieza a tomar declaración a los testigos. Marume-san, acompáñame-dijo a sus hombres.

El detective delgado, serio y con aspecto de estudioso empezó a ordenar a la muchedumbre en una fila. El jovial y musculoso acompañó a Sano mientras cruzaba la pista con paso resuelto. El dueño del hipódromo los siguió. Cuando se acercaron al cuerpo, los soldados que lo rodeaban se hicieron a un lado. Sano y sus acompañantes se detuvieron y contemplaron el cadáver.

Ejima yacía tumbado de espaldas, con los brazos y las piernas torcidos, sobre una raya negra ancha y difuminada pintada en la pista. Su yelmo de hierro le cubría la cabeza y la cara. Sano le veía los ojos, apagados y perdidos en la nada, por la visera abierta. Su cota de armadura metálica presentaba abolladuras. Tenía manchas de sangre y suciedad en el quimono de seda azul, los pantalones, los calcetines blancos y las sandalias de paja. -Parece que le hayan pegado una paliza -comentó Marume.

– Los caballos lo pisotearon -explicó Oyama-. Se cayó justo delante de sus cascos. Fue todo muy rápido, y los demás jinetes lo seguían muy de cerca, no hubo tiempo para que ninguno se apartara. -Por lo menos ganó su última carrera -dijo Marume.

– ¿Lo han notificado a la familia? -le peguntó Sano a Oyama.

– Sí. Mi ayudante se ha ocupado.

– ¿Lo ha tocado alguien después de que se cayera?

– Yo le di la vuelta para ver lo malherido que estaba y tratar de ayudarlo. Pero ya no había nada que hacer.

– ¿Han limpiado la pista desde su muerte?

– No, honorable chambelán. Cuando he mandado informar al caballero Matsudaira, sus hombres han venido con órdenes de que no se alterase nada.

Sano se sentía cohibido por los soldados, que aguardaban demasiado cerca para ver qué hacía.

– Esperad allí -les ordenó a ellos y a Oyama, señalando otro punto de la pista.

Cuando se hubieron alejado, le dijo a Marume:

– Suponiendo que Ejima no haya muerto de un ataque el corazón, podría haberlo matado la caída. Pero entonces la pregunta es: ¿qué provocó la caída?

– A lo mejor alguien le lanzó una piedra desde las gradas, le dio en la cabeza y lo dejó inconsciente. Todos los demás estarían demasiado enfrascados en la carrera para darse cuenta. -Marume dio unos pasos alrededor del cadáver pateando unas piedras diseminadas por la tierra-. Una de éstas podría ser el arma homicida.