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Su pequeña vuelta al mundo había comenzado en Ibiza. Desde allí, Marruecos, Túnez, Estambul, y otra vez Ibiza.

En la isla, Sonia se acostaba con un chico italiano, Aldo, pero no siempre o no sólo con él.

Gracias a Aldo, constató lo que ya había aprendido con Alfredo Flin, el profesor de arte dramático que tenía loquitas a todas las chicas del Instituto de Los Oscuros: que el sexo la atraía de una manera incontrolable, compulsiva, y que podía practicarlo, sin prisa y sin pausa, con cualquier chico que tuviera las manos limpias -¡eran tan importantes las uñas!-, experimentando un ansia creciente de poseer y ser poseída. No había nada como un orgasmo. Nada que se le pudiera comparar.

Si acaso, otro orgasmo.

Pero, ¿cuándo segregaría su vientre el delirio del pulpo, el sensual estallido que Alfredo Flin comparaba con una erupción volcánica, con un terremoto? «Con el fuego y la creación», solía recordarle su profesor de teatro, en sus escabrosas conversaciones telefónicas.

De manera esporádica, Sonia se había mantenido en contacto con Alfredo Flin, pues no renunciaba al sueño de convertirse en actriz. Otros alumnos de Los Oscuros habían hecho real esa utopía. Junto con María, la gemela Bacamorta que había estudiado con ella en el Instituto, el propio Alfredo Flin había logrado enrolarse en la Compañía Nacional de Teatro. Y -¡lo que eran las cosas!- esos días María Bacamorta y Alfredo Flin se encontraban en Bolscan, ocupados con los ensayos de Antígona, que se estrenaba en breve. Alfredo iba a encarnar a Creonte. María Bacamorta, a Eurídice.

Días atrás, al término de uno de los ensayos en el Teatro Fénix, Sonia y María habían cenado juntas. María había confesado a Sonia que Alfredo y ella eran pareja, y que Flin la había ayudado a superar la muerte de su hermana gemela, Lucía, que se había ahogado en la Laguna Negra, donde los jóvenes de Los Oscuros solían ir a nadar.

A los postres, se les unió el propio Flin. Sonia lo había encontrado más guapo que nunca, pero tan incorregible como de costumbre, salido de madre y dispuesto a correr tras las primeras faldas. En un aparte, aprovechando que María había ido al cuarto de baño, Alfredo le juró a Sonia que no había podido olvidarla. «A veces me despierto con el sabor de tu piel, y me vuelvo loco», murmuró, acariciándola con el pie bajo la mesa del restaurante. A la memoria de Sonia acudieron tórridas imágenes de cuanto Alfredo le había enseñado en materia de sexo, y se estremeció. Se besaron sin pudor, hasta que María salió del lavabo. Alfredo le prometió dejarle una entrada en la puerta de actores del Teatro Fénix. Sonia se puso tan contenta que, a partir de ese momento, contaría las horas que faltaban para el estreno de Antigono,como si también ella fuese a salir a escena. Tenía miedo de acostarse con Flin, pero, por otra parte, lo deseaba tanto…

¿Era ninfómana? En Ibiza, Aldo, su amante italiano, la había introducido en el sado precisamente porque la acusaba de serlo. Bromeando, seguramente, al inicio de su relación; con latino desprecio, después, cuando supo que le ponía los cuernos. Por entonces, ella ni siquiera conocía el significado de un término que nunca llegaría a tomarse como un insulto. ¿Realmente era una maníaca, una obsesa? ¿Y qué, si así fuera? ¿Qué tenían de perverso el exceso o la ilusión del dolor?

Mientras aguardaba la hora de experimentar la cadena orgàsmica, la fusión con el magma universal, Sonia había llegado a establecer una teoría del ciclo vital en torno a su pulsión erótica. Ella era la tierra, húmeda, profunda, pero donde no crecía otra simiente que la amapola del placer. Jamás tendría hijos. Sobre la satinada tibieza de su piel encontrarían descanso otros cuerpos. Pero ningún huésped, ningún pasajero. No habría partos, reproducción. Sus entrañas debían permanecer vacías. Intactas al dolor.

Ibiza. Había hecho el amor en yates, en playas, en discotecas, en un club donde se disfrazaba de domina, con correajes y fustas, o en bares cerrados, encima de mesas con ceniceros y vasos que acababan quebrándose contra el suelo, reventando en su cerebro como una lluvia de abejas de cristal. Hubo días de dos y tres hombres, y se habría entregado a cualquiera que fuese capaz de seducirla con su sonrisa o su voz, con sus manos de uñas limpias. ¡Eran tan decisivas, las uñas! Lo hacía con hombres maduros, con viejos y jóvenes, y también, desde que desplegó el abanico de nuevas experiencias, con chicas o mujeres adultas que la acariciaban con dulzura y luego con frenesí, enredando su cabello con el suyo, sus bocas con la suya, sus cálidos muslos con los suyos. Necesitaba sexo urgente, festivo, al despertar, para sentir la vibración de otra cuerda más canalla en el corazón de la noche o a cualquier hora en que su imaginación recrease un encuentro erótico en el probador de una tienda de ropa, en el coche de un extraño, en una casa en la que no había estado, con alguien a quien acababa de conocer y con quien probablemente jamás volvería a coincidir.

Sonia había llegado a Bolscan a principios de octubre de 1983, en compañía de un muchacho norteamericano que viajaba por España sin destino fijo. Aldo, su novio italiano, había cometido el error de presentárselo en Ibiza, en una orgía veraniega que duró tres días con sus noches. Desde aquella fiesta, Sonia y el yanqui estuvieron juntos.

Se llamaba Larry Wilson, pero le decían Wisconsin. Era divertido, culto, y disponía de un falo culebreante y pálido como el tentáculo de una jibia. Sonia nunca preguntó de dónde procedía su dinero, pero a Larry no le faltaba. En alguna ocasión, él le habló de su amor por Nueva York, de un hermano que también viajaba por Europa, de un negocio de venta de coches en Wisconsin, una franquicia que debía de pertenecer a su padre, el señor Wilson.

Larry era historiador. Quería conocer la España interior, recrear las proezas de los brigadistas internacionales y escribir un libro.

Convenció a Sonia para que le acompañara por los antiguos frentes de la Guerra Civil. Se detuvieron en Teruel, soportando el frío más agudo que Wisconsin había padecido en toda su vida. Después, en lentas jornadas, fueron aproximándose al norte.

A Larry le encantaban esas pensiones rurales donde los despertaban con bandejas de nata fresca extendidas en hogazas, o con rebanadas de aceite puro y un café tan espeso que los posos se pegaban al filo de los tazones. Pero a Sonia esas rústicas alcobas le recordaban la suya de Los Oscuros, el colchón de lana, la almohada de plumas, el olor a leña y a humanidad ahumada con el estiércol de las bestias, y se despertaba encogida y sin ganas de follar. Por eso, cuando Larry le propuso dirigirse a Bolscan para admirar el gran puerto del norte, sus fuertes y parapetos costeros, ella aceptó de buen grado. Las luces de las ciudades la excitaban, y si pensaba en sus noches, en todas esas parejas chingando a la vez, sudorosas y acopladas en la oscuridad de los pisos, se sentía más próxima al apareamiento telúrico, al gran polvo universal, a una ecuménica comunión consagrada al placer.

Llegaron a la capital, a Bolscan, comieron, pasearon, se besaron en las alamedas e hicieron el amor, una vez, otra y otra más, pero al día siguiente Wisconsin la abandonó sin explicación alguna. Una confiada Sonia había amanecido en el Hotel Palma del Mar, uno de los mejores de la ciudad. Había estirado la mano en busca del falo de Larry, a fin de ponerlo en canción, pero él ya no estaba.

Ni siquiera había redactado una triste nota de despedida. Al menos, Larry tuvo el detalle de dejar pagado el hospedaje durante una semana. El conserje del hotel le dijo a Sonia que el rubio americano, míster Wilson, aquel yanqui atlético y parlanchín, había partido de madrugada, en un taxi, después de abonar la cuenta.