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– Será Dios -le decía a Allie-. Yo me ocupo.

Y allí, en el umbral, había una pareja peripuesta y educada, uno de ellos a menudo era un negro, a veces acompañados de un niño angelical, y que ofrecía un exordio nada beligerante, como por ejemplo: «Vamos de casa en casa preguntando a la gente si le preocupa el estado del mundo.» El truco estaba en evitar tanto el sí sincero como el no engreído, porque entonces les dejabas un hueco por donde abordarte. Así que les dedicaba una sonrisa hogareña y cortaba en seco: «¿Religión?» Y antes de que ellos pudieran decidir si la respuesta correcta a su brutal intuición era sí o no, Gregory ponía punto final a la entrevista con un enérgico: «Que haya más suerte en la puerta de al lado.»

En realidad, no le desagradaba que le lavasen el pelo. Pero lo demás era un mero proceso. Sólo le procuraba un placer ligero el contacto corporal que es tan frecuente hoy día. Kelly apoyaba una cadera inadvertida contra la región superior del brazo de Gregory, o bien había un roce con alguna otra zona del cuerpo de Kelly; y ella no llevaba mucha ropa, que digamos. Tiempo atrás, habría pensado que aquello sólo le ocurría a él, y habría agradecido la sábana que le cubría las rodillas. Hoy ni siquiera le distraía del Marie Claire.

Kelly le estaba contando que había solicitado un empleo en Miami. En los cruceros. Navegabas cinco días, una semana, diez días, y luego te dejaban desembarcar para gastarte el dinero que habías ganado. Tenía una amiga trabajando allí en aquel momento. Parecía divertido.

– Estupendo -dijo él-. ¿Cuándo te vas?

Pensó: Miami es violento. Tiroteos. Cubanos. Vicio. Lee Harvey Oswald. ¿No será peligroso para ella? ¿Y el acoso sexual en los transatlánticos? Era una chica de buen ver. Lo siento, Marie Claire, quería decir mujer. Pero chica en un sentido, porque despertaba pensamientos cuasi paternales en alguien como éclass="underline" alguien que se quedaba en casa, iba al trabajo y a cortarse el pelo. Reconocía que su vida había sido una larga aventura cobarde.

– ¿Qué edad tienes?

– Veintisiete -dijo Kelly, como si fuera el páramo final de la juventud. Si no tomaba medidas de inmediato, su vida estaría comprometida para siempre; un par de semanas más la convertirían en un vejestorio como aquel con rulos de la otra punta del salón.

– Tengo una hija casi de tu edad. Bueno, tiene veinticinco. Es decir, tenemos otro. Tenemos dos hijos.

No parecía que lo expresase bien.

– Entonces, ¿cuántos años llevas casado? -preguntó Kelly, con un asombro cuasi matemático.

Gregory alzó la mirada para verla en el espejo.

– Veintiocho años.

Ella esbozó una sonrisa jubilosa ante la idea de que alguien hubiera podido estar casado durante el enorme período transcurrido desde que ella había llegado al mundo.

– El mayor ya se ha ido de casa, por supuesto -dijo- Pero Jenny vive todavía con nosotros.

– Qué bien -dijo Kelly, pero él vio que estaba aburrida. Aburrida de él, concretamente. No era más que otro carroza de pelo cada vez más fino y escaso que pronto tendría que peinarse con mayor cuidado. A mí dame Miami, y deprisa.

A Gregory le asustaba el sexo. Ésa era la verdad. No había llegado a saber de qué iba. Lo disfrutaba cuando ocurría. Se figuraba que con el paso del tiempo lo practicaría cada vez menos, y luego, al llegar a cierto punto, nada en absoluto. Pero no era esto lo que le asustaba. Tampoco era algo relacionado con la explicitud abrumadora con que las revistas hablaban del tema. Cuando eran más jóvenes habían conocido su propia explicitud abrumadora. En aquel tiempo todo parecía perfectamente claro e intrépido, cuando él se levantaba en la bañera y ella se metía la polla en la boca. Todo aquello había sido normal y de una autenticidad imperativa. Ahora se preguntaba si no lo habría entendido siempre mal. No sabía de qué iba el sexo. Pensaba que nadie lo sabía, lo cual no arreglaba las cosas. Tuvo ganas de aullar. De aullarle al espejo y de verse aullar.

Kelly tenía ahora la cadera contra el bíceps de Gregory: no el borde, sino la curva interior de la cadera. Al menos conocía la respuesta a una de sus preguntas juveniles: sí, el vello púbico encanece.

No le preocupaba la cuestión de la propina. Tenía un billete de veinte libras. Diecisiete para el corte, una para la chica que le había lavado el pelo y dos para Kelly. Y por si acaso habían subido el precio, siempre se acordaba de llevar una libra de más. Comprendió que él era de esas personas. El hombre con una libra de más en el bolsillo.

Kelly había terminado y se había colocado directamente detrás. Sus pechos aparecían a ambos lados de la cabeza de Gregory. Le cogió sendas patillas entre el pulgar y el índice y miró a otro lado. Era una argucia suya. Como todo el mundo tiene la cara un poco ladeada, le había dicho a Gregory, si juzgas con los ojos acabas equivocándote. Ella juzgaba por medio del tacto, mirando hacia la caja y la calle. Hacia Miami.

Satisfecha, cogió el secador y, toqueteando con los dedos, fue forjando un efecto de soufflé que duraría hasta la noche. Ahora trabajaba con piloto automático, y probablemente se preguntaba si tendría tiempo de salir fuera a fumarse un pitillo antes de que le confiasen la siguiente cabeza mojada. Así que todas las veces se olvidaba y cogía el espejo.

Había sido una audacia de Gregory, años atrás. Rebelarse contra la tiranía del puñetero espejo. Este lado, el otro. En los más de cuarenta años que llevaba yendo a la barbería, la peluquería y el estilista, reconociese o no su nuca, siempre había asentido dócilmente. Asentía con una sonrisa, veía su conformidad reproducida en el espejo escorado, y la expresaba verbalmente con un «Muy bien», o «Mucho mejor», «Un corte perfecto» o «Gracias». Si le hubieran tallado una esvástica en la nuca seguramente habría fingido que lo aprobaba. Un buen día pensó: No, no quiero ver la nuca. Si por delante está bien, por detrás lo estará también. No era pretencioso, ¿no? No, era lógico. Estaba bastante orgulloso de su iniciativa. Claro que Kelly siempre se olvidaba, pero daba igual. De hecho, era mejor así, porque significaba que su tímida victoria se repetía cada vez. Cuando ella se le acercó con el espejo colgando y el pensamiento en Miami, él levantó una mano, esbozó su sonrisa indulgente de costumbre y dijo:

– No.

La historia de Mats Israelson

Delante de la iglesia, que albergaba un altar esculpido, traído de Alemania durante la guerra de los Treinta Años, había una hilera de seis palenques. De madera de abeto blanco, cortada y secada a un tiro de piedra de la encrucijada de la ciudad, no tenían adornos y ni siquiera estaban numerados. Sin embargo, su simplicidad y su aparente disponibilidad eran engañosas. En la mente de quienes iban en coche a la iglesia, y también de quienes iban andando, los palenques estaban numerados de derecha a izquierda y de uno a seis, y reservados para los seis hombres más importantes del vecindario. Un forastero que se imaginase que tenía derecho a atar allí a su caballo mientras disfrutaba del Brännvinsbord en el Centralhotellet, descubriría al salir que su animal vagaba suelto por el malecón, contemplando el lago.

La propiedad de cada palenque individual era un asunto de arbitrio personal, y se obtenía gracias a un obsequio, una última voluntad o un testamento. Pero mientras que en el interior de la iglesia había bancos reservados, de generación en generación, para determinadas familias, con independencia de su ejecutoria, fuera de ella regían consideraciones de mérito cívico. Un padre, por ejemplo, quería legar un palenque a su hijo primogénito, pero si el chico no manifestaba la suficiente seriedad, el regalo desacreditaba al padre. Cuando Halvar Berggren sucumbió al aquavit, la frivolidad y el ateísmo, y transfirió la propiedad del tercer palenque a un afilador de cuchillos itinerante, la censura no recayó sobre éste, sino sobre Berggren, y se procedió a una designación más idónea a cambio de unos pocos riksdalers.