El hombre, de estatura imponente, se dio media vuelta y desapareció en una esquina de la calle. Juan dejó a Susan con su silencio. Tomó el mismo camino que Álvarez y encontró al hombre junto a una pared de tierra. Estaba llorando.
Fue una primavera de luto, que transcurrió al ritmo de las cartas que se cruzaban en alguna parte del cielo de Centroamérica.
En marzo, Philip participó a Susan su inquietud. Los diarios neoyorquinos relataban en sus columnas las causas y las consecuencias del estado de sitio instaurado en Nicaragua, una frontera que para su gusto se encontraba demasiado cerca de ella. Susan le respondió que el valle de Sula estaba lejos de todo. Cada carta de Philip terminaba con una frase o una palabra que evocaba su ausencia y el dolor que la misma le causaba. Cada respuesta de Susan eludía el tema. Philip trabajaba para una agencia de publicidad que tenía su sede en Madison Avenue.
Cada mañana, tras cruzar el Soho a pie subía al autobús para, media hora más tarde, sentarse en su oficina. Todo su equipo se hallaba en un estado febril puesto que concursaba para hacerse con la campaña de prensa de Ralph Lauren. Si ganaban, la carrera de Philip arrancaría al instante. Era su primer ensayo en calidad de creativo y ya soñaba, sentado a su mesa de trabajo, con el día en que dirigiría el departamento. Como de costumbre, estaba agobiado por el trabajo y debía entregar sus dibujos casi antes de que hubiesen sido encargados.
Después de haber huido de su casa al alba del primer día del año, Mary le había llamado. Desde entonces se encontraban dos veces por semana en la esquina de Prince y Mercer Street para luego ir a cenar a Fanelli's, donde el menú era asequible. Con el pretexto de contarle un buen tema para un artículo, él a menudo le hablaba de Susan, exagerando las historias que ésta le relataba en sus cartas. La velada continuaba en la atmósfera ruidosa y llena de humo del lugar. Cuando en medio de una frase él veía que los párpados de ella comenzaban a cerrarse, pedía la cuenta y la acompañaba a pie hasta su casa.
Desde finales del mes de marzo, cuando llegaba el momento de despedirse ambos se sentían molestos. Sus caras se acercaban, pero en el instante confuso de la promesa de un beso Mary retrocedía sutilmente para desaparecer al instante, protegida por la entrada lúgubre de su edificio. Entonces Philip hundía sus manos en los bolsillos de su abrigo y regresaba a casa, interrogándose sobre la relación que se estaba creando entre la periodista becada y el creativo publicitario.
En las calles los vestidos de las mujeres anunciaban la llegada de la primavera. Su trabajo le exigía tanta dedicación que no pudo ver ni los primeros brotes de abril, ni tampoco las hojas de junio. El 14 de julio un rayo cayó sobre las dos centrales eléctricas de Nueva York, sumiendo a toda la ciudad en la oscuridad durante veinticuatro horas. El «gran apagón», que ocupó la portada de todos los diarios del mundo, alteró las estadísticas de la natalidad nueve meses más tarde. En cambio, Philip pasó esa noche a solas, en su casa, dibujando a la luz de tres velas puestas sobre su mesa de trabajo.
A mediados del mes de agosto Mary pasó una semana en casa de unos amigos en los Hamptons. Al día siguiente comenzaría a trabajar como periodista independiente en la redacción del Cosmopolitan.
El avión de Susan abandonaba su escala de Miami. En Newark, la terminal estaba en obras. Philip había acudido a esperarla a la escalerilla. Aunque sólo fuese por una vez. Ella dejó la bolsa en el suelo y se hundió en sus brazos. Permanecieron así abrazados largo rato. Él cogió su mano y la condujo a la cafetería.
– ¿Y si nuestra mesa está ocupada?
– ¡Eso ya está arreglado!
– Párate y deja que te mire. ¡Has envejecido!
– ¡Qué simpática! ¡Gracias!
– No. Te encuentro muy guapo.
Ella pasó los dedos por las mejillas de él, le sonrió con ternura y lo arrastró hacia aquel rincón que se había convertido en propio. A pesar del cansancio, Susan estaba radiante. Él la interrogó largo y tendido sobre el año que acababa de transcurrir, como para borrar así cualquier resto de los últimos minutos de su anterior encuentro. Ella no mencionó en ningún momento su invierno. Mientras ella le describía su jornada diaria habitual, Philip tomó el lápiz y dibujó su rostro en una hoja de su cuaderno de espiral.
– Y tu Juan, ¿cómo está?
– Me preguntaba cuánto tardarías en hablarme de él. Juan se ha ido. Sólo Dios sabe si volverá algún día.
– ¿Os habéis peleado?
– No. Es algo mucho más complejo que eso. Perdimos a una niña y desde entonces nada fue iguaclass="underline" algo entre nosotros se rompió y no supimos repararlo. Permanecíamos horas enteras mirándonos como estatuas, como si fuésemos culpables de algo.
– ¿Qué pasó esa noche?
– Llovía, la carretera se hundió. Por poco lo mato.
Ella no le contó nada más. Algunos relatos sólo pertenecen a las víctimas, y el pudor de quienes les socorrieron protege sus secretos. A principios del mes de mayo Juan había pasado a verla por su casa. Llevaba una gran bolsa verde sobre el hombro, y ella le preguntó si iba a alguna parte. Con la mirada fija y orgullosa, le anunció que se marchaba. Ella supo enseguida que lo echaría de menos, como a todos los que había amado de cerca o de lejos y de pronto desaparecían de su vida. Apoyada en la escalinata de su modesta vivienda, con los brazos en jarras como para manifestar mejor su cólera, ella le había tratado con dureza. Juan no reaccionó y ella se calmó. Luego lo abrazó y le sirvió la cena.
Cuando el último plato estuvo guardado en el armario, ella se secó las manos en el pantalón y se volvió hacia él. Juan estaba de pie en medio de la única estancia de la vivienda, con la bolsa a sus pies y un aire de timidez. Entonces ella le sonrió y para distender el momento le deseó buen viaje y mejor suerte. Olvidando por un instante su vergüenza, él se acercó. Ella cogió entonces su cara entre las manos y llevó sus labios hasta los de él. Al amanecer él tomó la carretera que le llevaría hacia una nueva etapa de su existencia. Durante las siguientes semanas Susan luchó contra la tristeza de una puerta que sólo se abría a su soledad.
– ¿Le echas de menos?
– Es Juan quien tiene razón. Sólo hay que depender de uno mismo.
Las gentes son libres y el apego es un absurdo, una invitación al dolor.
– ¡Así que no te quedas! O, más bien, ¿cuántas horas te quedarás esta vez?
– No comiences de nuevo, Philip.
– ¿Por qué no? Por tu aire adivino lo que todavía no has dicho: dentro de una hora te habrás ido y entonces yo pondré en mi vida tres pequeños puntos suspensivos hasta el año que viene. Sabía que no te quedarías. Dios mío, ¡cómo me había preparado para lo que me estás diciendo ahora! ¿Qué edad piensas tener para empezar a pensar en nosotros, en tu vida de mujer?
– Tengo veinticuatro años, ¡aún me queda tiempo!
– Lo que intento decirte es que te entregas a mucha gente, pero estás sola. No hay nadie en tu vida que se ocupe de ti, que te proteja o, al menos, que te haga el amor.
– Pero ¿y tú qué sabes? Es increíble. ¿Tengo pinta de ir necesitada o qué?
Susan había levantado la voz y Philip se quedó helado. Con los labios apretados, intentó retomar el hilo de la conversación.
– No me refería a eso y no vale la pena gritar, Susan.
– Chillo porque estás sordo. No puedo vivir para un solo hombre. Alimento a trescientos todos los días. No puedo tener crios. Sólo en mi valle trato de que sobrevivan ciento diez.