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– ¡Ah! Porque ahora hay diez más. ¡La última vez sólo eran cien!

– No, tengo dieciocho niños más este año, menos los ocho que enterré. Eso suma ciento diez. ¡Pero ahora todo es ocho veces menos divertido! Vivo rodeada de huérfanos. ¡Mierda!

– Y porque tú también lo eres quieres seguir siendo como ellos. La idea de ser madre antes que huérfana, ¿no te tienta?

– ¿Recurres al psicoanálisis para decir semejantes tonterías? ¿Puedes comprender que la vida que llevo es demasiado peligrosa?

El camarero se aproximó para invitarles a que guardaran la calma. Dirigió un guiño a Philip y depositó una gran copa de helado delante de Susan. Expresándose en un perfecto castellano, le indicó que era un obsequio de la casa y que había muchas almendras sobre el chocolate líquido. Al alejarse de la mesa, hizo una señal de complicidad a Philip, que hizo como si no hubiese visto nada.

– ¿Qué pretende ése hablándome en español? -preguntó ella, pasmada.

– Nada, no quiere nada, y habla más bajo, por amor de Dios.

Para molestarle, Susan se puso a susurrar.

– No me arriesgaré a ser abandonada. En caso de que me pase algo no perjudicaré a nadie.

– Deja ya de confundir pretextos y excusas, no te engañes a ti misma. Si te ocurriera algo, como tú dices, yo siempre estaré ahí. Tienes miedo a depender sentimentalmente de alguien. Susan, amar no es renunciar a la libertad. Es darle un sentido.

Él no quería que la cita acabase como la vez anterior, pero no encontraba otro tema de conversación. Su mente se negaba a liberarse de las palabras que le molestaban y que no llegaba a pronunciar.

– Además, mi medalla te protege.

– Tienes una memoria muy selectiva cuando te conviene.

Ella aceptó sonreír y notó su mirada cuando se metió la mano bajo el jersey y sacó la medalla.

– ¿Tienes ganas de irte a cambiar a los lavabos? -preguntó ella con voz arrogante-. Hablame de tu vida de hombre.

Él enrojeció por haber sido sorprendido en el deseo. Le habló de su ascenso en la agencia y se enorgulleció de las responsabilidades que se le confiaban. Sin que fuese totalmente oficial, estaba ya al frente de un pequeño equipo que manejaba seis presupuestos. Si todo continuaba a ese ritmo, en dos años sería director creativo. Por lo demás, no tenía nada especial que contar. Ella no abandonó la partida tan fácilmente.

– Y la chica con la que vas al cine, ¿te araña fuera de la sala o sólo durante las películas de terror?

– ¡No era una película de terror!

– Razón de más. Ahora no disimules. ¿En qué punto están las relaciones?

– ¡En ninguno!

– Escucha, corazoncito, a menos que te hayas vuelto asexuado, en tu vida está pasando algo.

Él le devolvió el cumplido. Ella no tenía tiempo, dijo Susan. Había acabado en los brazos de un hombre algunas noches comenzadas en un bar, pero sólo para encontrar en ellos un poco de consuelo. Él invocó el mismo estado de ánimo para justificar su celibato. Susan volvió a la carga, ahora de manera más suave, y formuló su pregunta de nuevo. Él evocó los episodios cómplices vividos con Mary Gautier Thomson, periodista de la revista Cosmopolitan, a la que acompañaba tres veces por semana hasta el portal de su casa sin que nada ocurriese.

– Se debe de estar preguntando si no tendrás algún problema.

– ¡Ella tampoco intenta nada!

– Ésa es la mejor. ¿Ahora somos nosotras las que tenemos que dar el primer paso?

– ¿Estás empujándome a sus brazos?

– Tengo la impresión de que no habrá que empujarte mucho para que caigas.

– ¿Acaso te gustaría?

– Tu pregunta es extraña.

– Es la duda lo que te corroe, Susan. Resulta tan fácil cuando alguien decide por ti…

– Pero ¿decidir qué?

– No dejarnos esperanzas.

– Ése es otro tema, Philip. Para una historia hacen faltan las personas adecuadas en el momento adecuado.

– Es tan cómodo decirse que no es el momento adecuado, que el destino nos obliga a tomar determinadas decisiones…

– ¿Quieres saber si te echo de menos? La respuesta es sí. ¿A menudo? Casi siempre. En fin, cuando tengo tiempo. Y, aunque te parezca absurdo, también sé que no soy un cura.

Ella le cogió la mano y se la llevó a su mejilla. Él se dejó hacer. Ella cerró los ojos y a él le pareció que se iba a quedar dormida en la serenidad de aquel instante. Le habría gustado que durase más tiempo, pero la voz del altavoz ya anunciaba su separación. Ella dejó pasar unos segundos, como si no hubiese oído el aviso. Cuando él hizo un gesto, ella asintió para indicar que ya lo había oído. Permaneció así unos minutos, con los ojos cerrados, la cabeza descansando sobre el antebrazo de Philip. Con movimiento súbito, Susan se incorporó y abrió los ojos. Ambos se levantaron y él le pasó el brazo por el hombro, llevando la bolsa en su mano libre. En el pasillo que les conducía hacia el avión ella le besó en la mejilla.

– ¡Deberías ir a visitar a tu amiga, la gran reportera de moda femenina! En fin, si se lo merece. En cualquier caso, tú no mereces quedarte solo.

– Pero ¡si estoy muy bien solo!

– ¡Para! Te conozco demasiado bien. Tu horror a la soledad es proverbial, Philip. La idea de que me esperas resulta tranquilizadora, pero demasiado egoísta para que yo la asuma. En realidad no estoy segura de que algún día quiera vivir con alguien y, aunque no tuviese ninguna duda de que ese alguien fueras tú, esta apuesta sobre el futuro sería injusta. Terminarás detestándome.

– ¿Has acabado? ¡Se te va a escapar el avión!

Ambos echaron a correr hacia aquella puerta que estaba demasiado cerca.

– Y, al fin y al cabo, un pequeño ligue no puede hacerte daño.

– ¿Y quién te dice que sólo será un ligue?

Ella agitó su dedo meñique y adoptó una postura maliciosa, mirándose la uña: «¡Él!». Entonces le saltó al cuello, le besó en la nuca y se precipitó hacia la pasarela mientras se daba la vuelta una última vez para enviarle un beso. Cuando desapareció, él murmuró: «Tres pequeños puntos suspensivos hasta el año que viene».

Al volver a casa se negó a dejarse arrastrar por la tristeza que le embargaba durante los días siguientes a su marcha. Descolgó el teléfono y pidió a la telefonista de la revista que le pusiese con Mary Gautier Thomson.

Se encontraron al anochecer al pie del rascacielos. Las luces relumbrantes conferían extrañas tonalidades a los transeúntes en Times Square. En la sala de cine, sumida en la penumbra de Una mujer bajo influencia, él acarició su brazo. Dos horas más tarde subían a pie por la calle Cuarenta y dos. Al cruzar la Quinta Avenida, él tomó su mano y la arrastró antes de que el semáforo liberase la marea de coches. Un taxi amarillo les condujo al Soho. En Fanelli's compartieron una ensalada y una conversación sobre la película de Cassavetes. Al llegar a la puerta de su casa, él se le acercó y el roce de sus mejillas se deslizó hasta los labios y los latidos del corazón.

4

La lluvia caía sin cesar desde hacía varios días. Cada tarde el viento anunciaba las tormentas que estallarían en el valle al llegar la noche. Las calles de tierra se llenaban de riachuelos, el agua alcanzaba las entradas de las casas, laminando sus precarias bases. Persistentes, los chaparrones se colaban por los tejados e inundaban las buhardillas. Los gritos y las risas de los niños que llamaban «maestra» a Susan acompañaban sus mañanas, que transcurrían en la granja que hacía las veces de escuela. Por la tarde casi siempre cogía el Jeep Wagoneer, más dócil y manejable que su viejo Dodge, al que sin embargo añoraba, y se dirigía al valle cargada de medicinas, alimentos y, en ocasiones, documentos administrativos que ayudaba a rellenar. Tras las jornadas agotadoras venían los días de fiesta. Entonces se dirigía a los bares donde los hombres acudían a beber cerveza y la bebida local favorita, el guajo. Para hacer frente a la soledad del invierno hondureño, que llegaba antes de lo previsto, trayendo consigo su cortejo de tristeza y lucha contra una naturaleza rebelde, a veces Susan pasaba las noches en brazos de un hombre, no siempre el mismo.