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– ¿Te he hecho daño?

Mary llenó los pulmones, levantó la cabeza hacia el techo y suspiró suavemente.

– No, es ahora cuando me lo estás haciendo. ¡Llama a ese maldito ascensor, por favor!

Desconcertado, lo hizo y las puertas se abrieron al instante.

– ¡Gracias, Señor! -suspiró ella-. Me faltaba el oxígeno.

Se metió en la cabina y Philip bloqueó las puertas, sin saber qué decir.

– Deja que me marche, Philip. Te adoro cuando te pones tonto, pero tu estupidez ahora resulta cruel.

Ella se echó hacia atrás y las puertas se cerraron.

Él se dirigió hacia la ventana para intentar verla salir del edificio. Se sentó en el reborde y contempló el hormiguero que se agitaba a sus pies.

Desde hacía dos semanas Susan mantenía una relación con el responsable de un dispensario construido detrás del puerto. Sólo lo veía una vez cada tres días, a causa de la distancia que había que recorrer, pero aquellas noches bastaban para que reapareciesen en su cara los hoyuelos que se dibujaban junto a su boca cuando se sentía feliz. Ir a la ciudad la oxigenaba: el ruido de los camiones, el polvo, las bocinas que se mezclaban con los gritos de la gente, el ruido de las cajas que se lanzaban al suelo, todos esos excesos de la vida la emborrachaban y la hacían salir del sopor de una larga pesadilla. A principios de febrero abandonó a su especialista en logística por las cenas en compañía de un piloto de las Líneas Aéreas Hondureñas que viajaba varias veces al día a Tegucigalpa a bordo de un bimotor. Por la noche, cuando él regresaba a San Pedro, pasaba sobre su pueblo en vuelo rasante. Ella entonces saltaba a su Jeep y se lanzaba en persecución del avión, aceptando el desafío perdido de antemano de llegar antes que él.

Él la esperaba en las rejas del pequeño aeropuerto situado a veinte kilómetros de la ciudad. Con su barba y su chupa de cuero parecía un icono de los años cincuenta, algo que a ella no le disgustaba del todo. A veces le resultaba bueno dejarse llevar y vivir como en las películas.

Por la mañana, cuando él reanudaba su servicio, ella circulaba a toda velocidad por la pista que la conducía de vuelta al pueblo. Con las ventanillas abiertas, le gustaba aspirar el olor de la tierra húmeda al mezclarse con el perfume de los pinos.

El sol salía a sus espaldas y, cuando se daba la vuelta para contemplar durante un instante el polvo que levantaban las ruedas, se sentía viva. Cuando las alas rojas y blancas pasaban por vigésima vez por encima de su techo y el aparato no era más que una pequeña mancha en el horizonte, daba una media vuelta en la pista y regresaba a su casa. La película había terminado.

Philip, con un ramo de flores en la mano, apretó el botón del interfono y esperó unos segundos; la cerradura dio un zumbido. Sorprendido, subió a pie los tres pisos de la maltrecha escalera. El suelo resonaba bajo sus pies. En cuanto llamó, la puerta se abrió.

– ¿Esperabas a alguien?

– No, ¿por qué?

– Ni siquiera has preguntado quién era cuando he llamado abajo.

– ¡En Nueva York nadie llama con tan poca insistencia como tú!

– ¡Tenías razón!

– ¿De qué me hablas?

– De lo que dijiste el otro día, que soy un imbécil. Eres una mujer generosa, brillante, divertida, bonita, me haces feliz y yo estoy ciego y sordo.

– ¡De nada me sirven tus cumplidos, Philip!

– ¡Lo que quiero decir es que no hablar contigo me ha vuelto loco, no cenar contigo me ha quitado el apetito y desde hace quince días no hago más que mirar el teléfono como un idiota!

– ¡Porque eres imbécil!

Ella le interrumpió en el momento en que él se disponía a responder. Puso la boca sobre la de él y metió su lengua entre sus labios. Él dejó las rosas sobre el rellano para abrazarla y fue arrastrado al interior del pequeño apartamento.

Esa noche, mucho más tarde, la mano de Mary se escurrió por la puerta entreabierta y cogió el ramo de flores que descansaba sobre el felpudo.

Cada día dedicaba más horas a la escuela. Ahora su clase tenía una media diaria de sesenta y tres alumnos. Todo dependía de la voluntad del encargado de llevar a los escolares y de la asistencia más o menos regular de los niños. Tenían entre seis y trece años, y ella debía impartir un programa de lo más variado para que se animasen a volver al día siguiente.

A primera hora de la tarde comía una tortilla de maíz en compañía de Sandra, una colaboradora que había llegado hacía unos días. Había ido a buscarla a San Pedro, rogando que no descendiese de un avión de alas rojas y blancas. Inmersa en la duda, había esperado a la nueva recluta en el interior de una barraca que hacía las veces de terminaclass="underline" el temido comandante sólo apagaba una de sus hélices y jamás abandonaba la cabina.

Sandra era joven y hermosa. Como no tenía dónde alojarse, se instaló en casa de Susan, sólo por unos días, una o dos semanas quizá… Una mañana, mientras compartían el primer café de la mañana, Susan la observó de arriba abajo con cierta insistencia.

– Por tu propio bien te recomiendo que guardes ciertas normas de higiene personal. Con el calor y la humedad pronto tendrás la piel cubierta de granos.

– ¡Pero si yo no sudo!

– ¡Oh, sí, querida! Sudas como todo el mundo, puedes fiarte de mí. A propósito, tienes que ayudarme a cargar el 4 x 4. Esta tarde tenemos que distribuir quince sacos de harina.

Sandra se secó las manos en el pantalón y se dirigió hacia el almacén. Susan la siguió. Cuando vio que las grandes puertas estaban abiertas, aceleró el paso y se adelantó corriendo. Entró en el edificio y contempló las estanterías llena de ira.

– ¡Mierda, mierda y mierda!

– ¿Qué ocurre? -preguntó Sandra.

– Nos han robado los sacos.

– ¿Muchos?

– No lo sé, veinte, treinta. Habrá que contarlos.

– ¿Para qué? Eso no hará que vuelvan.

– Servirá porque lo digo yo y porque la responsable de este lugar también soy yo. Deberé hacer un informe. ¡Sólo me faltaba esto!

– Cálmate, de nada servirá que te alteres.

– ¡Cállate, Sandra! Soy yo quien manda aquí. Hasta nueva orden, guárdate tus comentarios.

Sandra la cogió por el brazo y acercó su rostro al de ella. Una vena azulada le sobresalía en la frente.

– No me gusta la manera en que me estás hablando. No me gusta cómo eres. Pensaba que esto era una organización humanitaria y no un campamento militar. Si crees que soy un soldadito, cuenta los sacos tú sólita.

Se dio la vuelta y Susan le ordenó a gritos que volviese al instante, sin éxito.

A unos cuantos lugareños que se habían acercado les indicó con las manos que se alejasen. Los hombres se dispersaron encogiéndose de hombros y las mujeres le lanzaron miradas de disgusto. Ella cogió los dos sacos que habían quedado tirados sobre el suelo y los colocó en una estantería. Luego estuvo ocupada hasta que llegó la noche, controlando su ira y sus lágrimas. Cuando estuvo más tranquila se sentó en el exterior del edificio. Con la espalda apoyada contra la pared, sintió cómo el calor que la pared había recogido durante el día se dispersaba por sus venas. La sensación fue agradable. Con la punta del pie trazó letras en el suelo, una gran «P» que contempló antes de borrarla con la suela, luego una gran «J» y murmuró: «¿Por qué te fuiste, Juan?». Al regresar a casa encontró que Sandra ya se había marchado.

12 de febrero de 1978

Susan:

Es el comienzo de una batalla como jamás habrás visto: una batalla de bolas de nieve. Sé que te burlas de nuestras tempestades, pero la que cayó sobre nuestras cabezas hace tres días fue increíble, y ahora estoy bloqueado en mi casa. Toda la ciudad está paralizada bajo una gruesa capa blanca que llega al techo de los coches. Esta mañana, con los primeros rayos del sol, los pequeños, los mayores y los ancianos han invadido la acera. Ése es el motivo de mi primera frase. Creo que voy a arriesgarme y bajaré a comprar comida. Hace un frío que pela. ¡La ciudad está bellísima, toda nevada! Echo de menos tus cartas. ¿Cuándo vendrás? Quizás esta vez puedas quedarte dos o tres días. El año se anuncia más bien bueno y lleno de promesas.