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Los jefes están contentos con mi trabajo. No me reconocerías: salgo casi todas las noches cuando no trabajo hasta la madrugada, lo cual sucede a menudo. Me suena raro hablarte de mi trabajo, como si de golpe hubiésemos ingresado en el mundo de los adultos sin siquiera darnos cuenta de ello. Un día hablaremos de nuestros hijos y de repente nos daremos cuenta de que nos hemos convertido en adultos. Cuando digo «nuestros hijos» es tan sólo una expresión, no me refiero a los tuyos o los míos; es sólo una imagen, también podría haber escrito «nuestros nietos». Pero tú inmediatamente habrías pensado que no llegarás a vieja y a abuela. ¡Tú y tus certidumbres pesimistas! Sea como fuere, aquí el tiempo corre a una velocidad vertiginosa y ya veo la primavera que anunciará, con mucho optimismo esta vez, que no está lejos tu llegada. Te lo prometo, este año no habrá polémica. No haré más que escuchar lo que tengas que decirme y compartiremos de verdad ese momento precioso que espero siempre como una Navidad en pleno verano. A la espera de ese momento, te envío una lluvia de besos.

Philip

El día de San Valentín Philip llevó a Mary a la estación de autobuses. Tomaron el autobús 33, que hacía el trayecto entre Manhattan y Montclair en una hora. Se bajaron en el cruce de Grove Street y Alexander Avenue y atravesaron la ciudad a pie; él le iba descubriendo los lugares de su adolescencia. Cuando pasaron delante de su antigua casa ella le preguntó si echaba de menos a sus padres, que ahora vivían en California. Philip no respondió. Sobre la fachada vecina, advirtió que en la ventana que en otros tiempos fuera la de Susan había una luz encendida.

Quizás ahora otra muchacha estaría revisando sus apuntes escolares.

– ¿Era su casa? -pregunto Mary.

– Sí, ¿cómo lo has adivinado?

– Bastaba con seguir tu mirada. Estabas muy lejos de aquí.

– Sucedió hace mucho tiempo.

– Tal vez no tanto, Philip.

– Estamos en el presente…

– Vuestro pasado es tan denso que a veces me resulta difícil concebir un futuro para nosotros dos. No sueño con un amor perfecto, pero no me gustaría vivir en el condicional, y menos aún en el imperfecto.

Para poner fin a la conversación, él le preguntó si le gustaría vivir allí un día. Ella le respondió con una gran risotada, añadiendo que a cambio de dos niños como mínimo aceptaría vivir en cualquier parte. Desde lo alto de las colinas, replicó Philip, se veía Manhattan, que sólo estaba a media hora en coche. Para Mary ver la ciudad y vivir en ella eran dos cosas muy diferentes. No había estudiado periodismo para instalarse en un pequeño pueblo del interior de Estados Unidos, por muy cerca que estuviese de la Gran Manzana. De todos modos, ninguno de los dos había llegado a la edad de la jubilación.

– Pero aquí, por el mismo alquiler, uno puede vivir en una casa con jardín. Se respira aire puro y se puede trabajar en Nueva York. Se tienen todas las ventajas.

– ¿De qué me hablas exactamente, Philip? ¿Ahora haces proyectos, tú, el que sólo piensa en el día de hoy?

– Deja de burlarte de mí.

– No tienes sentido del humor. Me sorprendes, eso es todo. Nunca puedes decirme si cenaremos juntos o no y ahora me preguntas si me gustaría venir a vivir contigo lejos de la ciudad. ¡Discúlpame, pero lo tuyo es un salto en el vacío!

– ¡Sólo los imbéciles nunca cambian de opinión!

Volvieron al centro de la ciudad, donde él la llevó a cenar. Cuando estuvo sentada delante de él, le tomó la mano.

– ¿Así que puedes cambiar de opinión?

– Hoy es un día un poco especial. Se supone que es festivo. ¿No podríamos cambiar de tema?

– Tienes razón, Philip. Es un día muy especial y por esa razón me llevas a ver la ventana que enmarca la obsesión de tu vida.

– ¿Qué piensas?

– ¡No, Philip! ¡Qué piensas tú!

– Ahora estoy contigo y no con ella.

– Pero yo pienso en el día de mañana.

A los quince días y a varios miles de kilómetros de allí, otro hombre, otra mujer, compartían otra cena. El robo del almacén todavía no se había resuelto. Ahora las puertas del mismo permanecían cerradas con una cadena y un candado, cuya llave sólo tenía Susan. Esto había causado cierto malestar en el equipo. Sandra cada vez le resultaba más hostil y desafiaba su autoridad, hasta el punto de que Susan había tenido que amenazarla con enviar un informe a Washington y hacerla repatriar. Melanie, una doctora que trabajaba en Puerto Cortés, había logrado calmar los ánimos de unos y otros, y la vida de la unidad hondureña del Peace Corps había recuperado su curso normal. Excepto para Susan. Thomas, el responsable del dispensario, con el que había mantenido una corta relación, le había pedido que fuera a verle, aduciendo motivos profesionales.

Ella se había desplazado a la ciudad al final del día y lo esperaba en el exterior del edificio.

Él al fin salió y se quitó la bata blanca, que arrojó en la parte trasera del 4x4. Había reservado sitio en una terraza de un pequeño restaurante del puerto. Se sentaron a la mesa y, antes de consultar la carta, pidieron unas cervezas.

– ¿Cómo va por aquí? -preguntó ella.

– Como de costumbre: falta de materiales, falta de medios humanos, demasiado trabajo, el equipo está agotado, la rutina. ¿Y por allí?

– Por allí tenemos el inconveniente adicional de que somos pocos.

– ¿Quieres que te envíe a alguien?

– Eso es algo poco compatible con lo que me acabas de contar.

– Tienes derecho a estar harta, Susan. Tienes derecho a estar cansada y también a dejarlo todo.

– ¿Me has invitado a cenar sólo para soltarme esa tontería?

– En primer lugar, no te he dicho que te invitara… La gente cree que desde hace algunas semanas no te encuentras del todo bien. Te muestras agresiva y lo que llega a mis oídos no dice mucho en tu favor. No estamos aquí para hacernos impopulares. Debes aprender a controlarte.

El camarero trajo dos platos de tamales. Ella retiró la hoja de plátano y cortó la masa que contenía carne de cerdo. Al mismo tiempo que se echaba salsa picante sobre el plato, Thomas pidió dos botellas más de Salva Vida, una cerveza del país.

Hacía dos horas que el sol se había puesto y la luz que reflejaba la luna era increíble. Ella se dio la vuelta para contemplar los reflejos ondulantes de las grandes grúas sobre las aguas.

– Con vosotros, los tíos, una nunca tiene derecho a equivocarse.

– ¡No más que los médicos, sean hombres o mujeres! Aunque seas la que manda, eres un eslabón más de la cadena. ¡Si te rompes, toda la maquinaria se detiene!

– Hubo un robo y eso me sacó de mis casillas. No podemos admitir que estemos aquí para ayudarles y que se roben la comida entre ellos.

– Susan, no me gusta tu manera de decir «ellos». En nuestros hospitales también se roba. ¿Acaso crees que no sucede lo mismo en mi dispensario?

Tomó su servilleta para limpiarse los dedos. Ella le cogió el índice, se lo llevó a la boca y lo apretó delicadamente entre sus dientes al tiempo que le dirigía una mirada maliciosa. Cuando el dedo de Thomas estuvo limpio, ella lo soltó.

– ¡Acaba ya con tu lección de moral! -dijo ella sonriendo.

– Estás cambiando, Susan.