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Los ruidos de mi casa me despiertan por la noche y me impiden dormir, tengo frío, tengo calor y me levanto cada mañana angustiada por lo que no he hecho la víspera.

La estación es agradable. Podría describirte todos los paisajes que me rodean, contarte cada minuto de mis días, lo necesario para continuar hablándote de mí. Este año iré a verte antes. Estaré allí a mediados de junio, impaciente por estar a tu lado. Tendré que decirte algo realmente muy importante, que me gustaría compartir contigo hoy y mañana. A la espera de verte, te envío besos. Cuídate mucho.

Susan

2 de junio

Susan:

Lo que yo echo de menos es tu voz. ¿Todavía cantas a menudo? La música de tu carta estaba compuesta de notas un poco tristes. El verano ya está aquí y las terrazas se llenan de gente. Pronto me mudaré. Me he trasladado a la parte alta de la ciudad. Cada vez el tráfico está peor y así estaré más cerca de la oficina. Aquí una media hora vale lo que una piedra preciosa. Todo el mundo tiene tanta prisa que resulta casi imposible detenerse en una acera sin correr el riesgo de morir aplastado por la multitud. A menudo me pregunto hacia dónde va esa gente a la que nada parece poder detener y si no serás tú la que tenga razón de vivir allí donde el aire todavía huele bien. Tu vida debe de ser hermosa, y me muero de ganas de saber algo de ti. Yo estoy desbordado por el trabajo, pero tengo buenas noticias que comunicarte. ¿Qué es esa cosa muy importante de la que me hablas? Te esperaré como de costumbre. Hasta pronto.

Besos.

Philip

5

El Boeing 727 de la Eastern Airlines abandonó el aeropuerto de Tegucigalpa a las diez de la mañana, con dos horas de retraso sobre el horario previsto a causa de una climatología adversa. En la terminal, Susan, inquieta, miraba el cielo negro que avanzaba hacia ellos. Cuando la azafata abrió la puerta de vidrio que daba acceso a la pista, ella siguió bajo la lluvia a los pasajeros que se dirigían hacia la escalerilla. Listo para el despegue, el comandante del aparato puso los motores a toda potencia a fin de contrarrestar el viento de través que cruzaba la pista. Las ruedas abandonaron el suelo y el avión dio un salto, intentando elevarse para atravesar lo más rápidamente posible la capa de nubes. Sentada y con el cinturón abrochado, Susan era sacudida por las violentas turbulencias; ni siquiera cuando se lanzaba en su 4 X 4 a toda velocidad por la pista se movía tanto. Sobrevolaron las montañas del nordeste y la tempestad redobló su fuerza. Un rayo alcanzó el fuselaje y a las diez y veintitrés minutos la caja negra grabó la voz del copiloto, comunicando a la torre de control que el motor número dos se había parado y que perdían altura. Además del vértigo, Susan sintió una náusea indescriptible. Se colocó ambas manos en el bajo vientre. El avión continuaba descendiendo. La tripulación necesitó tres minutos para poner en marcha el reactor y recuperar altura. El resto del viaje transcurrió en el silencio que con frecuencia se instala después de un momento de miedo.

En la escala de Miami tuvo que correr para no perder su conexión. La carrera por los pasillos era agotadora, su bolsa le pesaba y un nuevo vértigo la detuvo brutalmente. Recuperó el aliento y reanudó su marcha hacia la puerta de embarque, pero era demasiado tarde. Tuvo que conformarse con ver cómo despegaba su avión.

Philip miraba por la ventanilla del autobús que lo condujo al aeropuerto de Newark. Había colocado sobre sus rodillas el cuaderno de espiral. La muchacha que se sentaba a su lado observaba cómo esbozaba con un lápiz negro el rostro de una mujer.

Ella tomó el siguiente vuelo dos horas más tarde. Sólo subsistía el mareo por encima de las nubes. Empujó la bandeja e intentó dormir.

La sala estaba desierta como casi siempre al final de la mañana, salvo cuando había un congreso o era el comienzo de las vacaciones. Se instaló en su mesa. Después del almuerzo, el lugar quedó de nuevo vacío y el camarero de la tarde sustituyó al de la mañana. El hombre lo reconoció enseguida y le saludó. Philip se levantó, se sentó delante de él y al mismo tiempo que escuchaba lo que decía trazó un nuevo esbozo del lugar: el sexto que figuraba en su cuaderno, sin contar el que había pegado en la pared de su taller de Manhattan, sobre la mesa de trabajo. Cuando el dibujo estuvo terminado, se lo mostró al camarero, que se quitó la chaqueta blanca y se la entregó. Philip se la puso con aire de complicidad. Intercambiaron los sitios y el camarero se sentó en el taburete, fumando con placer un cigarrillo mientras Philip le contaba el año que había pasado.

Durante todas esas horas, dos sillas invertidas prohibían el acceso a una mesa, la que estaba junto al ventanal. Susan llegó en el avión de las nueve de la noche.

– ¿Cómo te las arreglas para ocupar siempre la misma mesa?

– Primeramente, me lo pediste el día de tu primer viaje y, en segundo lugar, ¡tengo talento! Te esperaba en el vuelo anterior. Dicho esto, por muy extraño que parezca, jamás la he encontrado ocupada.

– La gente sabe que es nuestra.

– ¿Comenzamos por la revisión física o por la moral?

– ¿He cambiado tanto en este año?

– No, tienes la cara de alguien que acaba de viajar. Eso es todo.

El camarero puso la copa de rigor sobre la mesa. Susan sonrió y la apartó con gesto discreto.

– Tú tienes buen aspecto, habláme de ti.

– ¿No te lo comes?

– Tengo el estómago revuelto. El vuelo ha sido infernal y he pasado algo de miedo. Uno de los motores se paró.

– ¿Y qué sucedió? -preguntó él, inquieto.

– Ya ves, estoy aquí. Al final se puso otra vez en marcha.

– ¿Quieres otra cosa?

– No, nada. No tengo apetito. No me has escrito mucho este año.

– Tú tampoco.

– Pero yo tengo excusas.

– ¿Cuáles?

– No lo sé. Eres tú quien siempre ha dicho que las cultivaba. Está bien que de tanto en tanto me sirva de ellas.

– ¡Pretextos! La palabra que utilicé fue «pretextos». ¿Qué es lo que pasa? ¿Acaso ahora tengo que medir mis palabras?

– Nada, todo va bien. ¿Y tu trabajo?

– Al ritmo que van las cosas, seré director asociado en un año como mucho. Este año hemos hecho campañas muy interesantes y es posible que me den un premio. En este momento tres de mis creaciones aparecen en la prensa femenina. Incluso he recibido una oferta de una casa francesa de modas. Sólo quieren hablar conmigo, y eso hace que en la agencia me tengan en mayor consideración.

– Bien, muy bien. Estoy orgullosa de ti. En cualquier caso tienes aspecto de felicidad.

– Tú tienes pinta de estar muy cansada, Susan. ¿Estás enferma?

– No, te lo juro, Philip. Ni siquiera una diminuta ameba. A propósito, ¿no tendrás tú una «amiga»?

– ¡No comiences de nuevo! Sí. La tengo. Se llama Mary.

– ¡Ah! Sí, había olvidado su nombre.

– No pongas esa cara de desprecio. Estoy bien con ella. Tenemos los mismos gustos en materia de libros, comida, películas. Comenzamos a tener amigos comunes.

Susan asintió con una sonrisa socarrona.

– Parece práctico y suena a una auténtica relación, socialmente consolidada. ¡Qué excitante!

Ella levantó las cejas y acercó su rostro al de él, como para prestar una mayor atención a sus palabras, no sin cierta carga de ironía.

– Sé en lo que estás pensando, Susan. Quizá tiene poco que ver con la pasión, pero al menos no hace daño. No tengo el corazón agobiado todo el día por el peso de la ausencia, porque sé que al llegar la noche la veré de nuevo. No me quedo mirando el teléfono toda la tarde, preguntándome cuál de los dos fue el último en llamar. No tengo miedo de equivocarme al elegir el restaurante o de cómo me visto o de decir algo por lo que luego seré juzgado. No vivo esperando, sino en el presente. Ella me quiere tal como soy. Quizá lo que nos une aún no sea un amor apasionado, pero es una relación humana. Mary comparte conmigo su vida diaria y nuestra relación va adquiriendo forma. Existe.