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Ella cerraba tras de sí la puerta de su casa. Detrás de él se cerraba la del sastre: en la gran caja de cartón que llevaba en sus brazos iba su traje de boda.

Un campesino la conducía al aeropuerto en el que subiría al pequeño avión con destino a Tegucigalpa, y no importaba que sus alas fuesen rojas y blancas; bajo los puentes de Honduras había corrido mucha agua. Quien lo llevaba al peluquero era Jonathan, su compañero de trabajo, promovido a la categoría de asistente de ceremonia.

Por la ventanilla del avión ella veía cómo el río brillaba a lo lejos. Por la ventanilla del Buick, él veía a los viandantes que deambulaban por las calles de Montclair.

Él recorría las naves de la iglesia con un paso nervioso, a la espera de que alguien acudiera a confirmarle que todo estaba en orden para el día siguiente. Ella paseaba arriba y abajo por la terminal del aeropuerto de Tegucigalpa, a la espera de embarcar en un Boeing que despegaría hacia Florida con cuatro horas de retraso.

Según la tradición, no pasó la noche anterior a la boda en compañía de Mary. Jonathan lo dejó en el gran hotel donde sus padres habían reservado una suite para él. Ella había ocupado su asiento en el avión y el aparato atravesaba ya la capa de nubes.

En el avión, ella comía la cena que le dieron. Él quería acostarse pronto y cenaba frugalmente, sentado sobre la cama.

Ella llegaba a Miami y se estiraba sobre los bancos de la terminal de la Eastern Airlines, con la mano enrollada en la correa de su gran bolsa color caqui. Él apagaba la luz e intentaba conciliar el sueño. La última conexión ya había salido y ella se dormía.

Al amanecer, ella entró en los lavabos del aeropuerto y se colocó delante del gran espejo. Se mojó la cara con agua e intentó arreglarse un poco.

Él se cepilló los dientes delante del espejo, se lavó la cara y puso sus cabellos en orden, frotándose la cabeza.

Ella lanzó una última ojeada a su figura y abandonó el lugar haciendo un gesto dubitativo. Él salió de su habitación y se dirigió a los ascensores.

Ella se dirigió a la cafetería y pidió una café. Él se encontró con sus amigos en el bufé del hotel.

Ella eligió un bollo. Él colocó uno en su plato.

A media mañana él subió a su habitación para comenzar a prepararse. Susan entregó su carta de embarque a la azafata.

– ¿No hay peluquería a bordo?

– Discúlpeme, ¿decía?

– Míreme: ¡En cuanto baje del avión tengo que asistir a una boda y me harán entrar por la puerta de servicio!

– Tendría que continuar, señorita. Está obstruyendo el paso de los demás pasajeros.

Ella se encogió de hombros y subió por la escalerilla. Él cogió la percha del armario y quitó la bolsa de plástico que protegía el esmoquin; de una caja de cartón blanco sacó la camisa y la desdobló. Ella se adormiló en su asiento, con el rostro pegado a la ventanilla.

Cuando todas las piezas que componían su traje estuvieron dispuestas en orden sobre el edredón, entró en el cuarto de baño. Ella se levantó y se dirigió a la parte posterior del aparato.

Él buscó su maquinilla de afeitar, extendió un poco de espuma sobre su barbilla, dibujando con el índice el contorno de la boca, y sacó la lengua a su reflejo en el espejo. En los lavabos, ella se pasó el dedo por los párpados, abrió la bolsa de aseo y se maquilló. El auxiliar de vuelo anunció por el altavoz que el descenso a Newark había comenzado y ella miró su reloj: llegaba tarde. Escoltado por los testigos, él subió a la limusina negra que le esperaba delante del hotel.

La cinta de los equipajes le devolvió su gran bolsa, cuya correa colgó del hombro. Ella caminaba en dirección a la salida. Él acababa de llegar a la entrada de la iglesia, y saludaba y daba la mano al mismo tiempo que subía los escalones.

Ella pasó por delante de la cafetería, se dio la vuelta y, con los ojos húmedos, miró fijamente la pequeña mesa situada junto al ventanal. Él franqueó el umbral de las grandes puertas y, bajo la bóveda de piedra, contempló la nave.

Él comenzó a caminar a paso lento y miró a los lados por entre los invitados que se iban levantando, pero no la vio. Ella lanzó la bolsa sobre el asiento trasero de un taxi que acababa de estacionar junto a la acera; en un cuarto de hora estaría en Montclair.

Todos los invitados se dieron la vuelta al escuchar las primeras notas del órgano. Mary apareció cogida del brazo de su padre bajo la luz diáfana de la entrada. Avanzaba hacia el coro, sin que los rasgos de su rostro traicionasen la emoción. Ambos se contemplaron con fijeza, como si entre ambas miradas hubiese un hilo tendido. Las pesadas puertas se cerraron. Cuando Mary llegó a su lado, él echó una ojeada a los asistentes en busca de un rostro que seguía sin encontrar.

El taxi se detuvo delante de la entrada desierta. ¿Existe una suerte de magia que hace que las aceras queden vacías en torno a los lugares de culto durante los entierros y las bodas? El cansancio del viaje la había vuelto torpe y tenía la sensación de que los escalones se hundían bajo sus pies. Ella empujó suavemente una puerta lateral, entró en la iglesia y dejó resbalar su bolsa al pie de una imagen.

Sorprendida ante la visión de los dos seres que estaban de pie frente al altar, avanzó lentamente por la nave de la derecha, deteniéndose en cada pilar. Cuando llegó a la mitad de la nave los cánticos se interrumpieron para dar paso a un silencio recogido. Estupefacta, ella observaba. El sacerdote reanudó la liturgia y ella su camino. Avanzó hasta la última columna, desde donde veía a Philip de perfil. De Mary sólo podía ver la curva de la espalda y la sedosa cola del vestido de novia. Cuando el oficiante los unió, los ojos de Susan se inundaron de lágrimas. Retrocedió con paso silencioso, guiándose en su retirada con la mano izquierda, que rozaba torpemente los respaldos de los bancos. Recogió la bolsa que había dejado a los pies del arcángel san Gabriel y salió de la iglesia, bajó los escalones y se metió apresuradamente en el taxi. Abrió la ventanilla y contempló las puertas de la iglesia. Entre sollozos contenidos, murmuró en voz baja al mismo tiempo que el sacerdote: «Si alguno de los presentes tiene una razón para oponerse a esta unión, que hable ahora o calle para siempre…».

El taxi arrancó.

Inclinada sobre la bandeja del avión que la conducía de vuelta a Honduras, escribió una carta.

2 julio de 1979

Querido Philip:

Sé lo mucho que debes de sentir el que no pudiera estar a tu lado el día de tu boda. Esta vez no había ni excusa ni pretexto, te lo juro. Hice todo lo posible para asistir, pero en el último momento una lamentable tormenta me impidió viajar. Con el pensamiento he estado contigo durante toda la ceremonia. Debías de estar guapísimo con tu esmoquin, y estoy segura de que tu mujer también estaba preciosa. ¿Quién no lo habría estado en semejantes circunstancias? He seguido mentalmente cada momento de esos instantes mágicos. Sé que ahora eres feliz y parte de esa felicidad hace que yo también lo sea.

He decidido aceptar el puesto que me proponían. Salgo el viernes para instalarme en las montañas y organizar un nuevo centro. Me gustaría escribirte en el curso de los próximos meses, pero estaré a dos días de pista de lo que apenas se parece a nuestra civilización, y enviar y recibir cartas será algo imposible. Sabes, estoy contenta con este nuevo desafío. Me llevaré conmigo la nostalgia de las gentes de este pueblo, de esta casa que Juan me construyó y de los recuerdos que ya contenía. Habrá que comenzar prácticamente de cero, pero la confianza que me han demostrado es prueba del reconocimiento de mis colegas.

Buena suerte, Philip. Más allá de todas mis ausencias y de todas mis faltas. Te amo fielmente desde siempre y para siempre.

Susan

P. D.: De todos modos, no olvides lo que te dije en el aeropuerto…