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Comenzó a caer una lluvia fina. Mary no podía distinguir lo que sucedía en el interior del coche, ni desembarazarse de la ansiedad que la consumía.

– Pero ¿qué están haciendo, por Dios?

– ¿Quién? -preguntó Thomas sin apartar los ojos de la pantalla del televisor.

– Tu padre -murmuró ella.

El niño, absorto en su juego, apenas prestaba atención a su madre. A juzgar por los movimientos de sus brazos, Philip estaba muy agitado. La misteriosa conversación no acababa, y Mary ya pensaba en vestirse y salir, cuando lo vio reaparecer. Semioculto por el coche, le hizo una señal con la mano que parecía decir adiós. Incrédula, Mary pataleó de impaciencia al ver que su marido volvía a subir al Chrysler.

– ¡Tom, tráeme los prismáticos, enseguida!

Al observar la vehemencia de su madre, Thomas comprendió que no era el momento de discutir. Apoyó el botón pause del juego y subió corriendo la escalera. Removió y buscó en una caja de juguetes para coger el objeto, así como también otros accesorios indispensables en los que su madre ni siquiera había pensado. Unos minutos más tarde, pertrechado con el casco, la ropa de combate y el camuflaje verde, y llevando además las cartucheras en bandolera, su cinturón de supervivencia con un cuchillo de goma, el revólver, la cantimplora y el walkie-talkie, se presentó ante Mary, haciendo un saludo militar con el brazo izquierdo.

– Estoy listo -dijo al tiempo que se ponía firme.

Ella no prestó atención alguna al uniforme de su hijo y le arrancó de las manos los prismáticos.

La limitada potencia del artilugio y los múltiples arañazos de los cristales no mejoraron mucho su visión; apenas distinguía a su marido, tapado por la otra pasajera. Él estaba inclinado hacia delante, como si fuese a poner la cabeza sobre sus rodillas. Su ansiedad pudo más que su paciencia y salió al descansillo, con los brazos en jarras. El motor acababa de ponerse en marcha y Mary sintió cómo los latidos de su corazón se aceleraban. La puerta del coche se abrió y Philip reapareció bajo la lluvia. Ella sólo distinguía su cabeza, su cuerpo todavía estaba oculto por el vehículo. De nuevo él hizo un gesto tímido con la mano derecha, retrocediendo un paso, y el coche se alejó lentamente. Mary observaba a Philip, que permanecía inmóvil en medio de la calle desierta, abandonado al único ruido de las gotas al chocar contra el asfalto.

Ella no comprendía lo que estaba viendo.

El brazo tendido de Philip se prolongaba en una mano ligera que se aferraba a la suya. La bolsa de viaje que ella sostenía firmemente con la otra no debía de pesar mucho.

Es así como Mary la vio por primera vez, agarrada a su globo rojo bajo esa luz pálida en la que el tiempo se paraliza. Sus cabellos negros desordenados caían sobre sus hombros, la lluvia resbalaba por su piel mestiza. Parecía sentirse incómoda en sus ropas, que le venían estrechas.

Bajo la tormenta, que empezó a rugir, se dirigieron a la casa a paso lento. Cuando ambos llegaron al porche, Mary quiso saber de inmediato qué era lo que pasaba. Pero él ya había bajado la cabeza, para mejor ocultar su tristeza.

– Te presento a Lisa, la hija de Susan.

Ante la puerta de su casa, una niñita de nueve años miraba de hito en hito a Mary.

– Mamá ha muerto.

II

7

Mary se apartó para dejarles entrar en la casa. Cuando se encontraron en el interior, Thomas se puso firme. Mary clavó la mirada en Philip.

– ¡Me he debido de perder algún capítulo, pero supongo que me harás un resumen de la historia!

Él tenía un nudo en la garganta que le impedía hablar. Simplemente le entregó el sobre que llevaba en la mano y, sin esperar, subió a cambiar a la niña. Mary los vio desaparecer en el pasillo y buscó un indicio de respuesta en el papel que acababa de abrir.

Querido Philip:

Si llegas a leer estas líneas, significará que era yo quien tenía razón. A causa de mi carácter, no supe decírtelo en el momento adecuado. Pero acabé haciéndote caso y acepté tener esta criatura, de la que no sé quién es el padre. No me juzgues. La vida aquí es muy diferente a todo lo que te puedas imaginar. Los días son tan duros que con frecuencia tengo necesidad de consolarme con hombres de paso. Para salvarme de la desolación, del abandono de mí misma, de este miedo a morir que me acosa, de esta desesperación idiota de estar sola, para recordarme a mí misma que todavía estaba viva, era necesario que de vez en cuando sintiese el calor de su existencia. Frecuentar la muerte de forma cotidiana significa vivir una profunda e invasora soledad, un contagio. Me había repetido a mí misma cien veces que no había que traer una nueva vida a este universo, pero cuando mi vientre comenzó a redondearse, te hice caso. Llevar a Lisa conmigo era como encontrar aire en el fondo del agua, una necesidad que se hizo vital. Como podrás comprobar, la naturaleza triunfó sobre mis razones. ¿Te acuerdas de la promesa que me hiciste en Newark, que «si sucedía algo» tú estarías siempre ahí? ¡Mi querido Philip, si lees estas líneas es que me ha sucedido algo irreversible! Te hice caso y acepté a Lisa con la certidumbre de que si yo no podía continuar, tú tomarías el relevo de mi propia vida. Perdóname por jugarte esta mala pasada. No conozco a Mary, pero por tus palabras sé que ella tendrá la generosidad de amarla. Lisa es una pequeña salvaje. Los primeros años de su vida no han sido muy agradables. Ofrécele el amor que yo ya no le puedo dar. Te la confío. Dile un día que su madre en otro tiempo fue, y seguirá siendo en tu memoria, así lo espero, tu cómplice. Pienso en vosotros. Te doy un beso, Philip. Me llevo conmigo los mejores recuerdos de mi vida, la mirada de Lisa y los días de nuestra adolescencia.

Susan

Mary arrugó el papel en un esfuerzo por encerrar en aquella bola el sentimiento de rechazo que se instalaba en su corazón. Contempló a su hijo que había conservado la posición de firme e intentó sonreírle: «¡Descansen!». Thomas dio media vuelta y rompió filas.

Estaba sentada a la mesa de la cocina. Sus ojos iban de la ventana a la carta que apretaba entre sus dedos. Philip bajó solo.

– He hecho que se bañara y luego ha querido acostarse. Han viajado toda la noche y no tiene apetito. Creo que no servirá de nada insistir. La he instalado en la habitación de invitados.

Ella permaneció en silencio. Él se levantó, abrió el frigorífico y se sirvió un zumo de naranja, buscando a través de estos gestos anodinos recuperar cierta compostura. Mary no decía nada y seguía a su marido con la mirada.

– No tenemos elección, no puedo entregarla a los servicios sociales. Creo que ya ha tenido su cupo de injusticia y de abandono.

– ¿Ha sido abandonada? -preguntó ella en tono sarcástico.

– Su madre murió y no tiene padre, ¿hay alguna diferencia?

– ¡Y supongo que te propones encargarte de hacer que exista una diferencia!

– ¡Contigo, Mary!

– ¿Por qué no? Paso las horas, los días, los fines de semana y las noches esperándote. He puesto un punto final a mi carrera de periodista para ocuparme de tu casa y tu hijo. En tu vida me he convertido en la perfecta mujer a la sombra. ¿Por qué no iba a continuar dedicándome a ello?

– ¿Crees que tu vida sólo está hecha de sacrificios?

– Ése no es el tema. Hasta el momento era yo quien había elegido esta vida. Pero lo que ahora haces es quitarme ese último privilegio.

– Únicamente me gustaría que compartiésemos esta aventura.

– ¿Ésa es tu definición de aventura? Desde hace dos años te suplico que vivas conmigo otra aventura: la de tener otro hijo. Y desde hace dos años me respondes que no es el momento adecuado, que no disponemos de medios. Dos largos años durante los cuales has ignorado totalmente mis sentimientos. Esta relación, que se supone que era la nuestra, con el tiempo se ha convertido exclusivamente en la tuya. Soy yo quien tiene que compartir tus horarios, tus necesidades, tus preocupaciones, tus obligaciones, tus humores. Y ahora también la hija de otra. ¡Y vaya otra!