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Philip no respondió. Se retorcía las manos al tiempo que movía la cabeza sin apartar la mirada de su mujer. Los rasgos de Mary estaban crispados y las pequeñas arrugas que se le habían formado en los ojos -para gran desesperación de ella a juzgar por las largas horas que se pasaba ante el espejo intentando disimularlas- anunciaban la inminente aparición de lágrimas de ira. Incluso antes de que apareciesen, pasó el reverso de su mano por los párpados, como si quisiera evitar así que se le hinchasen los ojos y le saliesen ojeras, inútiles y perjudiciales.

– ¿Cómo sucedió?

– Murió en la montaña, durante un huracán…

– Me da lo mismo. No es eso lo que te pregunto, sino ¿cómo pudiste hacer esa promesa absurda? ¿A qué se debe que nunca me hablaras de ello? No será que no te he oído hablar veces de Susan por aquí, Susan por allá. Había días en que tenía la impresión de que al abrir el armario del cuarto de baño me iba a encontrar con ella.

Philip intentó mantener un tono tranquilo y reposado. La promesa se remontaba a una conversación de hacía diez años. Era una frase «dicha al azar», para tener razón en un debate estéril. Jamás había hablado de ello, porque lo había olvidado y nunca hubiese podido imaginar que una situación semejante se hiciese realidad. De igual modo que tampoco había imaginado que Susan acabaría teniendo un hijo. Además, en los últimos años sus cartas se habían espaciado, y Susan jamás había hecho la menor alusión a su hija. Pero lo que él menos había imaginado es que ella muriese.

– ¿Y qué se supone que tengo que decir ahora? -preguntó Mary.

– ¿A quién?

– A los demás, en la ciudad, a mis amigas.

– ¿Crees que ése es el fondo de la cuestión?

– Para mí es uno de los problemas que se me plantean. Puedes pasar por completo de nuestra vida social, pero yo he tardado cinco años en construirla, y no ha sido gracias a ti precisamente.

– Les dirás que si uno no tiene el corazón lo bastante grande para enfrentarse con este tipo de situaciones, es inútil ir a misa todos los domingos.

– ¡Pero no eres tú quien se va a ocupar de la niña! ¡Tú seguirás trabajando por las noches ahí arriba! ¡Es mi vida la que cambiará por completo!

– No más que si tuviéramos otro hijo.

– No otro hijo. ¡Maldita sea! ¡Nuestro hijo! -Se levantó de un salto-. ¡Yo también me voy a la cama! -gritó mientras subía por la escalera.

– ¡Pero si son las nueve de la mañana!

– ¿Y qué? Hoy es un día bastante anormal, ¿o no?

Al llegar al piso de arriba, caminó con paso firme, se detuvo en la mitad del pasillo, dio media vuelta, dubitativa, y se dirigió hacia la habitación donde Lisa dormía. Entreabrió la puerta sin hacer ruido.

La niña, que estaba tendida en la cama, se dio la vuelta y la miró sin decir palabra. Mary esbozó una sonrisa forzada y cerró la puerta. Luego entró en su habitación y se echó sobre la cama, la vista clavada en el techo mientras apretaba los puños con el fin de dominar su ira. Philip entró, se sentó a su lado y le cogió la mano.

– Lo siento mucho. No te puedes imaginar cuánto lo siento.

– No, no lo sientes. Jamás pudiste tener a la madre, y ahora tienes a la hija. Yo soy la que lo siente. Jamás quise ni a la una ni a la otra.

– No tienes derecho a decir esas cosas en un día como hoy.

– En un día como hoy no sé cómo no decir según qué cosas, Philip. Hace dos años que pones mala cara, que eludes el tema, que te estás distanciando de mí con mil y una excusas, siempre buenas porque son tuyas. Tu Susan te envía a su hija y todos los problemas se van a solucionar como por arte de magia. Sin embargo, olvidas un detalle: es una historia que procede de tu vida, no de la mía.

– Susan ha muerto, Mary, y yo no tengo nada que ver en eso. Tú puedes pasar totalmente de mi dolor, pero no de una niña. ¡Maldita sea! ¡No de una niña!

Mary se incorporó. Su voz, dominada por la rabia, temblaba cuando gritó: «¡A la mierda con tu Susan!».

Philip miró fijamente el alféizar de la ventana para evitar cruzarse con su mirada: «¡Pero mírame, maldita sea! Al menos ten el valor de mirarme a la cara!».

En la habitación, a la que llegaban sonidos confusos, Lisa se movió bajo el edredón y hundió la cabeza en la almohada. Apretaba su rostro con tanta fuerza que sus cabellos se confundían con la funda.

Los gritos eran menos perceptibles que los ruidos de algunas tormentas, pero el miedo que le inspiraban era el mismo. Le hubiese gustado dejar de respirar, pero sabía que eso era imposible. Todos los intentos de las dos semanas anteriores habían fracasado. Con un nudo en el estómago, se mordía la lengua cada vez con más fuerza, como su madre le había enseñado hacer: «Si sientes el gusto de la sangre en la boca, es que aún estás viva. Y cuando estés en peligro, sólo debes pensar en una cosa: en no abandonar, en no renunciar, en seguir con vida». El líquido tibio se deslizó por su garganta. Ella se concentró en esta sensación e intentó no pensar en nada más. Desde el fondo del pasillo continuaban llegando las exhortaciones de Philip, a veces entrecortadas por momentos de silencio. A cada erupción de cólera, ella hundía su rostro un poco más en la almohada, como si los ríos de palabras la fuesen a arrastrar. A cada efervescencia, cerraba un poco más los ojos, hasta el punto de que a veces veía estrellas en sus párpados.

Oyó un portazo en la habitación contigua y los pasos de un hombre que bajaba por la escalera.

Philip entró en el salón y se dejó caer en el sofá. Puso los codos sobre las rodillas y hundió la cabeza entre sus manos. Thomas esperó unos minutos antes de romper el silencio.

– ¿Jugamos una partida?

– Ahora no, pequeño.

– ¿Dónde están las chicas?

– Cada una en su habitación.

– ¿Estás triste?

No hubo ninguna respuesta. Sentado sobre la moqueta, el niño se encogió de hombros y volvió a su juego.

A veces el mundo de los adultos es muy extraño. Philip se sentó detrás de él y lo rodeó con sus brazos.

– Todo va a salir bien -dijo Philip con voz apagada y cogió uno de los mandos del juego-. ¿A qué quieres perder?

En la primera curva, el Lamborghini de Thomas sacó de la pista al Toyota de su padre.

Mary bajó al mediodía. Sin decir una palabra se dirigió a la cocina, abrió el frigorífico y comenzó a preparar el almuerzo. Comieron los tres solos. Lisa al fin se había dormido. Thomas se decidió a hablar:

– ¿Se va a quedar en casa? No es normal que ella sea la mayor. ¡Yo estaba aquí antes!

Mary dejó caer la ensaladera que llevaba a la mesa y fulminó con la mirada a Philip, que no respondió a la pregunta de su hijo. Thomas, divertido, contempló la ensalada desparramada por el suelo al tiempo que mordía con fuerza su mazorca de maíz. Se dirigió a su madre:

– ¡Puede ser divertido! -añadió.

Philip se levantó para recoger los trozos de vidrio esparcidos por el suelo.

– ¿Qué puede ser divertido? -preguntó al niño.

– Yo quería tener un hermano o una hermana. Pero no quería que sus lloros me despertasen por la noche. ¡Y los pañales huelen mal! Además, ella es demasiado mayor para quitarme los juguetes. El color de su piel es bonito. En la escuela me tendrán envidia por…