– Lisa, tienes que contestar cuando la gente te hable. Prácticamente no he oído tu voz desde hace dos días.
La niña se encogió de hombros y hundió un poco más la cabeza en su cuello.
En el interior del MacDonald's al que Philip la llevó a comer, la pequeña se quedó fascinada con los anuncios publicitarios que estaban colgados encima de las cajas registradoras. Cuando se acercó al mostrador, él le preguntó qué quería. Pero ella se dio la vuelta, sin mostrar interés alguno por la comida; sólo el gran tobogán rojo que había en el exterior del edificio parecía atraer su atención. Philip insistió, pero Lisa guardó silencio, con la mirada perdida al otro lado de la ventana. Él se agachó y con el dedo movió la barbilla de la niña.
– Me gustaría que jugases, pero llueve.
– ¿Y qué? -preguntó ella.
– Quedarás empapada.
– En mi país llueve todo el tiempo y la lluvia es mucho más fuerte. Y si no fuésemos a hacer lo que nos gusta porque nos mojamos, nos moriríamos. No es así como la lluvia te mata, no has entendido nada. ¡Tú no la conoces! ¡Yo sí!
La cajera les pidió que se apartasen si no iban a pedir nada, puesto que los demás clientes se impacientaban. Lisa de nuevo había vuelto la cabeza y contemplaba el tobogán de la misma manera que un prisionero observa la línea de un horizonte imaginario más allá de los barrotes de su celda.
– Si me tirase por el tobogán quizá llegaría a mi país. Es como en los sueños. Estoy segura de que si deseo algo con fuerza puede llegar a pasar.
Philip pidió disculpas a la camarera y cogió la mano de Lisa. Salieron del local. Ahora la lluvia era más intensa y en el aparcamiento se formaban grandes charcos. Él caminó de forma intencionada sobre cada uno de ellos, dejando que los zapatos se hundiesen en el agua.
Al pie de la escalera, cogió a Lisa en sus brazos y la puso en el tercer escalón del tobogán.
– Supongo que sería ridículo que te dijese que tengas cuidado. Allí nunca te caías.
– ¡Sí!
Ella subió por los barrotes de uno en uno, sin prestar atención a las ráfagas de viento. Él la adivinó feliz, ignorante del instante futuro, como un animal que ha sido devuelto a su medio natural.
Al pie del gran tobogán rojo, de colores difuminados por la oscuridad del cielo, un hombre empapado mantenía los brazos abiertos para acoger a una niña que se lanzaba con los ojos fuertemente cerrados porque creía que así su sueño se haría realidad. Cada vez que se lanzaba, él la recogía, abrazándola, y la volvía a colocar en el tercer barrote de la escalera.
Ella hizo tres intentos. Luego se encogió de hombros y le dio la mano.
– ¡No funciona! Nos podemos ir.
– ¿Quieres comer algo?
Ella negó con la cabeza y lo llevó al coche. Al subir en el asiento trasero, le dijo al oído.
– ¡De todas maneras me ha gustado! La tormenta aún no había pasado.
Cuando llegaron a casa, Mary se hallaba sentada en el salón. Se levantó de un salto y se puso en medio de la escalera.
– No vais a ir a ninguna parte así, empapados como estáis. Hace sólo una semana que se limpiaron las moquetas. Quitaos los zapatos y la ropa, ahora bajo con unas toallas.
Philip se quitó la camisa y ayudó a Lisa a hacer lo mismo. Ella encontraba estúpido que hubiese moquetas si no se podía caminar sobre ellas. En su país todo era más práctico: el suelo era de madera y en él se podía hacer todo lo que una quisiera, porque se pasaba la bayeta y todo quedaba limpio de nuevo. Mary frotaba los cabellos de Philip, quien, a su vez, secaba los de Lisa. Les preguntó si habían pasado por un túnel de lavado y habían dejado las ventanillas abiertas. Luego les ordenó que subiesen a cambiarse. El mal tiempo les impidió salir y la niña pasó la tarde descubriendo la casa.
Ella había subido al despacho de Philip. Tras empujar la puerta y entrar, se había deslizado detrás de la gran mesa, desde donde espiaba a Philip, que se dedicaba a repasar el contorno de un dibujo. Luego se puso a examinar la habitación y sus ojos se detuvieron en la fotografía de Susan, que contempló largo rato. Jamás había visto a su madre tan joven y jamás había constatado el parecido que iba surgiendo entre ambas con el transcurso del tiempo.
– ¿Crees que un día seré más vieja que ella?
Philip levantó la cabeza de su dibujo.
– Ella tenía veinte años en esa foto. La tomé en el parque la víspera de su marcha. Yo era su mejor amigo, sabes. Cuando yo tenía tu edad le regalé la medalla que siempre llevaba colgada del cuello. La puedes ver si te acercas un poco más. Entre nosotros no había secretos.
Arrogante, Lisa clavó su mirada en él.
– ¿Sabías que yo había nacido?
Luego salió sin decir nada. Philip permaneció unos instantes con los ojos fijos en el vano de la puerta antes de dirigir la mirada hacia la pequeña caja que contenía las cartas de Susan. Puso la mano sobre la tapa, dudó un momento y renunció a abrirla.
Sonrió tristemente al retrato que estaba colocado en la estantería y reanudó su trabajo.
Lisa bajó al cuarto de baño y abrió el armario que contenía los productos de belleza de Mary. Cogió un frasco de perfume, apretó el pulverizador y aspiró el aroma de vetiver que se esparció en el aire. Hizo un gesto, dejó el frasco y salió del cuarto. La siguiente visita fue a la habitación de Thomas, que carecía de interés. La gran caja sólo contenía juguetes de niño. El fusil que estaba en la pared le dio escalofríos. ¿También aquí había soldados que podían venir a quemar casas y matar a sus habitantes? ¿Qué peligro existía en una ciudad donde las vallas no habían sido arrancadas y cuyas paredes no mostraban impactos de bala?
Mary acababa de preparar la cena y estaban sentados a la mesa de la cocina. Thomas, a quien habían servido el primero, trazaba surcos sobre el puré con el tenedor. Había colocado los guisantes en formación de convoy, que se dirigía a un garaje imaginario situado bajo la loncha de jamón. Uno de sus camiones verdes rodeaba metódicamente el pepinillo que sostenía la bóveda, la dificultad del ejercicio consistía en evitar el bosque de espinacas, lugar de todos los peligros. Sobre su servilleta de papel, Philip dibujaba con un carboncillo el rostro de Mary. Sobre la suya, Lisa esbozaba a un Philip dibujando.
El miércoles él se la llevó consigo a comprar al supermercado. Lisa jamás había visto algo semejante: en aquel lugar había más comida que la que nunca había en todo su pueblo.
Todas las salidas de la semana fueron pretextos para descubrir las originalidades de ese universo que su madre le describía como el «país de antes». Lisa, entusiasta, a veces celosa y amedrentada, se preguntaba cómo podría llevar un trozo de este mundo a los que se encontraban en su país, en aquellas calles llenas de polvo que ella tanto echaba de menos. Al irse a dormir evocaba imágenes que la reconfortaban: la callejuela de tierra que separaba su casa del hospicio que su madre hiciera construir o las miradas calurosas de los habitantes del pueblo, que siempre la saludaban cuando pasaba. El electricista, que jamás quería aceptar dinero de su madre, se llamaba Manuel. Recordaba la voz de la maestra que iba una vez por semana a darle clase en el almacén donde se guardaban los alimentos, la señora Casales; siempre llevaba consigo fotografías de unos animales increíbles. Se hundió en los brazos de Enrique, el transportista, al que todos conocían como el Hombre de la Carreta.