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En su sueño oyó los cascos de su asno al golpear contra la tierra seca. Ella lo siguió hasta la granja. Atravesó los campos de colza, cuyos altos tallos amarillos la protegían del sol ardiente, y llegó a la iglesia; las puertas estaban entreabiertas desde que una lluvia deformara los marcos. Avanzó hacia el altar por el pasillo central mientras los habitantes del pueblo la miraban sonriendo. Al llegar a la primera fila, su madre la cogió y la abrazó. El perfume de su piel, en la que el sudor se mezclaba con el olor a jabón, penetró en su nariz. La luz bajó de intensidad, como si el día se pusiese con demasiada rapidez, y el cielo se oscureció de pronto. Nimbado por una claridad opalina, el asno entró en la iglesia majestuosamente y contempló el conjunto con aire confundido. La tormenta estalló de forma brutal y las paredes de la iglesia parecieron encogerse.

Se oyó el ruido sordo del agua que bajaba de la montaña. Los campesinos se arrodillaron, con las cabezas gachas, uniendo sus manos para suplicar aún con mayor fervor. Le costó darse la vuelta; era como si el peso del aire impidiese sus movimientos. Los dos batientes de madera reventaron hechos pedazos y el torrente penetró en la nave. El asno fue levantado del suelo, intentó desesperadamente mantener los ollares por encima de las aguas y lanzó un último relincho antes de ser tragado por el torbellino. Cuando ella abrió los ojos, Philip estaba a su lado y le cogía la mano. Acariciaba sus cabellos y le murmuraba aquellas dulces palabras con las que se intenta imponer silencio a los niños cuando sólo los gritos podrían liberarlos del miedo. Pero ¿qué adulto se acuerda de esos espantos?

Ella se sentó bruscamente en la cama y se pasó la mano para quitarse las gotas de sudor que perlaban su frente.

– ¿Por qué mamá no se ha venido conmigo? ¿Para qué sirven mis pesadillas si ella no se despierta también a mi lado?

Philip hizo ademán de abrazarla, pero la pequeña lo rechazó.

– Hace falta tiempo -dijo él-. Ya lo verás, sólo un poco de tiempo y todo irá mejor.

Él se quedó a su lado hasta que la niña se durmió. Al regresar a su habitación no encendió la luz para no despertar a Mary. Buscó la cama a tientas y se metió entre las sábanas.

– ¿Qué hacías?

– Basta, Mary.

– Pero ¿qué he dicho?

– ¡Nada, precisamente!

Aquel sábado se podía confundir con el anterior, la lluvia constante había vuelto a golpear los cristales de la casa. Philip se había encerrado en su despacho. En el salón, Thomas liquidaba extraterrestres en forma de media calabaza que descendían por la pantalla del televisor. Sentada en la cocina, Mary pasaba las páginas de una revista. Dirigió su mirada a la escalera, cuyos escalones desaparecían en la penumbra de la primera planta. A través de las puertas de corredera del salón adivinó la espalda de su hijo inclinado sobre el juego. Contempló a Lisa, que dibujaba delante de ella. Dirigiendo su cara hacia la ventana, Mary se sentía embargada por la tristeza del cielo en aquella tarde taciturna y silenciosa. Lisa levantó la cabeza y sorprendió el dolor que corría por las mejillas de la mujer. La escrutó así unos instantes y la cólera que le invadió deformó su rostro de niña. Saltó al instante de la silla en la que estaba sentada y se dirigió con paso firme hacia el frigorífico, que abrió con brusquedad para coger dos huevos, una botella de leche y cerrarlo al fin de un portazo. Tomó un bol en el que comenzó a batir la mezcla con una fuerza que sorprendió a Mary. La pequeña añadió, muy segura de sí misma, azúcar, harina y otros ingredientes, que fue cogiendo uno a uno de las estanterías.

– ¿Qué haces?

La niña miró a Mary directamente a los ojos, el labio inferior le temblaba.

– En mi país llueve, pero no son lluvias como aquí, sino verdaderas lluvias que caen sin parar durante días y días. Y la lluvia entre nosotros es tan fuerte que siempre acaba por encontrar la manera de colarse en el interior de las casas. La lluvia es inteligente, mamá me lo dijo. Tú no lo sabes, pero siempre quiere más y más.

La ira de la niña se incrementaba con cada palabra. Encendió el gas y puso una sartén en el fuego. Continuó lo que estaba haciendo, interrumpiéndose únicamente para lanzar un nuevo comentario.

– La lluvia intenta ir más allá. Si no tienes cuidado, acaba por alcanzar su objetivo. Se te cuela en la cabeza para ahogarte y, cuando lo ha logrado, escapa por los ojos para ir a ahogar a otra persona. Yo no miento. He visto la lluvia en tus ojos, te ha costado retenerla. Ya es demasiado tarde. La has dejado entrar. ¡Has perdido!

Mientras proseguía con su monólogo exaltado, vertió el espeso líquido y vio cómo se doraba en el fuego.

– Esa lluvia es peligrosa porque te arranca trozos de cerebro y acabas por renunciar, y es así como mueres. Yo sé que eso es verdad. En mi país vi a gente que moría porque se había rendido. Luego Enrique los transportaba en su carreta. Mamá, para protegernos de la lluvia, para impedir que nos hiciese daño, tenía un secreto…

Haciendo acopio de todas sus fuerzas, con un gesto rápido hizo que la crep diese una vuelta en el aire. Dorada, la tortita giró sobre sí misma mientras se elevaba lentamente hasta quedar adherida al techo, justo encima de Lisa, que la señalaba con el dedo. Con el brazo tan tenso como la cuerda de un arco a punto de romperse, gritó a Mary:

– Es el secreto de mamá: hacía soles en el techo. Mira -dijo al tiempo que señalaba con todas sus fuerzas la crep adherida al techo-. ¡Pero mira! ¿Puedes ver ese sol?

Sin esperar la respuesta envió otra crep junto a la primera. Mary no sabía cómo reaccionar. Cada vez que volaba una tortita, la niña dirigía orgullosamente su índice al aire y gritaba:

– Ahora ves los soles. ¡Así que ya no tienes por qué llorar!

Atraído por el olor, Thomas asomó la punta de la nariz por la puerta. Se detuvo y contempló la escena. Vio a Lisa en primer lugar, que en su nerviosismo le hacía pensar en un personaje de cómic. Después observó a su madre. Decepcionado, no descubrió ninguna crep.

– ¿No me habéis dejado ninguna?

Lisa mojó con malicia su dedo en la pasta azucarada y se lo metió en la boca, haciéndolo girar. A continuación lanzó una mirada furtiva al techo.

– ¡Tendrás una en dos segundos! ¡No te muevas!

La tortita cayó sobre el hombro del niño, que se asustó. Miró el techo y soltó una carcajada, como si el mundo entero hubiese venido a hacerle cosquillas. Lisa sintió que la rabia que se había adueñado de ella remitía, dejó la sartén y sonrió. Le habría gustado dominar la risa que la iba embargado, pero no lo consiguió y las carcajadas de ambos niños resonaron en la habitación. Mary no tardó en sumarse a aquella risa loca. Philip entró en la cocina, y se encontró con un espectáculo de lo más inesperado. Sintió el aroma dulce que inundaba la habitación y también buscó a su alrededor.

– ¿Habéis hecho creps y no habéis dejado ninguna para mí?

– Sí, sí -dijo Mary con los ojos húmedos-. ¡No te muevas!

Pegada al frigorífico, Lisa reía a carcajadas. Thomas, jadeando, se había tirado al suelo.

La risa de Philip despertó la atención de Mary, cuyos ojos se dirigieron de su hijo a él, de él a Lisa, para luego recorrer el camino inverso. Contemplaba a los tres, espectadora de una complicidad tan súbita como endiablada y en la que ya no participaba en absoluto. Adquirió plena conciencia de la alegre melodía que se había adueñado de su casa y advirtió la ternura de la sonrisa que se había dibujado en los labios de Philip, el cual miraba a Lisa. La expresión de la niña era muy semejante a la de la mujer de la foto que estaba colocada sobre la repisa del despacho de su marido; salvo por el color oscuro de la piel, Lisa era el vivo retrato de su madre. En la mirada que se cruzó con Philip, Mary comprendió en un instante…