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– Echo de menos tu mirada -dijo ella en la oscuridad-. Me doy cuenta de cómo tus ojos se iluminan cuando miras a Lisa. ¡Si yo recibiera de ti aunque sólo fuese la cuarta parte de esa mirada! Desde el fallecimiento de Susan tus ojos ya no me miran. En tu interior hay algo que ha muerto y que soy incapaz de resucitar.

– No. Te equivocas. Hago lo que puedo, no siempre es fácil y no soy perfecto.

– No puedo ayudarte, Philip, porque la puerta está cerrada. ¿El pasado cuenta para ti mucho más que el presente y el futuro? Es tan fácil renunciar por nostalgia… ¡Qué formidable dolor pasivo, qué admirable muerte lenta! Pero al fin y al cabo también es una muerte. Al comienzo de nuestra relación me contabas tus sueños, tus anhelos. Creí que me reclamabas, acudí a tu lado y, sin embargo, permaneciste prisionero de tu mundo imaginario. Y yo tuve la impresión de ser expulsada de mi propia vida. Yo no te he quitado a nadie, Philip. Estabas solo cuando te encontré. ¿Te acuerdas?

– ¿Por qué dices eso?

– Porque me abandonas y yo no soy la culpable.

– ¿Por qué te niegas a acercarte a Lisa?

– Ella tampoco desea que me acerque. El acercamiento tiene que ser cosa de dos. Para ti es fácil, porque el lugar del padre estaba libre.

– Pero en su corazón hay todo el espacio del mundo.

– ¿Eres tú quien lo dice? Tú, que a pesar del amor que te profeso, no eres capaz de hacerme un lugar en el tuyo.

– ¿Te doy pena hasta ese punto?

– Mucho más, Philip. No hay peor soledad que la que se siente en compañía de otro. Te amo, pero he pensado en dejarte. ¡Qué increíble incoherencia, qué ultraje a la vida! Pero todavía estoy aquí porque te amo. Y tú no me ves. Sólo te ves a ti mismo, tu dolor, tus dudas, tus incertidumbres. Sin embargo, a pesar de todo te sigo amando.

– ¿Has pensado en dejarme?

– Lo pienso cada mañana al levantarme, en las primeras horas de nuestro día, al verte tomar el café en silencio, al observar cómo te vistes en soledad; cuando te lavas el perfume de mi piel y permaneces bajo el agua demasiado rato; cuando sé que en la ducha estás muy lejos de aquí. Cuando te precipitas hacia el teléfono en cuanto suena, como si se acabara de abrir una ventana que te permitirá escapar un poco más aún. Y yo me quedo ahí, con un océano de felicidad ante mis manos, en el que soñaba que nos bañaríamos juntos.

– Simplemente estoy un poco aturdido -se disculpó él.

– No has aprendido nada, Philip. Observo cómo te vas haciendo mayor cuando te pasas los dedos por las arrugas que aparecen en tu cara. Desde el primer día te amé ya viejo. Es así como supe que deseaba compartir mi vida contigo. La idea de una edad sin límites a tu lado me hacía feliz porque por primera vez en mi vida no tenía miedo a la eternidad, como tampoco a las afrentas del tiempo. Porque cuando me penetrabas sentía tus fuerzas y tus debilidades y me gustaba esa dulce combinación. Pero sola no puedo inventar nuestra vida, nadie puede. No es posible inventar la vida, sólo hay que tener valor para vivirla. Me voy por unos días. Si continúo a tu lado, acabaré por hundirme.

Philip cogió las manos de Mary entre las suyas y las apretó.

– Mi infancia murió con ella y no logro superar el duelo.

– Susan es un pretexto, tu adolescencia también. Puedes prolongar eternamente esa parte de tu vida. Todo el mundo puede hacerlo. Se sueña con un ideal que uno persigue y acecha, y luego, cuando aparece, se descubre el miedo a vivirlo. El miedo a no estar a la altura de los propios sueños; el miedo de unirlos a una realidad de la que uno es responsable. Es tan fácil renunciar a ser adulto, tan fácil olvidar las propias faltas y atribuir el error a una fatalidad que oculta nuestra pereza… Si supieses lo cansada que estoy de repente. Tuve el valor, Philip, de amarte tal como eras, de amar tu vida, que era tan complicada como decías al principio. ¿Complicada a causa de qué? ¿De tus tormentos, de tus imperfecciones? ¿Creías acaso que detentabas el monopolio?

– ¿Estás cansada de mí?

– He pasado todo este tiempo escuchándote, mientras que tú sólo te oías a ti mismo. Pero la idea de hacerte feliz me llenaba de alegría, y me reía de los problemas de la vida cotidiana. No tengo miedo de que tu cepillo de dientes esté en mi vaso, ni de los ruidos que haces por la noches, ni de tu cara ceñuda por la mañana. Mi sueño era vivir sin prestar atención a todo eso. Yo también he tenido que aprender a luchar contra mis momentos de soledad, contra mis instantes de vértigo. ¿Acaso los veías? Te di todas las razones del mundo para intentar que admitieses que tu Tierra a veces giraba al revés. Pero lo quieras o no gira en un solo sentido. Y, lo quieras o no, ella te lleva encima y tú has de girar con ella.

– Pero ¿qué ha pasado para que me digas todo esto?

– Nada, precisamente. Me ha bastado ver tu cuerpo que se alejaba un poco más de mí cada noche; abrir mis ojos y ver tu espalda antes que descubrir tu rostro dormido; sentir cómo tus manos se deslizaban sin ganas sobre mi cuerpo. Dios mío, cómo he odiado tus «gracias» cuando te besaba en el cuello. ¿Por qué no has trabajado un rato más esta noche? Me hubiese gustado resistir un poco más y no decirte nada.

– ¿Intentas decirme que ya no me quieres?

Mary se levantó de la cama y lo miró antes de salir de la habitación.

Él vio cómo las curvas de su cuerpo se desvanecían en la penumbra del pasillo, esperó unos minutos y fue a su lado. Ella estaba sentada en lo alto de la escalera y miraba con fijeza la puerta de entrada. Él se arrodilló detrás y la rodeó torpemente con sus brazos.

– Estaba diciéndote lo contrario -dijo Mary.

Ella bajó la escalera, entró en el salón y cerró la puerta.

Difícil mañana la que sigue a una noche en la que se han pronunciado palabras que se adivinaban sin necesidad de oírlas. Embutida en su abrigo de cuero, Mary lucha en el umbral de la puerta contra el terrible frío de la mañana. Las voces de los niños en la escalera se aproximan. Ella grita que los espera en el coche, que deben darse prisa, pues si no llegarán tarde. Philip se acerca, pone la mano sobre su nuca y la acaricia.

– Quizá no he actuado como tú esperabas, pero te amo de verdad, Mary.

– Ahora no. No cerca de los niños, por favor. Es muy pronto. Voy a hacer unas tortitas…

La besó en los labios. Desde lo alto de la escalera, Thomas se puso a cantar a voz en grito: «¡Están enamorados, están enamorados, están enamorados!». Lisa le dio un golpe con el hombro y, en un tono que quiso ser tan autoritario como arrogante, añadió: «¡Thomas, dime que en enero cumplirás siete años, que no te quedarás así para siempre!». Sin esperar la respuesta, bajó la escalera. Al salir, cogió las llaves de la mano de Mary y gritó: «Soy yo la que os espera en el coche», para luego añadir en voz baja: «¡Están enamorados!».

Mary descendió por el sendero, colocó su pequeña maleta en el maletero del 4 x 4 y se instaló detrás del volante:

– ¿Te vas de viaje? -preguntó Thomas.

– Voy a pasar unos días con mi hermana en Los Angeles. Papá se ocupará de vosotros.

Mary dejó el coche en el aparcamiento y tomó el pasillo que conducía a la terminal. Acababan de finalizar unas obras y la pintura aún relucía. Su avión tardaría tres horas en despegar. El embarque aún no había comenzado. Entró en la cafetería y se sentó en un taburete cerca del mostrador. Desde allí podía contemplar las pistas. Un camarero con acento español le sirvió un café con leche. En el silencio de la sala vacía dejaba pasar por delante de sus ojos las imágenes del pasado: el momento fortuito del primer encuentro en la oscuridad de un cine, lo inesperado de las primeras palabras pronunciadas en la calle, la delicadeza de la turbación que se anuncia, la confusión de los sentimientos cuando cada uno reanuda el curso de la vida con los números respectivos. La espera que ha irritado la esperanza, los detalles que recuerdan a quien aún no se conoce, la emoción de la primera llamada que hace que el día siguiente sea tan diferente. Después, el silencio que se instala de nuevo y el tiempo que ya no deja aflorar pensamientos que no se quieren adivinar. En medio de la multitud, una mirada única a Times Square en una No- chevieja, la puerta de un edifico que se abre al amanecer glacial de una calle desierta del Soho, y de nuevo la espera. La intimidad naciente de las veladas que concluyen detrás de un ventanal de Fanelli's. Una vieja escalera de madera en la que cada escalón parecía más empinado que el anterior cuando él desaparecía al dar la vuelta a la esquina. Las horas transcurridas pendiente del teléfono. En medio del cortejo, los recuerdos de todas las primeras veces: un ramo de rosas rojas abandonado sobre el rellano, el pudor de los abrazos que parece dar tanto valor a los gestos torpes. Una noche frágil dominada por el temor a incomodar al otro, el cuerpo que no encuentra la postura del sueño, o ese brazo que ya no se sabe dónde colocar.