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Ella se había desplazado a la ciudad al final del día y lo esperaba en el exterior del edificio.

Él al fin salió y se quitó la bata blanca, que arrojó en la parte trasera del 4x4. Había reservado sitio en una terraza de un pequeño restaurante del puerto. Se sentaron a la mesa y, antes de consultar la carta, pidieron unas cervezas.

– ¿Cómo va por aquí? -preguntó ella.

– Como de costumbre: falta de materiales, falta de medios humanos, demasiado trabajo, el equipo está agotado, la rutina. ¿Y por allí?

– Por allí tenemos el inconveniente adicional de que somos pocos.

– ¿Quieres que te envíe a alguien?

– Eso es algo poco compatible con lo que me acabas de contar.

– Tienes derecho a estar harta, Susan. Tienes derecho a estar cansada y también a dejarlo todo.

– ¿Me has invitado a cenar sólo para soltarme esa tontería?

– En primer lugar, no te he dicho que te invitara… La gente cree que desde hace algunas semanas no te encuentras del todo bien. Te muestras agresiva y lo que llega a mis oídos no dice mucho en tu favor. No estamos aquí para hacernos impopulares. Debes aprender a controlarte.

El camarero trajo dos platos de tamales. Ella retiró la hoja de plátano y cortó la masa que contenía carne de cerdo. Al mismo tiempo que se echaba salsa picante sobre el plato, Thomas pidió dos botellas más de Salva Vida, una cerveza del país.

Hacía dos horas que el sol se había puesto y la luz que reflejaba la luna era increíble. Ella se dio la vuelta para contemplar los reflejos ondulantes de las grandes grúas sobre las aguas.

– Con vosotros, los tíos, una nunca tiene derecho a equivocarse.

– ¡No más que los médicos, sean hombres o mujeres! Aunque seas la que manda, eres un eslabón más de la cadena. ¡Si te rompes, toda la maquinaria se detiene!

– Hubo un robo y eso me sacó de mis casillas. No podemos admitir que estemos aquí para ayudarles y que se roben la comida entre ellos.

– Susan, no me gusta tu manera de decir «ellos». En nuestros hospitales también se roba. ¿Acaso crees que no sucede lo mismo en mi dispensario?

Tomó su servilleta para limpiarse los dedos. Ella le cogió el índice, se lo llevó a la boca y lo apretó delicadamente entre sus dientes al tiempo que le dirigía una mirada maliciosa. Cuando el dedo de Thomas estuvo limpio, ella lo soltó.

– ¡Acaba ya con tu lección de moral! -dijo ella sonriendo.

– Estás cambiando, Susan.

– Déjame dormir esta noche en tu casa. No me gusta volver cuando ya ha oscurecido.

Él pagó la cuenta y la invitó a levantarse. Mientras caminaban por el muelle, pasó su brazo en torno a la cintura de él y apoyó la cabeza sobre su hombro.

– Estoy a punto de dejarme vencer por la soledad y, por primera vez en mi vida, tengo la impresión de no poder superarlo.

– Vuelve a casa.

– ¿No quieres que me quede?

– No hablo de esta noche, sino de tu vida. Deberías regresar a Estados Unidos.

– No me rendiré.

– Volver a casa no siempre es una rendición. Es una manera de conservar lo que se ha vivido, si uno sabe retirarse antes de que sea demasiado tarde. Déjame el volante, conduciré yo.

El motor se puso en marcha y arrojó una nube de humo negro. Thomas encendió los faros, que barrieron los muros con un haz de luz blanca.

– Deberías cambiar el aceite. Se te va a despedazar entre las manos.

– No te preocupes. Tengo la costumbre de que las cosas se me despedacen entre las manos.

Susan se repantigó en el asiento y, sacando las piernas por la ventanilla, apoyó los pies en el espejo retrovisor externo. Aparte de los ruidos mecánicos, el interior del coche permanecía en silencio. Cuando Thomas estacionó el coche delante de su casa, Susan permaneció inmóvil.

– ¿Te acuerdas de los sueños que tenías cuando eras niño? -preguntó ella.

– Me basta con recordar los que tuve anoche -respondió Thomas.

– No. Me refiero a lo que soñabas con llegar a ser cuando fueses mayor.

– Sí, me acuerdo. Quería ser médico, y me he convertido en administrador de un dispensario. ¡Di en el blanco, pero no en la diana!

– Yo quería ser pintora, para pintar el mundo de colores. Y Philip quería ser bombero para salvar a la gente. Ahora él es creativo en una agencia de publicidad y yo trabajo en el ámbito de la ayuda humanitaria. En algún punto ambos nos equivocamos.

– No es el único terreno en el que ambos os habéis equivocado.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Hablas mucho de él. Y cada vez que pronuncias su nombre, tu voz tiene un tono nostálgico, y eso deja poco espacio a la duda.

– ¿A qué duda?

– ¡A las tuyas! Creo que amas a ese hombre y que esa realidad te da un miedo terrible.

– Vamos, entremos en casa. Empiezo a tener frío.

– ¿Cómo te las arreglas para tener tanto valor respecto a los demás y tan poco para ti?

Por la mañana, ella abandonó la cama sin hacer ruido y desapareció de puntillas.

El mes de marzo pasó a la velocidad de un relámpago. Todas las tardes, cuando salía del trabajo, Philip se veía con Mary. Puesto que dormía en casa de ella, ahorraba diez preciosos minutos cada mañana. Al llegar el fin de semana cambiaban de cama y pasaban los dos días en el apartamento del Soho, al que habían bautizado con el nombre de «casa de campo». Los primeros días del mes de abril temblaban bajo los vientos del norte, que soplaban sin cesar sobre la ciudad. Los brotes de los árboles aún no habían salido y sólo el calendario anunciaba el inicio de la primavera.

Pronto Mary obtuvo el cargo de periodista en la revista en la que trabajaba y consideró que para ellos ya había llegado el momento de encontrar un nuevo lugar donde instalar sus respectivos muebles y su vida.

Comenzó a estudiar los anuncios en busca de un apartamento en Midtown. Ahí, los alquileres serían menos caros. También sería más práctico para ir al trabajo.

Susan pasaba la mayor parte de su tiempo detrás del volante del Jeep. De pueblo en pueblo, garantizaba la distribución de semillas y alimentos de primera necesidad. La carretera a veces la llevaba demasiado lejos para regresar a casa cuando se hacía de noche y adquirió la costumbre de emprender viajes de varios días, recorriendo las pistas hasta los enclaves más profundos del valle. En dos ocasiones se cruzó con las tropas sandinistas que se escondían en las montañas. Jamás los había visto adentrarse tanto en el país. Su cuerpo traicionaba la fatiga que le producía ese tipo de vida. La ausencia de sueño la empujaba a salir todas las noches, y cada mañana le resultaba más difícil ponerse en pie. Un día, después de cargar el 4 X 4 con diez sacos de harina de maíz tomó la carretera cuando el sol se hallaba en el cénit y se dirigió hacia donde vivía Álvarez. Llegó a media tarde. Después de haber descargado el coche, cenaron juntos en su casa. Él la encontró desmejorada y le propuso que se quedara a descansar unos días en las montañas. Ella le prometió pensárselo, y cogió el camino de regreso después de cenar, declinando la invitación de pasar la noche en el pueblo. Incapaz de irse a dormir, pasó por delante de su casa y se dirigió a la taberna, que todavía estaba abierta a esas horas.

Al entrar en el bar, sacudió enérgicamente sus pantalones y el jersey para quitarse la capa de polvo y de tierra seca que los cubría. Pidió un vaso doble de alcohol de caña.

El hombre que estaba detrás del mostrador cogió la botella y la colocó delante de ella, la miró de hito en hito y le ofreció un vaso de estaño.

– Sírvete tú misma. Por suerte todavía tienes pechos y el cabello largo, si no creería que te habías vuelto hombre.

– ¿Qué quieres decir con esa observación tan profunda?

Él se inclinó hacia ella para hablarle en voz baja, como para contarle un secreto.

– Con demasiada frecuencia estás en compañía de hombres y con demasiada poca con el mismo. La gente empieza a hablar de ti.

– ¿Y qué dice la gente?

– ¡No me hables con ese tono, Señora Blanca! ¡Es por tu bien por lo que digo en voz alta lo que otros cuentan en voz baja!

– Claro, porque cuando vosotros os paseáis mostrando el paquete sois unos ligones y cuando nosotras enseñamos una teta somos unas putas. Sabes, para que un hombre se acueste con una mujer hace falta precisamente que haya una mujer.

– ¡No hieras a las de este pueblo, es todo lo que te digo!

– Si el corazón de muchas todavía late es, en parte, gracias a mí. Por eso las molesto.

– Ninguno de nosotros te ha pedido limosna, nadie te ha llamado para que vinieses a ayudarnos. Si no te gusta esto, vuelve a tu casa. Mírate, cuando te veo y pienso que eres la maestra de nuestros niños, no puedo dejar de preguntarme qué pueden aprender de ti.

El anciano que estaba acodado sobre el mostrador de plomo hizo una señal con la mano para que el hombre se callase.

Los ojos de Susan indicaban que aquello había ido demasiado lejos. El camarero recogió la botella con un gesto enérgico para devolverla a la estantería. Una vez que estuvo de espaldas dijo que la copa era un obsequio de la casa. El viejo esbozó una sonrisa, descubriendo sus dientes carcomidos, pero ella ya se había dado media vuelta y salía del local. Cuando estuvo fuera se apoyó en la balaustrada y vomitó todo lo que tenía en el estómago. Se puso de cuclillas para recuperar el aliento. Más tarde, en el camino que la conducía a casa, levantó la mirada hacia el cielo, como si quisiera contar las estrellas, pero la cabeza le daba vueltas y tuvo que detenerse. Agotada, siguió a sus propios pies hasta la escalinata de la casa.