– ¿Quiere otro café, señora? Discúlpeme, no pretendía asustarla.
– No, gracias -respondió ella-. Voy a embarcar.
Pagó la cuenta y salió de la cafetería. Delante de las ventanillas de la TWA vio una hilera de cabinas telefónicas. Introdujo una moneda de veinticinco céntimos en la ranura de una de ellas y marcó el número de teléfono. Philip descolgó al primer tono.
– ¿Dónde estás?
– En el aeropuerto.
– ¿A qué hora sale tu avión?
La pregunta había sido hecha con una voz triste y suave. Esperó unos segundos antes de contestar.
– ¿Estás libre esta noche? Llama a una canguro y reserva una mesa en Fanelli's. Voy a cambiar una semana de sol por un día de compras. Ponte unos vaqueros y un jersey de cuello redondo, azul. Es así como te encuentro más sexy. Te esperaré a los ocho de la tarde en la esquina de Mercer con Prince.
Colgó el auricular y, sonriente, tomó el pasillo que conducía al aparcamiento.
Se había dedicado el día a sí misma: peluquería, manicura, pedicura, cuidados de la cara, sin olvidar un detalle. Sacó de su bolso el billete de avión que se haría reembolsar, verificó el precio y, para no tener mala conciencia, estableció consigo misma el compromiso de no sobrepasar la cifra que figuraba en la esquina izquierda: se regaló un abrigo, una falda, una blusa y compró un jersey para Thomas.
En Fanelli's insistió en cenar en la primera sala. Philip estuvo atento durante toda la cena.
Haciendo frente al viento glacial, caminaron por las calles adoquinadas de su antiguo barrio y sin darse cuenta se encontraron al pie del edificio donde habían vivido. Bajo el porche él la abrazó y la besó.
– Tenemos que volver -dijo ella-. Ya es muy tarde para la canguro.
– Se quedará toda la noche. Acompañará a los niños a la escuela mañana por la mañana. Te llevaré al hotel donde he reservado una habitación.
En la complicidad de las sábanas arrugadas y antes de que cayesen dormidos, ella se apretó contra Philip y lo rodeó con sus brazos.
– Me alegro de no haber ido a Los Ángeles.
– También yo me alegro -respondió él-. Mary, escuché lo que me dijiste ayer y quisiera pedirte algo. Me gustaría que hicieses un esfuerzo con Lisa.
Pasaron cinco estaciones y Mary seguía intentando esforzarse. Por las mañanas Philip acompañaba a los niños a la escuela y ella iba a buscarlos por la tarde. Thomas no se apartaba de su hermana, a la que adoraba. Philip dedicaba las tardes de los miércoles a recopilar información sobre todo lo referente a Honduras que era posible encontrar en la biblioteca de Montclair. Fotocopiaba artículos de prensa que luego ella pegaba en un gran cuaderno; en sus páginas había también dibujos, unas veces hechos al carboncillo y otras realizados con un lápiz negro. Lisa le acompañaba a sus partidos de béisbol. Se sentaba en las gradas y cuando a Thomas le tocaba batear, todo el mundo se sorprendía al oír los gritos de aliento que lanzaba la muchacha. En el mes de agosto se fueron de vacaciones. Philip y Mary alquilaron un pequeño bungaló a orillas del agua, en los Hamptons. Durante un largo fin de semana de invierno enviaron a los niños a un curso de esquí y ellos se refugiaron como dos amantes a orillas de un lago helado en los Adirondacks. Los binomios se deshacían poco a poco, para reconstituirse al cabo de un tiempo: el de los padres de una parte y el de los niños de la otra. Lisa también cambiaba; estaba dejando atrás su cuerpo de niña y semana tras semana iba adquiriendo la apariencia de una mujercita.
Celebró sus catorce años a finales del mes de enero de 1993 y ocho cómplices de clase se sumaron a su fiesta de cumpleaños. Su piel era cada vez más oscura, y sus pupilas cada vez brillaban con mayor independencia y carácter. A veces Mary se sentía molesta por la emergencia de la belleza de Lisa, en particular cuando las dos iban por la calle. Las miradas de deseo de los adolescentes, y también de los menos adolescentes, le recordaban el paso del tiempo. Entonces experimentaba una forma de celos que se negaba a admitir. La insolencia y las contestaciones eran a menudo pretextos para entablar discusiones; Lisa se encerraba entonces en su habitación, donde sólo su hermano tenía derecho a entrar, y se hundía en su cuaderno secreto, que ocultaba bajo el colchón. La jovencita prestaba poca atención a sus estudios, trabajando lo mínimo para sacar el curso. Para desconcierto de Philip, no compraba discos ni cómics ni maquillaje, ni jamás iba al cine. Ahorraba toda su semanada y la confiaba a un conejo de peluche de color azul, que hacía las veces de hucha gracias a la discreta cremallera que tenía en la parte de atrás. Lisa parecía no aburrirse nunca, ni siquiera cuando pasaba horas enteras contemplando el vacío. Vivía en su mundo propio y sólo por momentos se unía a quienes estaban a su alrededor. A medida que pasaban los días, más distante era su planeta.
La llegada del verano anunciaba el final del curso escolar. Un hermoso mes de junio se acababa y el día siguiente sería festivo: el picnic de la escuela. Desde hacía tres días Philip, Mary y Thomas se preparaban para la ocasión.
8
Thomas fue el último en llegar a la mesa para tomar el desayuno. Lisa no quiso comer nada y Mary tuvo que recoger la cocina con prisas. Las tartas envueltas en papel de celofán se encontraban colocadas en el maletero y Philip daba pequeños toques de claxon para que subieran al coche. El motor ya ronroneaba cuando el último cinturón estuvo abrochado. Sólo se tardaban diez minutos en llegar a la escuela y Mary no veía la razón de tantas prisas. Durante el recorrido, él lanzaba frecuentes miradas por el retrovisor; su malestar era tan perceptible que Mary tuvo que preguntarle qué le pasaba. Él contuvo a duras penas su irritación y se dirigió a Lisa:
– Hace dos días que todos estamos en pie de guerra para preparar tu ceremonia de fin de curso, y tú eres la única a la que no parece importarle nada.
Perdida en su contemplación de las nubes a través de la ventanilla, Lisa no se dignó responder.
– Tienes razones para estar callada -añadió Philip-. Con las notas que has sacado, no hay para echar las campanas al vuelo. Espero que el próximo curso trabajes un poco más, pues de lo contrarío se te cerrarán muchas puertas.
– ¡Para el trabajo que pienso hacer mis notas están bien de sobra!
– Vaya, por fin una buena noticia: expresas un deseo. Así que no hay que desesperarse. ¿La oís? ¡Finalmente tiene un objetivo!
– ¿Qué os pasa a los dos? -intervino Mary-. ¿Os podéis calmar?
– Gracias por tu apoyo. Así pues, ¿cuál es ese trabajo fabuloso que te espera con los brazos abiertos y para el que bastan unas notas mediocres? Me gustaría saberlo.
Con un murmullo respondió que cuando fuese mayor ingresaría en el Peace Corps y marcharía a Honduras, donde pensaba realizar el mismo trabajo que su madre. Mary, en cuyo estómago se hizo al instante un nudo, volvió la cara hacia la ventanilla para que no se le notase la emoción. El coche se detuvo en el arcén con un rechinar de ruedas. Thomas quedó hundido en su asiento, con la mano crispada sobre su cinturón. Philip se volvió, ebrio de cólera:
– ¿Has tenido esa idea tú solita? Lo que acabas de manifestar es una extraordinaria prueba de amor hacia nosotros. ¿Crees que ésa es la verdadera generosidad? ¿Crees que huir de la propia vida es una forma de valor? ¿Te das cuenta de lo que dices? ¿Es ése el modelo de vida que quieres seguir? ¿Dónde están las pruebas de felicidad que tu madre dejó tras de sí? ¡Jamás volverás a aquel país! ¿Quieres que te explique lo que sucede cuando uno renuncia a su propia vida…?
Mary apretó la mano de su marido.
– ¡Cállate! ¡No tienes derecho alguno a decirle esas cosas! ¡No estás hablando con Susan! ¿No te das cuentas?
Philip salió del coche dando un portazo.
Mary se volvió hacia Lisa y le acarició la cara. Intentó consolarla con una voz suave y franca. La muchacha tenía los ojos enrojecidos a causa de las lágrimas de miedo.
– Estoy orgullosa de ti. Eso que quieres hacer te exigirá mucho valor. Ya te pareces a tu madre y tienes todas las razones del mundo para quererla, porque era una mujer extraordinaria. -Después de un breve silencio añadió-: Tienes mucha suerte. Cuando yo tenía tu edad me hubiera gustado admirar a mis padres hasta el punto de querer parecerme a ellos.
Mary tocó el claxon con insistencia hasta que Philip se puso detrás del volante. Le pidió que arrancasen. El tono que adoptó no dejaba opción a que se le llevase la contraria. De nuevo miró por la ventanilla; sus ojos expresaban tristeza.
Luego, cuando estuvieron en la escuela, Philip no participó en ninguna actividad. Se negó a sentarse en el momento de la entrega de premios y no abrió la boca durante toda la comida. Tampoco dijo nada durante el resto de la tarde. No miró a Lisa e incluso se negó a cogerle la mano cuando ella se la tendió como signo de paz al concluir el almuerzo. Mary trató de hacer reír a Philip levantando las cejas, sin éxito. Encontraba que su actitud era pueril, y se lo dijo a Thomas; pasó el resto de su tiempo ocupándose de Lisa, cuyo día sabía que se había estropeado. El ambiente, en el camino de regreso, contrastaba fuertemente con el de la fiesta que acababa de terminar.
Al entrar en la casa, Philip subió enseguida a encerrarse en su despacho. Mary cenó en compañía de los niños en una atmósfera sofocante. Después de arroparlos, se fue a la cama sola; exhaló un profundo suspiro y se tapó los hombros con la sábana.