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Por la mañana, cuando abrió los ojos, la cama estaba vacía. Sobre la mesa de la cocina encontró una nota: él se había ido a la oficina y regresaría tarde, por lo que no hacía falta que le esperase.

Ella preparó el desayuno y se dispuso a hacer frente a un extraño fin de semana. A media tarde salió para hacer algunas compras y dejó a los niños viendo la televisión.

En el supermercado sintió cómo la embargaba una sensación de soledad. Se negó a dejarse dominar por la emoción e hizo un rápido inventario de su vida: aquellos a los que amaba disfrutaban de buena salud, tenía un techo encima de su cabeza y un marido que casi nunca perdía los estribos. No había motivo alguno para caer en una de esas malditas depresiones de domingo.

Se dio cuenta de que estaba hablando sola cuando una señora mayor al pasar a su lado le preguntó si estaba buscando algo. Mary le sonrió: «Algo para hacer creps». Luego empujó el carrito y se dirigió al estante del azúcar y la harina. Regresó a casa sobre las seis de la tarde, llena de paquetes, porque a veces se adueñaba de ella una compulsión compradora, que le servía para aliviar los arañazos del corazón. Depositó los paquetes sobre la mesa de la cocina y se volvió hacia Thomas, que jugaba en el salón.

– ¿Habéis sido buenos?

El niño asintió con un movimiento de cabeza. Mary comenzó a sacar la compra de las bolsas.

– ¿Lisa está en su habitación? -preguntó.

Absorto en el juego, Thomas no respondió.

– Te he hecho una pregunta, ¿no me has oído?

– No. Está contigo, ¿no?

– ¿Qué quieres decir con que está conmigo?

– Salió hace dos horas y me dijo: «¡Me voy con mamá!».

Al instante Mary dejó caer la fruta de las manos y cogió a su hijo por los hombros.

– ¿Qué es lo que dijo?

– ¡Me estás haciendo daño, mamá! Salió y me dijo que se iba contigo.

La voz de Mary traicionaba su inquietud. Soltó lentamente a su hijo.

– ¿Llevaba una mochila?

– La verdad es que no me fijé. ¿Qué pasa mamá?

– Sigue jugando. Ahora vuelvo.

Subió corriendo por la escalera, entró en la habitación de Lisa y buscó la hucha-conejo que habitualmente se hallaba sobre la estantería blanca de madera. Estaba sobre la mesa de trabajo, vacía. Mordiéndose el labio inferior, Mary se precipitó a su habitación, se tiró sobre la cama, cogió el teléfono y marcó el número de Philip, pero éste no respondió. Recordó entonces que era domingo y marcó nerviosamente el número de su línea directa. Él descolgó cuando el aparato sonó por cuarta vez.

– Tienes que volver de inmediato a casa. Lisa se ha ido. Voy a telefonear a la comisaría.

Philip aparcó detrás de un coche de la policía de Mont- clair. Subió el sendero corriendo y encontró a Mary sentada en el sofá de la sala, cerca del oficial Miller, el cual tomaba notas.

El policía le preguntó si era el padre de la niña. Philip lanzó una mirada a Mary y asintió con la cabeza. El detective le invitó a unirse a la conversación.

Durante diez largos minutos los interrogó sobre lo que en su opinión podía estar en el origen de la huida. ¿Tenía la muchacha un amiguito? ¿Había roto recientemente con él? ¿En su comportamiento habían observado indicios de esta acción?

Exasperado, Philip se levantó. No encontrarían a su hija si seguían jugando a las preguntas y las respuestas. Ella no se había escondido en la sala de estar, y ya habían perdido demasiado tiempo. Exigió que al menos alguien fuese en su búsqueda y salió dando un portazo. El policía quedó desconcertado. Mary entonces le relató la especial situación de Lisa y le confesó que la víspera habían tenido una discusión, la primera desde que la niña apareciera en la vida de ambos. No mencionó las palabras que le había dicho a Lisa en el coche; ahora temía que hubiesen provocado la súbita marcha de la adolescente.

El inspector guardó su libreta y se despidió, invitando a Mary a que pasara por su despacho. Intentó tranquilizarla: en el peor de los casos la muchacha dormiría al aire libre y regresaría a primera hora de la mañana. Por lo general las fugas acababan así.

La noche se anunciaba larga. Philip regresó con las manos vacías y la voz trémula. Encontró a su mujer sentada a la mesa de la cocina. Cogió las manos de Mary entre las suyas al tiempo que murmuraba su desconcierto, apoyó la cabeza sobre su hombro, la abrazó y subió a refugiarse en el despacho. Mary le siguió con la mirada. Luego ella también subió y entró sin llamar.

– Me doy cuenta de que no llegas a dominar esta situación, y te comprendo. Pero será necesario que uno de los dos lo haga. Te vas a quedar aquí. Prepararás la cena de Thomas y contestarás al teléfono, y si hay alguna novedad, me llamas de inmediato al coche. Voy a ver cómo lo llevan.

Ella no le dio tiempo para que replicase. Él vio a través del tragaluz de su despacho cómo bajaba por el sendero y desaparecía con el coche al doblar la esquina.

La cara de Miller no anunciaba nada bueno. Sentada delante de él, la mujer sintió unas fuertes ganas de fumar cuando el oficial encendió un cigarrillo. Varias patrullas habían inspeccionado los diferentes lugares de la ciudad donde la gente joven acostumbraba reunirse. Se había interrogado a varios amigos de Lisa, y ahora la policía creía que la muchacha había cogido el tren o el autobús y se había marchado a Manhattan. El inspector Miller ya había enviado un fax a la unidad responsable de los accesos a la ciudad de Nueva York, que comunicaría el aviso de fuga a todas las comisarías de la ciudad.

– ¿Y luego? -preguntó ella.

– Señora, cada uno de los inspectores debe de tener una media de cuarenta expedientes similares en su despacho. La mayor parte de los adolescentes regresa a casa al cabo de tres o cuatro días. Deberá usted tener paciencia. Vamos a continuar nuestras rondas por Montclair, pero Nueva York está fuera de nuestra jurisdicción y no podemos actuar allí.

– ¡Me tienen sin cuidado las fronteras administrativas! ¿Quién estará personalmente al frente de la búsqueda de mi hija?

Miller comprendía la desolación de la mujer, pero no podía hacer nada más. La conversación había terminado, pero Mary era incapaz de levantarse de la silla. Miller dudó unos segundos, abrió el cajón de la mesa y sacó una tarjeta de visita, que entregó a la mujer.

– Mañana vaya a visitar a este colega de mi parte. Es detective en el Midtown South Squad, lo llamaré por teléfono para avisarle.

– ¿Por qué no lo llama ahora mismo?

Miller la miró directamente a los ojos y descolgó el aparato. Respondió un contestador automático. Se disponía a colgar, pero ante la insistencia de Mary dejó un mensaje que resumía los motivos de su llamada. Ella le dio las gracias sinceramente y salió de la comisaría.

Subió con el coche hasta las colinas de Montclair, desde donde se veía extenderse hacia el infinito la ciudad de Nueva York. En alguna parte, en medio de aquellos millones de luces que parpadeaban, una muchacha de catorce años se hundía en una noche incierta. Mary giró la llave de contacto y tomó la autopista que conducía a la Gran Manzana.

Enseñó a todo el personal de la terminal central de autobuses la foto de Lisa que llevaba en la cartera. Nadie recordaba haber visto a la adolescente. Se acordó de la tienda de fotocopias donde había encuadernado su tesis cuando aún residía en la metrópoli; permanecía abierta toda la noche. Una estudiante de veinte años, de cabellera rizada, trabajaba en el local desierto. Mary le explicó el objeto de su visita. Competente, la chica le ofreció un café y se colocó ante el teclado del ordenador. Para componer la palabra «Desaparecida» debajo de los datos que Mary le proporcionó. Cuando la hoja estuvo impresa, le ayudó a pegar la foto. Se hicieron cien copias. Mary salió a la calle y la estudiante colocó una de las copias en la tienda.

Luego fue de barrio en barrio, recorriendo la ciudad a poca velocidad. Cada vez que se cruzaba con una patrulla, la detenía y entregaba una hoja con la foto y los datos de su hija a los policías, pidiéndoles que estuviesen atentos. A las siete de la mañana se presentó en la comisaría número siete y entregó al policía uniformado que se ocupaba de la recepción la tarjeta de visita que le había dado el oficial Miller. El hombre cogió la tarjeta y le dijo que tendría que esperar o volver un poco más tarde, puesto que el teniente no entraba de servicio hasta las ocho. Mary se sentó en un banco y aceptó de buena gana un vaso de cartón con café, que el hombre le ofreció media hora después.

El oficial de la policía criminal estacionó su vehículo en el aparcamiento y se dirigió ahcia la entrada que se hallaba en la parte trasera del edificio. Rondaba la cincuentenea y su espesa cabellera comenzaba a blanquear. Subió a su despacho, colgó la chaqueta en el respaldo de su silla y colocó su arma dentro de un cajón. La lucecita del contestador automático parpadeaba. El primer mensaje procedía de su casero, que el reclamaba el pago del alquiler y amenazaba con informar a su jefe. El segundo era de su madre, que se quejaba como cada día de su compañera de habitación en el hospital. El tercero y el único que iluminó su mirada huraña era el de una colega que se había ido a vivir a San Francisco poco tiempo después de romper su relación con él. ¿O habían roto porque él no había querido seguirla? El cuarto y último mensaje pertenecía a uno de sus conocidos, el oficial Miller de la policiía de Montclair. Cuando la cinta se rebobinó, bajó a buscar un café en la máquina de la planta baja; desde hacía varios meses no podía llevarle uno también a Nathalia. Mary estaba adormilada y él le tocó el hombro.