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– ¿Qué os pasa? ¿Por qué tenéis esa cara de funeral? ¿Habéis discutido?

– En absoluto -respondió Mary-. Lo que ocurre es que tu padre está cansado. Eso es todo. Uno no está obligado a estar siempre en plena forma.

– Es fantástico este ambiente, sobre todo en vísperas de mi marcha -añadió Lisa-. Os dejo, me voy a arreglar la bolsa. Luego iré a la fiesta de Cindy.

– Tu avión sale a las seis de la tarde. Tienes tiempo de sobra para prepararla mañana. Tus cosas quedarán arrugadas si la haces ahora -replicó Philip.

– Los pliegues naturales están de moda. Las ropas bien planchadas y todo lo demás, lo dejo para vosotros. Bueno, me voy.

Subió la escalera y entró en la habitación de su hermano.

– ¿Qué les pasa?

– ¿Qué crees tú? Es porque te vas mañana. Desde hace una semana mamá da vueltas por la casa. Anteayer entró por lo menos cinco veces en tu habitación; una vez arregló las cortinas, otra colocó bien un libro de la estantería, la tercera estiró las sábanas. Yo pasaba por el pasillo y vi cómo abrazaba tu almohada y se la ponía junto a la cara.

– Pero si sólo me voy un par de meses a Canadá. ¡Qué pasará el día en que me vaya a vivir sola!

– Soy yo quien se quedará solo cuando tú te vayas. Te voy a echar de menos este verano.

– Pero si te voy a escribir, pequeñín. Y, además, el próximo año podrás matricularte en mi campamento de vacaciones. Así estaremos juntos.

– ¿Para tenerte a ti de monitora? ¡Jamás! ¡Anda, ve a hacerte la maleta, traidora!

Philip secaba el mismo plato desde hacía cinco minutos. Mary estaba acabando de retirar la mesa y lo observaba. Ella le dirigió su inimitable movimiento de cejas. Él no reaccionó.

– Philip, ¿quieres que hablemos?

– No debes preocuparte -respondió él, sobresaltado-. En Canadá todo le irá muy bien.

– No te hablaba de eso, Philip.

– ¿De qué entonces?

– De lo que en la ceremonia te ha puesto de esa manera.

Dejó el plato en el fregadero y se acercó a ella, invitándola a tomar asiento.

Ella lo miró de hito en hito, inquieta.

– ¡Ten cuidado con tus revelaciones fulminantes! ¿Qué vas a decirme?

Él la miró directamente a los ojos y le acarició la cara.

Ella adivinó la emoción en su mirada y, puesto que él se había callado, como si las palabras que intentaba pronunciar se ahogasen en el fondo de su garganta, repitió la pregunta.

– ¿Qué vas a decirme?

– Mary, desde el día en que Lisa llegó a nuestra vida he comprendido cada mañana al levantarme, en cada uno de tus suspiros cuando te veía dormir, cada vez que tu mirada se cruzaba con la mía o que tu mano estaba entre las mías como ahora, por qué y hasta qué punto te amo. Y además de todas las fuerzas que me has dado, de tus combates, tus sonrisas, de todas las dudas que resolvías, de todas mis dudas que con tu confianza se borraban, de tu capacidad de compartir, de tu paciencia y de todos los días que hemos pasado juntos, uno tras otro, que me has entregado también el mejor regalo del mundo: ¿Cuántos hombres podrán conocer este increíble privilegio de amar y al mismo tiempo ser amado?

Ella descansó la cabeza sobre su pecho, como para oír mejor los latidos de su corazón; quizá también porque había estado esperando tanto tiempo esas palabras.

Luego le rodeó el cuello con los brazos:

– Philip, tienes que ir. Yo no podría, no debo. Tú le explicarás.

– ¿Qué?

– Lo sabes bien. ¡Cómo se parece a Lisa! ¡Es sorprendente! Además, imagino que te habrá citado, en ese papel que escondías en la mano mientras volvíamos a casa.

– No iré.

– Sí que irás. No por ti, sino por Lisa.

Más tarde, cuando estuvieron en el dormitorio, hablaron largo rato. Acurrucados uno en brazos del otro, hablaron de ellos, de Thomas y de Lisa.

En realidad no habían dormido. Se habían levantado al amanecer, y Mary bajó a la cocina para preparar un desayuno rápido. Philip se vistió y entró en el cuarto de Lisa. Se acercó a la cama y pasó su mano por la mejilla de la muchacha para despertarla con suavidad. Ella abrió los ojos y sonrió.

– ¿Qué hora es?

– Date prisa, pequeña. Vístete y baja a desayunar.

Ella miró el despertador y cerró los ojos de nuevo.

– ¡Mi avión despega a las seis de la tarde! Papá, sólo me voy por dos meses. Es necesario que los dos os tranquilicéis. ¿Puedo dormir un poco más? ¡Volví tarde a casa!

– Tal vez cojas otro avión. Cariño, levántate y no pierdas el tiempo, que no tenemos mucho. Te lo explicaré todo en el camino.

La besó en la frente, cogió la bolsa que estaba sobre la mesa y salió de la habitación. Lisa se frotó los ojos, se levantó y se puso un pantalón; se pasó por los hombros una camisa y se la abrochó deprisa. Al cabo de unos instantes, bajaba con los ojos todavía medio cerrados. Philip esperaba delante de la puerta de entrada, anunció que iba al coche y cerró la puerta tras de sí.

Mary salió de la cocina y se mantuvo a unos metros de Lisa.

– Había preparado algo para desayunar, pero creo que ya no os da tiempo de tomarlo.

– Pero ¿qué pasa? -preguntó Lisa, inquieta-. ¿Por qué tengo que salir tan pronto?

– Papá te lo contará todo en el coche.

– Pero… si ni siquiera me he despedido de Thomas.

– Está durmiendo. No te preocupes. Me despediré por ti. Me escribirás, ¿verdad?

– ¿Qué me estáis ocultando?

Mary se acercó y abrazó a Lisa con tanta fuerza que la dejó casi sin respiración. Aproximó los labios a su oído.

– No logré cumplir totalmente mi promesa, pero hice todo lo que pude.

– Pero ¿de qué me hablas?

– Lisa, hagas lo que hagas, y en todos los momentos de tu vida, jamás olvides hasta qué punto te quiero.

Ella la liberó de su abrazo, abrió la puerta de entrada y la empujó suavemente hacia Philip, que la esperaba bajo el porche. Dubitativa e inquieta, Lisa permaneció unos instantes inmóvil, mirando con fijeza a Mary e intentando comprender el dolor que adivinaba en sus ojos. Su padre la cogió por los hombros y se la llevó consigo.

Aquella mañana llovía. El brazo de Philip se prolongaba en una mano que había crecido y que estaba aferrada a la de ella. La bolsa que Lisa llevaba en la otra parecía ahora mucho más pesada.

Es así como Mary vio que se marchaba, bajo la luz pálida en la que el tiempo se detenía de nuevo. Sus cabellos negros desordenados caían sobre sus hombros y la lluvia resbalaba sobre su piel morena; ahora parecía que la ropa le sentaba bien. Bajaban por el sendero con pasos lentos. A Mary, que estaba en el porche, le habría gustado añadir alguna cosa, pero no hubiese servido de nada. Las puertas del coche se cerraron. Lisa le dirigió un último saludo con la mano y desaparecieron al doblar la esquina.

Durante el trayecto Lisa no cesó de interrogar a Philip, que no respondía a ninguna de las preguntas puesto que no encontraba las palabras adecuadas para hacerlo. Tomó el enlace que conectaba con las diferentes terminales del aeropuerto y redujo la velocidad. Lisa experimentó una mezcla turbadora de miedo y cólera, que cada vez era mayor. Estaba decidida a no bajar del coche hasta que Philip no le explicase las razones de tan precipitada marcha.

– Pero ¿qué os pasa? ¿Os inquieta tanto a ambos mi viaje? Papá, ¿quieres explicarme qué está pasando?

– Te voy a dejar en la terminal e iré a aparcar el coche.

– ¿Por qué no ha venido Mary con nosotros?

Philip se situó junto a la acera y miró a su hija al fondo de los ojos, cogiendo sus manos entre las suyas.

– Lisa, escúchame. Al entrar en la terminal vas a tomar la escalera mecánica que hay a la derecha, luego seguirás por el pasillo y entrarás en la cafetería…

El rostro de la muchacha se crispó. Al ver la actitud de su padre, Lisa comprendió que el velo de su pasado se levantaba de manera inesperada.

– … Continuarás hasta el fondo de la sala. En la mesa que está junto al ventanal hay una persona que te espera.

Los labios de Lisa empezaron a temblar. Todo su cuerpo fue sacudido por un inmenso sollozo y sus ojos se llenaron de lágrimas. Los de Philip también.

– ¿Te acuerdas del viejo tobogán rojo? -dijo él con voz trémula.

– ¡No me habréis hecho eso! ¡Dime que no es verdad, papá!

Sin esperar respuesta, cogió su bolsa de viaje del asiento trasero y, dando un violento portazo, salió del coche.

Aeropuerto de Newark. El coche acaba de dejarla en la acera y a continuación el vehículo se precipita en el denso tráfico que gravita en torno a las terminales de las compañías. A través de un velo de lágrimas lo ve perderse en la lejanía. La enorme bolsa verde que descansa a sus pies pesa casi tanto como ella; hace una mueca y se la cuelga del hombro. Seca sus ojos, atraviesa las puertas de la terminal 1 y cruza el vestíbulo corriendo. A su derecha, la escalera mecánica conduce al primer piso. A pesar de la voluminosa bolsa que lleva colgada del hombro, sube deprisa los escalones y entra con aire decidido en el pasillo. Se queda quieta delante de una cafetería bañada de una luz naranja y mira a través del cristal. A esa hora de la mañana no hay nadie en el mostrador. Los resultados deportivos desfilan por la pantalla del televisor que hay por encima del camarero que seca los vasos. Empujando la puerta de madera, en la que hay un gran ojo de buey, entra y mira más allá de las mesas rojas y verdes.