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Es así como ella la ve, sentada al fondo, contra el ventanal que domina la pista de aterrizaje. Hay un periódico doblado sobre la mesa. Susan ha colocado su barbilla sobre la mano derecha mientras los dedos de la izquierda juguetean con la medalla que lleva colgada al cuello. Sus ojos, que Lisa no puede ver aún, están perdidos en el asfalto pintado con bandas amarillas y sobre el que los aviones ruedan lentamente. Susan se da la vuelta, se pone la mano sobre la boca, como para contener la emoción que se le escapa cuando pronuncia en voz baja un: «¡Dios mío!». Se levanta. Lisa duda, toma el pasillo de la izquierda, se aproxima con pasos silenciosos. Ambas se contemplan cara a cara, con los ojos llorosos, sin saber qué decirse. Susan ve la gran bolsa que lleva Lisa. La suya, debajo de la mesa, es idéntica. Entonces Susan sonríe:

– ¡Eres tan guapa…!

Inmóvil y silenciosa, Lisa la mira de hito en hito, sin quitarle los ojos de encima. Se sienta lentamente y su madre hace lo mismo. A Susan le hubiese gustado acariciar la mejilla de su hija, pero Lisa retrocede bruscamente.

– ¡No me toques!

– ¡Lisa, si supieras lo mucho que te he echado de menos!

– Y tú, ¿sabes que tu muerte ha cubierto mi vida de pesadillas?

– Deja que te explique.

– ¿Qué puede explicar lo que me hiciste? Tal vez me puedas explicar qué te hice yo para que me olvidases.

– Jamás te he olvidado. No fue debido a ti, Lisa. Fue debido a mí, a mi amor por ti.

– ¿Tu definición del amor incluye el haberme abandonado?

– No tienes derecho a juzgarme sin conocimiento de causa, Lisa.

– ¿Tenías derecho a esa mentira?

– ¡Al menos tienes que escucharme, Lisa!

– ¿Acaso tú me escuchabas cuando te llamaba por las noches en mis pesadillas?

– Sí. Creo que sí.

– Entonces, ¿por qué no viniste a buscarme?

– Porque era demasiado tarde.

– Demasiado tarde ¿para qué? ¿Existe eso de «demasiado tarde» entre una madre y una hija?

– Sólo tú, Lisa, puedes decidir eso ahora.

– ¡Mamá ha muerto!

– No digas eso, te lo ruego.

– Sin embargo, es una frase que me ha marcado. Es la primera que pronuncié al llegar a Estados Unidos.

– Si lo prefieres, te dejo. Pero lo quieras o no, siempre te amaré…

– Te prohibo que me digas eso hoy. Es demasiado fácil. «Mamá», si estoy equivocada, dime en qué. Y te ruego que seas convincente.

– Habíamos recibido un aviso de tormenta tropical y la montaña era demasiado peligrosa para una niña de tu edad. ¿Te acuerdas? ¿Te había contado que estuve a punto de morir durante una tormenta? Entonces bajé al valle para dejarte con el equipo del campamento de Sula y ponerte a salvo del peligro. No podía dejar sola a la gente de la aldea.

– ¡Pero a mí sí que podías dejarme sola!

– ¡Pero tú no estabas sola!

Lisa se puso a chillar:

– ¡Sí! Sin ti yo estaba mucho más que sola. Como en la peor de las pesadillas. Parecía que el pecho me fuera a reventar.

– Hija mía, te cogí en mis brazos, te besé y regresé a la montaña. En mitad de la noche Rolando vino a despertarme. Sobre nosotros caía un diluvio y las casas comenzaban a moverse. ¿Te acuerdas de Rolando Álvarez, el jefe del pueblo?

– Me he acordado del olor de la tierra, de cada tronco de árbol, del color de todas las puertas de las casas, porque la menor parcela de estos recuerdos era todo lo que me quedaba de ti. ¿Puedes comprender esto? ¿Puede ayudarte eso a entender la profundidad del vacío que me dejaste?

– Condujimos a los habitantes del pueblo hasta la cima, bajo un chaparrón de agua. En el curso del viaje, en la oscuridad, Rolando resbaló por la pared, salté detrás para cogerlo y me rompí el tobillo. Se agarró a mí, pero su peso era excesivo.

– ¿También yo tenía un peso excesivo para ti? Si supieras lo resentida que estoy.

– Bajo la luz de un relámpago vi cómo me sonreía. Sus últimas palabras fueron: «Ocúpese de ellos, Doña, cuento con usted». Soltó mi mano para no arrastrarme a mí también al fondo del barranco.

– En toda esta sublime entrega, ¿tu amigo Álvarez no te pidió que te ocuparas un poquito de tu propia hija, para que yo también pudiese contar contigo?

El tono de Susan se elevó brutalmente:

– Era como mi padre, Lisa. ¡Como aquel que me quitó la vida!

– ¿Eres tú la que se atreve a decirme algo semejante? Me has hecho pagar a mí la factura de tu infancia. Pero ¿qué te había hecho yo, mamá? Además de amarte, dime, ¿qué te había hecho?

– Cuando se hizo de día, la carretera había desaparecido junto con la falda de la montaña. Sobreviví dos semanas sin ninguna comunicación posible con el mundo exterior. Los escombros que el río de lodo había arrastrado hasta el valle hicieron creer a las autoridades que todos estábamos muertos, y no enviaron ningún tipo de ayuda. Entonces me ocupé de todos los que poblaron tu infancia. Me hice cargo de la situación, de los heridos, de las mujeres y los niños al borde del agotamiento; había que ayudarlos a sobrevivir.

– Pero no de tu hija, que te esperaba aterrorizada en el valle.

– En cuanto pude bajar, partí de inmediato en tu búsqueda. Tardé cinco días en llegar. Cuando al fin estuve en el campamento, tú ya te habías ido. Yo había dejado instrucciones precisas a la mujer de Thomas, que dirigía el dispensario de La Ceiba: si me pasaba algo, debían entregarte a Philip. Me dijeron que todavía estabas en Tegucigalpa, que no saldrías hacia Miami hasta la noche.

– Entonces, ¿por qué no fuiste a buscarme? -gritó Lisa con violencia redoblada.

– ¡Pero si lo hice! Al instante salté a un autobús. Ya después, ya en camino, pensé en el viaje que ibas a emprender, en su destino, en el destino sin más, Lisa. Te marchabas a una casa de la que saldrías por las mañanas para ir a estudiar en una verdadera escuela, con la promesa de un verdadero futuro. El destino me pidió que tomase una decisión en tu nombre, porque sin que yo lo hubiese provocado, estabas en camino hacia otra infancia cuyos paisajes ya no serían los de la muerte, la soledad y la miseria.

– La miseria para mí era que mi madre no estuviera a mi lado para cogerme en los brazos cuando yo tenía necesidad de ella. La soledad: no tienes idea de la soledad en la que viví durante los primeros años que pasé sin ti. La muerte era el miedo a olvidar tu olor. En cuanto llovía salía a escondidas de casa para coger un poco de tierra húmeda y olerla, para acordarme de los olores de «allí». Tenía realmente miedo de que llegara a olvidar el olor de tu piel.

– Dejé que te marchases hacia una vida nueva, en el seno de una verdadera familia; a una ciudad en la que un ataque de apendicitis no significara la muerte porque el hospital se hallaba demasiado lejos. Un hogar donde podrías aprender en los libros y vestirte con otra cosa que no fuesen prendas remendadas y aprovechadas al máximo a medida que ibas creciendo, donde habría respuestas para todas las preguntas que planteases, donde jamás tendrías miedo de la lluvia que cae durante la noche, ni yo de que una tormenta te llevase para siempre.

– Pero te olvidaste del mayor de todos los miedos, el de estar sin ti. ¡Tenía nueve años, mamá! ¡Tantas veces me mordí la lengua!

– Era una oportunidad para ti, amor mío. Y mi único remordimiento era dejar detrás de ti una madre que jamás pudo o jamás supo serlo.

– ¿Tanto miedo tenías de quererme, mamá?

– ¡Si supieses lo difícil que fue tomar esa decisión!

– ¿Para ti o para mí?

Susan retrocedió para observar a Lisa, cuya cólera se iba transformando en tristeza. La lluvia que había entrado en su cabeza chorreaba por sus mejillas.

– Para las dos, supongo. Lo comprenderás más tarde, Lisa. Pero al contemplarte sobre aquella prestigiosa tribuna, tan guapa con tu vestido de ceremonia, al verte con los que ahora constituyen tu familia sentados en primera fila, comprendí que para mí la paz y la tristeza podían ser hermanas, al menos en el instante de una respuesta que al fin he encontrado.

– ¿Papá y Mary sabían que estabas viva?

– No, hasta ayer no. No debería haber venido, probablemente no tenía derecho a hacerlo. Pero estaba ahí, como cada año, para verte desde detrás de la valla de tu escuela. Aunque sólo fuera unos minutos, sin que jamás lo supieses. El tiempo justo para verte.

– Yo no tuve ese privilegio; el de saber, por unos segundos al menos, que estabas viva. ¿Qué has hecho de tu vida, mamá?

– No me arrepiento, Lisa. No ha sido fácil, pero la he vivido y estoy orgullosa de ella. He cometido errores, pero los asumo.

El camarero mexicano colocó delante de Susan una copa que contenía dos bolas de helado de vainilla, recubiertas de chocolate y almendras laminadas, todo ello copiosamente regado con caramelo líquido.

– Lo había pedido antes de que entrases. Tienes que probarlo -dijo Susan-. ¡Es el mejor helado del mundo!

– No me apetece comer nada.

En el vestíbulo de la terminal, Philip paseaba arriba y abajo. Corroído por la inquietud, a veces salía a la acera, permaneciendo siempre junto a las puertas automáticas. Mojado bajo la lluvia, volvía a la gran escalera mecánica, donde se quedaba inmóvil, contemplando su movimiento infinito.

Susan y Lisa comenzaban a entenderse. Continuaron así, hurgando en el pasado con las uñas, en la intimidad de un largo momento fuera del tiempo en el que las tristezas de Lisa y Susan se fundían en una misma esperanza no confesada de que aún no era demasiado tarde. Susan ordenó un nuevo helado, que Lisa al fin probó.