Todos los campesinos se reunieron a la entrada de la aldea. En esta ocasión nadie se atrevió a subirse a los estribos. Susan aminoró la marcha y la población se arracimó en torno al vehículo. Apagó el motor y bajó, miró a derecha e izquierda, sosteniendo con orgullo cada una de sus miradas. Juan se mantenía detrás de ella e intentaba mantener la compostura rascando el suelo con el pie. Rolando estaba delante; tiró al suelo la colilla.
Susan respiró hondo y se dirigió a la trasera del Dodge. La gente la siguió con la mirada. Rolando se aproximó, nada en su rostro traicionaba su emoción. Susan apartó la lona con un gesto enérgico. Juan le ayudó a bajar la puerta de atrás, descubriendo a la niña que volvía al pueblo. La pequeña sólo tenía una pierna, pero tendió sus brazos a quien le había salvado la vida. Rolando saltó a la plataforma del camión y levantó a la niña. Murmuró algunas palabras en su oído y ella sonrió. Cuando bajó, la colocó en el suelo, arrodillándose a la altura de su hombro para sostenerla. Hubo unos segundos de silencio y luego todos los hombres lanzaron sus sombreros al aire al tiempo que prorrumpían en gritos que se elevaban hacia las alturas. Susan inclinó púdicamente la cabeza para ocultar su expresión en aquel momento en que se sentía particularmente frágil. Juan le cogió la mano. «Déjame», dijo ella. Él insistió en su apretón: «Gracias en su nombre». Rolando dejó a la niña con una mujer y se acercó a Susan. Su mano se elevó hacia su cara, le levantó la barbilla y se dirigió a Juan con autoridad:
– ¿Cómo se llama?
Juan miró a aquel hombre de estatura imponente y esperó unos instantes antes de responder:
– Abajo, en el valle, la llaman Doña Blanca.
Rolando dio un paso hacia ella y colocó sus pesadas manos sobre sus hombros. Los profundos surcos que rodeaban sus ojos se acentuaron y su boca se abrió de par en par en una inmensa sonrisa parcialmente desdentada.
– ¡Doña Blanca! -exclamó-. Así será como Rolando Alvarez la llamará.
El campesino condujo a Juan por el sendero de piedras que llevaba al pueblo. Esa noche beberían guajo. A una segunda Nochevieja, que también vivieron separados, sucedieron los primeros días del mes de enero de 1976. Susan pasó las fiestas trabajando sin descanso. Philip, que se sentía más solo que nunca, le escribió cinco cartas entre el día de Acción de Gracias y Nochevieja, pero no envió ninguna.
En la noche del 4 de febrero, un terrible temblor de tierra sacudió Guatemala, acabando con la vida de veinticinco mil personas. Susan hizo todo lo posible para viajar hasta allí y prestar ayuda, pero los engranajes oxidados de la maquinaria administrativa se negaron a moverse y tuvo que renunciar a su idea. El 24 de marzo, en Argentina, el régimen peronista fue derrocado. El general Jorge Rafael Videla acababa de ordenar la detención de Isabel Perón; otra esperanza se apagaba en aquella parte del mundo. En Hollywood, un Óscar caía desde un nido de cuco sobre los hombros de Jack Nicholson. El 4 de julio, unos Estados Unidos alborozados festejaban los doscientos años de su independencia. Algunos días más tarde, a centenares de miles de kilómetros, un Viking se posaba sobre Marte y enviaba las primeras imágenes del planeta rojo que la Tierra podía ver. El 28 de julio, otro seísmo alcanzaba el grado ocho de la escala de Richter. A las tres cuarenta y cinco minutos de la madrugada exactamente, la ciudad china de Tangshan era borrada del mapa; en ella vivían un millón seiscientas mil personas. Esa misma noche, cuarenta mil mineros quedaban sepultados en el fondo de una mina situada al sur de Pekín; entre los escombros de la megalópolis, seis millones de personas sin techo acampaban bajo unas precipitaciones diluvianas. China llevaría luto por setecientos cincuenta mil seres humanos. Al día siguiente, el avión de Susan aterrizaría en Newark.
Salió de la agencia un poco antes y en el camino se detuvo, para comprar rosas rojas y lirios blancos, las flores preferidas de Susan. En la tienda de comestibles de la esquina adquirió un mantel de tela, alimentos con los que preparar una buena cena, seis botellas pequeñas de Coca-Cola, porque a ella no le gustaban las grandes, y bolsas de chucherías, sobre todo caramelos ácidos de fresa, que ella devoraba con fruición. Subió la escalera con los brazos cargados de paquetes. Trasladó su mesa de trabajo al centro de la sala de estar y luego puso la mesa, comprobando varias veces que los platos estuviesen bien colocados, los cubiertos simétricamente puestos y los vasos correctamente alineados. Vació las bolsas de chucherías en un bol de desayuno, que situó sobre la repisa de la ventana y consagró la siguiente hora a recortar los tallos de las flores y a arreglar dos ramos; puso el de rosas rojas en el dormitorio, sobre la mesita de noche. Luego cambió las sábanas de la cama, añadió un segundo vaso para los dientes en la estantería del minúsculo cuarto de baño y limpió cuidadosamente los grifos del lavabo y la ducha. Ya era noche entrada cuando revisó el conjunto varias veces para comprobar que todo estuviera a punto y, como le pareció excesivamente ordenado, estudió la manera de redistribuir los objetos para dar un poco más de vida al lugar. Después de pulirse una bolsa entera de patatas fritas y lavarse la cara en el fregadero de la cocina, se estiró en el sofá. Tardó en conciliar el sueño y se despertó muchas veces. Al amanecer se vistió y salió a tomar el autobús que le llevaría al aeropuerto de Newark.
Eran las nueve de la mañana y el avión procedente de Miami aterrizaría en un par de horas. Con la esperanza de que ella hubiese elegido el primer vuelo, reservó su mesa inclinando el respaldo de la silla y se instaló en el mostrador para luchar contra la impaciencia, tratando de entablar conversación con el camarero. No era de esos hombres de librea negra o blanca que en los grandes hoteles están acostumbrados a escuchar las confidencias de sus clientes, y sólo prestó una atención distraída a las palabras de Philip. Entre las diez y las once, tuvo cien veces la tentación de acercarse a la puerta, pero la cita que había concertado con ella era ahí, en esa mesa. Este detalle era un fiel reflejo de Susan, una ilustración perfecta de sus contradicciones. Ella detestaba las situaciones enfáticas, pero adoraba los símbolos. Cuando el Super Continental de la Eastern Airlines sobrevoló la pista, el corazón de Philip comenzó a latir más deprisa y su boca se secó. Pero en cuanto el avión se inmovilizó, supo que ella no venía en ese vuelo. Pegado al ventanal, vio cómo los pasajeros salían del aparato y seguían la línea amarilla pintada en el suelo que los guiaba a la terminal.
Seguramente ella llegaría en el vuelo de la tarde, «era mucho más lógico». Entonces, para distraer la larga espera, se puso a dibujar. Pasó una hora. Después de esbozar en el papel rayado algunos apuntes de los siete clientes que habían entrado y salido de la cafetería, cerró el cuaderno de espiral, se acercó al mostrador y le dijo al camarero:
– Quizá le pareceré extraño, pero espero a alguien que debía haber salido esta mañana de Miami. El próximo vuelo no llegará hasta las siete de la tarde y aún faltan seis horas. Tengo que matar el tiempo y me he quedado sin cartuchos.
El hombre lo miró con aire de interrogación y continuó secando de forma incansable vasos y tazas, colocándolos zuidadosamente en las estanterías que había detrás de él. Philip retomó el hilo de su monólogo.
– ¡A veces una hora puede ser muy larga! Hay días en los que el tiempo pasa tan deprisa que uno apenas puede hacerlo todo, y otros, como éste, en que uno no para de mirar el reloj continuamente y cree que el tiempo se ha detenido. Para pasar el tiempo, ¿le podría ayudar a secar los vasos o a hacer cualquier otra cosa, como coger los pedidos de los clientes? ¡Si no me voy a volver loco!
El camarero acababa de colocar en su sitio el último vaso limpio. Lanzó una mirada circular a la sala desierta y con un tono indolente le preguntó qué deseaba tomar al tiempo que le pasaba un bestseller que extrajo de debajo del mostrador. Philip leyó el título: Will you please be quiet… Pléase! Antes de volver a su sitio, dio las gracias al camarero.A la hora del almuerzo la cafetería se llenó. Hizo un esfuerzo y pidió un plato, más para satisfacer al camarero que por otra cosa, puesto que el estómago no le pedía nada. Mordisqueó un club sandwich, en tanto proseguía con la lectura de la recopilación de cuentos de Raymond Carver. A las dos de la tarde, mientras la camarera que acababa de comenzar su turno le llenaba la taza con un enésimo café, pidió un trozo de tarta de chocolate, que no tocó. Estaba todavía en la primera narración. A las tres de la tarde se dio cuenta de que estaba leyendo la misma página desde hacía diez minutos, a las tres y media seguía con la misma línea. Cerró el libro y suspiró.
En el Boeing que despegaba de Miami rumbo a Newark, Susan, con los ojos cerrados, contaba de memoria las lámparas color naranja que había en la cafetería, recordaba el parqué de listones barnizados, la puerta con el ojo de buey, mucho más grande que aquella ventanilla contra la que ahora se adormilaba.
Hacia las cuatro de la tarde, en un taburete de la cafetería, él secaba vasos mientras escuchaba cómo el camarero que había reemplazado al del turno de la mañana, le contaba algunos episodios de su vida tumultuosa. Philip, hechizado por su acento español, lo había interrogado varias veces sobre sus orígenes. El hombre le había repetido varias veces que era de México y que jamás había estado en Honduras. A las cinco el lugar volvió a llenarse y Philip regresó a su sitio. Todas las mesas estaban ocupadas cuando una anciana encorvada entró sin que nadie le prestase atención. Philip se puso el cuaderno delante de los ojos para no cruzarse con su mirada, unos instantes tan sólo, el tiempo suficiente para sentir una leve punzada de culpabilidad. Después de apartar sus cosas, fue a buscarla al mostrador, donde la mujer se mantenía de pie a duras penas. La anciana se lo agradeció sinceramente, le siguió y tomó asiento en la silla que él le ofrecía. Demasiado nervioso para dominarse, Philip, después de insistir en que permaneciese allí sentada, fue a buscar la consumición al mostrador. Durante el siguiente cuarto de hora la mujer intentó entablar una conversación cortés. Pero a la segunda tentativa él la invitó de modo amable, pero firme, a que se tomase la bebida. ¡Treinta interminables minutos pasaron antes de que la anciana al fin se levantase! Ella le saludó y él vio cómo emprendía la lenta marcha hacia la salida.