Tus preguntas eran tan diferentes de las mías. Tenías auténtica curiosidad por saber de mis otras historias y me interrogabas con frecuencia, casi en cada encuentro, como si tuvieras que asegurarte de que tu peso sobre mi vida no la asfixiaba por completo, como si quisieras desligarte de la responsabilidad de haberme enamorado. Hacía poco que me había separado cuando nos conocimos, y aunque yo declamaba la pasión de la libertad debía haber en el fondo de mis palabras una nostalgia tanguera, una necesidad de mujer más allá del sexo y el deseo que vos no podías ni querías satisfacer. El hecho de que yo fingiera una independencia retozona, de que jugara a tratarte como a uno más de mis amores, equilibraba lo desparejo de nuestras vidas, nos hacía bien a los dos.
No fue fácil. Algunas de las historias que te contaba eran ciertas, otras no. Las más ridículas, absurdas o extrañas eran por cierto las que en realidad habían sucedido. En cambio, a la hora de inventar, no me atrevía a crear más que mujeres convencionales, aventuras promedio, con un cuidado por la verosimilitud del que una oyente atenta hubiera debido sospechar. Vos siempre sospechabas -o fingías sospechar- al revés, de las historias verdaderas, y me dabas la oportunidad de abundar en detalles que te convencían y te divertían. Yo no quería hacerte sufrir o quizás quería pero no sabía cómo, todo te resultaba más gracioso, más entretenido de lo que yo me había propuesto, estabas demasiado segura de mí.
Nunca terminaste de creer lo de mi cantante de ópera, por ejemplo, y era verdad. Me fui a trabajar a la mañana mientras ella todavía dormía, pero antes de salir, todavía atontado por el sueño, con esa manía de ex marido bien entrenado, recogí toda la ropa que andaba tirada por ahí, la metí en una bolsa y la llevé conmigo al lavadero. Ella se quedó en mi cama, dormida y desnuda. Desnuda, despierta y furiosa la encontré esa noche, cuando volví a casa muy tarde: me había llevado toda su ropa y cuando quiso ponerse cualquiera de mis prendas para poder salir, se encontró con esa costumbre mía -tantas veces me la reprochaste- de ponerle llave a los placards. Su papel en la ópera era secundario pero muy importante para ella, en esa función la reemplazó una suplente y nunca me lo perdonó. Volvimos a vernos un par de veces pero seguía odiándome.
Cuando inventaba, en cambio, me atenía a oficios clásicos, convencionales, no era capaz de crear personajes más audaces que secretarias, dentistas, abogadas o cajeras de supermercado. Goransky me echó en cara más de una vez mi falta de vuelo para despegarme de situaciones trilladas, como si yo hubiera tratado de engañarlo haciéndole creer que era un brillante e imaginativo tejedor de tramas.
Sobre todo fracasaba siempre en el intento de provocarte ese desasosiego frío que yo obtenía de tus confesiones -¿cómo saber, pensándolo bien, pensándolo ahora, si no eran tan inventadas como las mías?- relatándote los detalles escabrosos, las circunstancias minuciosas de lo que me pasaba o les pasaba a esas supuestas mujeres en la cama. Te hablaba de sus olores, del color o el rizado de sus vellones, los describía ralos o tupidos, comparaba los sonidos que mi supuesto virtuosismo extraía de ellas, las palabras inconexas que aullaban o musitaban en la recta final y no conseguía más que acentuar tu interés, avivar tus preguntas, me pedías que repitiera en tu cuerpo aquello que había hecho o fantaseado en otros, te comportabas exactamente como había planeado comportarme yo en relación con tus respuestas y así volvías a enojarme; apenas podía dominar mi irritación cuando en lugar de pena o deseos de posesión exclusiva no manifestabas más que una especie de repugnante alegría sensual.
No creas que siempre te mentía. Era cierto que tenía otras mujeres, que me gustaban, que gozaba con ellas. Y todas eran para vos. ¿Era ése en realidad el efecto que te producía? ¿O era ése el que habías decidido mostrarme? Mentirse con la mente y con el cuerpo, ¿no es parte del amor? Era cierto, digo, que tenía otras mujeres incluso mientras estabas conmigo: me obligabas a tenerlas. Es cierto que también ahora tengo otras mujeres, pero, ¿cómo probártelo? ¿Cómo probarte, por ejemplo, la existencia de Margot? ¿Cómo probármela a mí mismo?
Dije que no estaba seguro de que Margot hubiera montado esa escena para mí. Ahora sí lo estoy, ahora pienso que esa exhibición de su cuerpo excesivamente maduro, desnudo y triste en los brazos de otro, de un hombre cuya masculinidad difícilmente pudiera hacerme sentir en competencia, fue diseñada a propósito -o sin propósito- para mí.
Margot no es sutil pero tampoco es tonta, tiene que haber percibido mi falta de pasión, lo correcto de mi comportamiento, ese afán por cumplir prolijamente con todos los rituales. Quizás su actuación con Romaris no fue más que un intento de probarme su existencia, cuya realidad en mi conciencia sentía amenazada.
Creo que fracasó. Margot no existe.
Diez
Un día, hace tiempo (vos ya te habías ido pero mis hijos todavía vivían aquí), fui a visitar a mi padre y me lo encontré en la cama, incorporado contra un almohadón, chupando un cubito de hielo. Se había hecho sacar todos los dientes. Me sonrió con las encías lastimadas y con orgullo.