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– ¿Vos te crees que me dolió? Puedo aguantar eso y otras cosas peores: verte así -me miró con desprecio, resumiendo en un gesto esa mezcla de pena y triunfo que le provocaban mi fracaso, la ropa raída, las piernas flacas, el escaso ancho de mis hombros.

Ya no tenía sus dientes ni había forma de hacerlos volver, de manera que no valía la pena enojarse con él. Mamá andaba un poco ausente en esos días y se limitaba a traerle más hielo. Pero yo estaba furioso con Cora.

– ¡No te importa nada! ¿Por qué lo dejaste?

– ¿Te crees que me preguntó?

En el sistema de salud para jubilados los dentistas cobraban por capitación, es decir, por cada viejo que se anotaba en su registro, necesitara o no atención odontológica. De ese modo, lo que menos le convenía al profesional era arreglar los dientes de sus pacientes: con cada trabajo perdía tiempo y dinero en materiales. El dentista de mi padre lo había convencido de que podía ahorrarse penas y dolores sacándose todos los dientes de una vez y reemplazándolos por una dentadura postiza.

– No vas a conseguir en el mundo una dentadura tan barata -me dijo papá muy contento.

– No vas a dejar que se ponga esa basura -le dije a Cora.

– ¿Por qué yo? ¿Acaso soy más hija que vos? Todas las dentaduras postizas traen problemas. Si me meto, la culpa va a ser mía. Si lo dejo, no lo vamos a escuchar quejarse más.

Tenía razón. Cuando se le curó la boca, su dentista le puso a papá una dentadura blanca, enorme, perfecta, que le daba un aspecto un poco ridículo. Sobre todo, lo hacía extrañamente parecido a todos los viejos que andaban por ahí con la misma dentadura, como repentinos hermanos de sangre.

Una sola vez lo escuché hablar mal de sus dientes nuevos. Estábamos en un asado y uno de mis hijos le preguntó cómo era comer carne con dentadura postiza.

– Imagínate que entras en una habitación llena de mujeres -dijo papá-. Todas hermosas, todas de dieciocho años, todas con las tetas al aire. Pero no te podes sacar los guantes.

Por eso lo odiaba, por eso lo amaba. Aunque en ciertas circunstancias pusiera el dinero por encima de todo, mi padre también era capaz de beberse la vida a grandes tragos, gozando con el egoísmo absoluto de un bebé. Se lanzaba de cabeza al río de la vida mientras yo me quedaba en la orilla dudando y haciendo cálculos. Diciéndome a mí mismo que me preocupaba por los demás, intentando solazarme con mi conciencia ética, cuando quizás sólo tenía miedo.

Tengo presente, ahora, la imagen de la dentadura de mi padre, mientras busco en casas de ortodoncia una prótesis apropiada para la boca de mi cliente muerto, el compañero de Romaris. Quiero algo mejor, más natural que esos dientes de artificio, demasiado perfectos.

La puesta en escena de Margot no ha modificado mi interés profesional en este trabajo, ni siquiera mi simpatía por Alberto Romaris, que me tiene un poco de miedo y se ruboriza cuando me ve.

En su momento intentó explicarme lo que había pasado con lágrimas en los ojos, no sé si de pena, de vergüenza o de miedo. Cuando se aseguró de que no habría reacción violenta de mi parte, quiso más: que nadie lo supiera. No porque sus amistades vieran con malos ojos su relación con una mujer; al contrario, esa demostración de nuevas e inesperadas posibilidades eróticas lo dotaría probablemente de prestigio. Sino por una suerte de supersticiosa creencia (pero nunca me lo diría, se lo diría) de que el rumor pudiera llegar a oídos del cadáver. Como si su amigo, su amor, su compañero pudiera enterarse de algún modo, antes de ser enterrado, de que Romaris estaba siendo tan velozmente infiel a su memoria.

Estuve en varias casas de ortodoncia. No era la primera vez que buscaba una dentadura para un cadáver. En este caso, los golpes que había recibido el muerto le habían hecho saltar la mayoría de los dientes. Usé una pinza para extraer los restos de muelas rotas que le quedaban y con una pasta de plástico blando, de un azul intenso y una consistencia parecida a la de un chicle masticado saqué un molde de las encías retraídas. Un vaciado en yeso me permitió obtener una buena reproducción. No hacía falta mandar a hacer los dientes a medida, los cadáveres no necesitan que la dentadura les quede cómoda. Conseguí una prótesis completa bastante adecuada y con paciencia artesanal, trabajando con fotos, me dediqué a reproducir las leves imperfecciones que la hicieran aproximarse a lo que podría haber sido la auténtica dentadura del hombre si no hubiese estado torcida y arruinada. Una levísima mancha de nicotina aquí, una tonalidad de marfil viejo, apenas más oscuros los colmillos, algo desparejos los incisivos. Convertí la retracción de los labios en una suave sonrisa que dejara ver los dientes sin exhibirlos.

Disfruté cruelmente, con orgullo profesional, la emoción de Romaris cuando vio el cadáver, listo para ser exhibido en el velorio. Su reacción no fue original. Cuando los deudos ven por primera vez mi obra terminada, se entregan al impulso más naturaclass="underline" una caricia, un beso, o simplemente poner su mano sobre la mano del cadáver. Romaris le tocó la frente y, como todos, se retiró espantado: no hay forma de maquillar la textura de la piel, la temperatura, la consistencia de un hombre muerto. Por primera vez pudo relajarse lo suficiente como para llorar de verdad, con lágrimas, en vez de emitir esos sollozos secos como tos de perro en los que se ahogaba cuando estuvo en casa. Se sorprendió mucho. Me dijo sobre mi trabajo todo lo que yo esperaba y cuando se sintió mejor tomó varias fotos.

Ir al hospital se ha convertido en parte de mi rutina de todos los días. Ayer tuve una larga charla con uno de los médicos. Papá acaba de sufrir otra intervención en la que volvieron a unir las partes de su intestino que habían quedado sueltas: podrá volver a controlar su esfínter. El médico me explicó que antes pasaban muchos meses entre una operación y la otra. Las nuevas técnicas, menos cruentas, permiten acortar el lapso. En unos días lo mandan a una Casa de Recuperación. Allí tendrá que pasar varias semanas en el sector de Terapia Intermedia antes de sumarse a la actividad regular de los demás viejos.

El doctor, un hombre joven, había sido seducido por el encanto social de mi padre y por la forma inesperada en que se estaba curando de sus heridas. Parecía dolido de que una persona tan vital tuviera que ingresar a una Casa. Pero, aunque la convalecencia sea rápida, papá no podrá manejarse en forma independiente por un buen tiempo. No hay otra solución. Ahora Cora aceptó internar también a mamá.

– Lo importante es que estén juntos -me dijo, tratando de hacerse ilusiones que no tenía. Con una alegría rencorosa, como la de esos que deciden enterrar en la misma tumba a una pareja de padres a los que siempre les costó compartir la frazada.

Conseguimos del médico una recomendación para las autoridades de la Casa que nos permitiría, en los primeros días, hacer visitas más frecuentes que las que habitualmente se autorizan. El médico escribía la nota auténticamente emocionado de comprobar cómo, a pesar de las costumbres tan duras de nuestra sociedad, a pesar, incluso, de las normas legales, el amor familiar se había desarrollado entre nosotros hasta ese punto. Noté que tenía los ojos húmedos, pensando quizás en su propio padre o en sus propios hijos. Entonces me di cuenta de que papá había sido más sabio que ninguno. Supe que esa dependencia con la que nos tenía encadenados, en la que se mezclaban intensamente el odio, el dinero, el miedo y el amor, era mucho más efectiva que el simple cariño filiaclass="underline" de hecho nos estábamos desprendiendo con más facilidad de mi madre, a la que, sin embargo, queríamos con un afecto tanto menos contaminado, menos confuso.