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– ¿Cómo están tus padres? -me preguntó.

Para obtener una mirada de preocupación compasiva sólo tuvo que reacomodar la postura de un par de rasgos en su compuesta expresión de acompañante de hombre en pena.

– Cosas mías -le contesté, con enorme fastidio.

– Ya sé que son cosas tuyas: por eso me interesan.

Vos que me conoces tan bien (¿o tan mal como yo te conozco a vos?) Siempre tuve la sensación de ser transparente a tus ojos tan brillantes para atravesarme, tan opacos para dejarme entrar, vos que me conoces, digo, ¿te parece que su truco pudo haber dado resultado, después de todo? Si no era una vaga comezón de celos, si no era aunque sea una piedrecita incómoda en algún punto sensible de mi amor propio, ¿de dónde me venían esas repentinas ganas de violencia, ese intenso deseo de darle un bofetón por estúpida, por infeliz, por estar sobreactuando el ridículo papel de la mujer del viudo de otro hombre?

Romaris sufría un nuevo acceso de dolor cada vez que entraba un grupo de personas, como si cada cara, cada mirada, le trajera otra época, otro ángulo del hombre con el que había convivido. Cuidando su discreto protagonismo, Margot echaba ojeadas a la entrada mientras hablaba conmigo.

Me fui de allí con una sensación de confusión. ¿Quién era yo, qué quería, qué sentía? ¿Qué derribó tu ausencia, qué dejó en pie entre mis posibilidades de sensación o sentimiento? Qué tentación la de entregarme al tango, decidir de una vez para siempre que la vida es una herida absurda.

Tenía unas desesperadas ganas de caminar por la ciudad, por la verdadera ciudad, no por un centro de compras, no por un seguro y previsible caminódromo. Pasé por casa a buscar mi pistola. No me importaba mucho si me serviría para defenderme o no: en ese momento la deseaba de una manera rara.

En el cielo nocturno, que la contaminación pintaba de un vago tono rojizo, había estrellas. Líquidas luces de cuarzo titilando en la gigantesca pantalla del universo. Fui eligiendo las calles más seguras, yendo siempre hacia el centro. De día, en la zona bancaria, se puede caminar entre la multitud sin graves problemas; los punguistas, arrebatadores y ladrones profesionales se cuidan de no hacer daño. De noche, en la zona que rodea a la Casa de Gobierno hay mucha vigilancia y pocos delitos.

Opté por una de las posibilidades más seguras de caminar al aire libre: unirme a la Marcha de las Madres. Vos y yo y tantos otros queríamos y admirábamos a las Madres de Plaza de Mayo. Te provocaría horror ver lo que este mundo ha hecho de su orgullosa resistencia.

Sus marchas de los jueves, en Plaza de Mayo, se convirtieron en un símbolo internacional de lucha por la justicia y por la libertad. Tuvieron tanto éxito que se convirtieron en una especie de punto de peregrinación para esa fauna generosa, culposa, colmada de buenas intenciones que suelen producir los países ricos. Con el tiempo llegaron a ser una atracción turística más, como Bariloche, o las Cataratas del Iguazú. Las agencias de turismo se encargaron de reemplazar con extras a las Madres que iban muriendo de enfermedad o vejez. Las marchas se volvieron cotidianas, permanentes, se incluyeron en los tours diurnos y en los de Buenos Aires at night, para que pudieran aprovecharlas incluso los turistas que pasaban poco tiempo en la ciudad.

La Plaza de Mayo está siempre flanqueada por ómnibus de compañías de turismo. Me sumé a una columna de neocelandeses que habían traído ilusionados sus pañuelos blancos para participar en el desfile. Los destellos de los flashes nocturnos perforaban la iluminación difusa, lechosa de la Plaza.

Respiré profundamente. Era tan agradable caminar al aire libre. En mi bolsillo, mi mano empuñaba el arma con una naturalidad inesperada. De pronto estaba aprendiendo a comprender un fenómeno que siempre había sido un misterio para mí: el de los locos asesinos que entran de golpe a un restorán o una escuela con una ametralladora en la mano, el de los que se sitúan en una terraza cómoda para matar a desconocidos con sus armas de mira telescópica. De pronto sentí la pistola como la continuación más lógica posible de mi propio brazo y supe que si disparaba contra la columna de turistas sentiría la descarga precisamente así: como una descarga natural, con un alivio sólo comparable al que produce orinar largamente, con fuerza, después de haber retenido durante mucho tiempo el líquido en la vejiga hinchada.

Trece

Un director de cine no tiene necesidad de decirlo todo, de expresar en palabras lo que exhibe la imagen: pero yo sí tenía necesidad de cobrar mis últimos honorarios como guionista. Cuando Goransky me habló de la fiesta y del maquillaje, percibí en su tono una melodía culposa que me aseguraba como mínimo un mes más de pago. Tenía razón.

Fui a cobrar de mañana, en el horario de nuestros felices encuentros de otros tiempos, con la esperanza de que le hubiera dejado el dinero a su secretaria. No tenía ganas de verlo. Saludé a los guardias y entré a la sala de trabajo sin golpear, esperando encontrarla vacía. Las enredaderas, tan crecidas ya, extendían sus tallos gordos y peludos como tentáculos, cubiertos de flores carnosas, cuyos pétalos hinchados llenaban el aire de un olor dulzón, tropical.

Yo sabía que Goransky ya estaba trabajando con otro escritor. No deseaba el encuentro pero lo consideraba posible, y a pesar de todo me tomó de sorpresa. Mi reemplazante, la nueva guionista de Goransky, era una muchacha muy joven, muy fea, asombrosamente flaca, con el pelo teñido de varios colores y una mirada de admiración extática que me puso los nervios al rojo vivo. Tomaba notas en su pantalla portátil escribiendo al tacto para no apartar los ojos de Goransky que, como de costumbre, caminaba velozmente por toda la habitación, subiendo y bajando desniveles y escalones, acompañando su discurso con ademanes efectistas de sus brazos enormes y peludos.

Ayer apenas o casi ayer, Goransky y yo habíamos estado juntos en la Antártida, poniéndonos tres pares de medias de lana y una funda aislante antes de embutirnos las botas forradas en piel. Habíamos luchado por avanzar contra el viento y la nevisca mientras se nos congelaba el aliento en las fosas nasales, habíamos sentido esa mezcla de placer y claustrofobia que producía el calor en la sala común de la Esta ción, aislada en el desierto de hielo. Ahora Goransky estaba otra vez allí: con otra.

Todo lo que Margot había intentado provocar en mí, ese sentimiento desbordado, angustioso, que yo mismo pensé que te habías llevado para siempre, que ya no era capaz de sentir, apareció de golpe. Goransky estaba en la cumbre de su inspiración, hablaba con una claridad, con una convicción y, sobre todo, con una espontaneidad indignante. Yo había escuchado esas mismas seductoras palabras, más o menos en ese mismo tono, en uno de nuestros primeros encuentros.

La chica era tan nueva en el oficio como lo había sido yo: la expresión de su fea carita agradecía a los dioses la oportunidad de trabajar con un genio, o por lo menos con un brillante talento de la cinematografía. Podía leer en sus ojos conmovidos la certeza de que el trabajo iba a ser tan rápido, tan fácil, apenas dar forma, apenas organizar las ideas que brotaban como agua del manantial de la ingeniosa mente de Goransky. Todavía no sabía que ese manantial se iba a convertir en un arroyo y después en un río torrentoso, desmadrado, que terminaría por barrer en su crecida las mismas ideas que estaba generando y también las ideas de ella y, sobre todo, cualquier posibilidad de organizarías, fijarlas, convertirlas en una historia verosímil.