Cora está viviendo con una amiga. Estuve a punto de proponerle que se venga a casa, pero tuve miedo. La gente que sólo sabe obedecer aprende rápidamente a dar órdenes. Durante toda su vida Cora estuvo sometida a una disciplina arbitraria pero rígida y tiene una manera y sólo una de hacer cada cosa.
Todas las noches, al acostarse, deja sus zapatos enfilados al lado de la cama para no tener que escapar descalza si hay un incendio. Se despierta a las siete de la mañana y toma siete mates para mover el intestino. Después del almuerzo come media manzana. Esta costumbre inocente me resulta irritante por lo inamovible. Cora no acepta ninguna otra fruta. Y come siempre la mitad, no importa qué tamaño tenga la manzana. Ahora que está sola se aferra a sus hábitos desesperadamente: es lo único que le queda, el motor de su vida. Está curiosamente indefensa ante la realidad. Una mujer de mediana edad, en esa etapa del camino en la que el atractivo físico está dejando de acompañarla, y que nunca dispuso de su propio dinero, ni siquiera en la época en que trabajaba con más regularidad.
En uno de sus espasmódicos movimientos por librarse de sus ataduras, Cora estudió agronomía. Soñaba con vivir en el campo: pero el campo de sus sueños se parecía curiosamente a una cancha de golf. Cora cruzaba la calle cuando veía un perro grande, les tenía miedo a las arañas, el polen le provocaba descargas nasales. En la época en que el Estado todavía intentaba colaborar con los agricultores, Cora trabajó en las oficinas centrales del Instituto de Agronomía. Cuando el Instituto cerró, ya no pudo conseguir otro empleo.
Papá la ubicó durante un tiempo en la empresa de uno de sus clientes, un arquitecto que se dedicaba a parquizar mansiones. Pero ella sentía que su sueldo era falso, un humillante regalo. Cuando mi padre le encargaba una tarea a Cora, simple o compleja, nunca se trataba de un trabajo verdadero, de algo realmente necesario: siempre era una forma de ponerla a prueba, un examen en el que estaba aplazada antes de empezar.
Vaciar ese departamento fue una tarea penosa, por momentos nauseabunda. En esa locura lenta que nadie había notado hasta el completo delirio, mi madre había acumulado toda clase de objetos. Mezcladas con las fotos de familia -esas caras demasiado jóvenes que no pudimos evitar ver mientras las juntábamos en una caja-, había rebanadas de pan grisáceo, con verdes flores de moho y el musgo algodonoso de los hongos. Papá guardaba en su mesita de luz una cantidad indefinida de bolsitas de plástico usadas, dobladas en muchísimos pliegues y atadas con piolín de pizzería. En el placard del comedor diario, atacada por la humedad, una pila de revistas viejas exhalaba olor a papel mojado y abandono. En el armario del baño había medias sucias, broches de ropa, ruleros con pelos, peines con los dientes rotos, horquillas oxidadas, muchos pequeños restos de jabón, una cantidad que nos pareció infinita de remedios vencidos. Y debajo de una baldosa suelta, la famosa libretita con las anotaciones de papá. En una primera ojeada descuidada los números y las letras nos resultaron incomprensibles. Se la di a Cora. Cuando fuera necesario nos sentaríamos con paciencia a descifrarla.
Mis padres habían viajado mucho, con placer, y en las vitrinas se acumulaban pequeños objetos graciosos, recuerdos de los países o ciudades donde habían sido felices por un instante. Con la mirada infantil que los hijos nunca perdemos del todo cuando se trata de nuestros padres, Cora y yo suponíamos que esos adornos intocables -mamá era la única autorizada a limpiarlos con un trapo mojado en alcohol de quemar- de porcelana, de cristal, de marfil, de jade veteado, de ébano y madera perfumada eran valiosas curiosidades. Pero con sus dueños lejos, la casa entera no hacía más que mostrarnos sus penas y dolores, el inodoro desconectado en el baño principal, la canilla de la cocina atada con un trapo, la tapa del horno sostenida por alambres, la pintura sucia, gastada, de las paredes que por primera vez mirábamos con ojos ajenos.
Revisamos los adornos uno por uno, para decidir cuáles valía la pena llevarnos y cuáles íbamos a dejar. El oso de cristal estaba opacado por dentro, el payaso tenía un brazo roto, a la pastora y su perro se les había salido la pintura, la serie de platitos pintados no era de porcelana sino de loza barata, todo lo que no era de plástico estaba cachado, rajado, agrietado o descolorido por el sol. Comprendí con desconsuelo que allí no había nada, absolutamente nada que deseara tener conmigo, excepto quizás esa mujer desnuda, acostada, cuyos pechos desmesurados eran un salero y un pimentero, y que me parecía el símbolo más conmovedor del mal gusto de mi padre y de su vitalidad entusiasta. Pero me hubiera sentido avergonzado de llevármela delante de Cora.
– ¿Cómo llegaron a esto? -le pregunté con horror, mientras sacábamos del placard de mamá una extraña colección de carozos de damasco y semillas de sandía y varios restos de aparatos rotos más o menos irreconocibles: un viejo teléfono destripado, los restos de una calculadora de oficina, grande y antigua, algo indefinible con cables y engranajes.
– Qué sé yo, vivís en un lugar y no lo ves, te olvidas, te vas acostumbrando de a poco. Y vos que venías de afuera, ¿por qué nunca te diste cuenta?
No le contesté. Seguí buscando. Mientras intentaba crear una ilusión de orden en el caos en el que estábamos inmersos, mientras apilaba a un costado los cuarenta y dos pulóveres gruesos y finos, de distintos colores, pero todos con los codos gastados, carcomidos por la polilla, mientras intentaba separar los documentos de relativa importancia de los papeles de todo tipo que llenaban los cajones, yo buscaba, buscaba frenéticamente y sin saberlo. Nos habíamos propuesto clasificar los objetos: poníamos en el suelo los que eran solamente basura, sobre la mesa los que se podían vender, cambiar o regalar, en la cama matrimonial los que queríamos llevar con nosotros. El tapado de astrakán de mamá, con su cuellito de visón, el viejo sobretodo de pelo de camello de mi padre estaban extendidos sobre la cama, junto con dos docenas de cubiertos robados de los aviones de distintas líneas aéreas. En el suelo, en un desorden sobrecogedor, se amontonaban un palo de amasar rajado, varios coladores de metal, de distintos tamaños, oxidados y desfondados en diverso grado, retazos de tela tan vieja que se deshacían al tocarlos, ropa definitivamente destruida. Cora y yo no lográbamos ponernos de acuerdo y constantemente subíamos y bajábamos prendas o pilas de diarios de la mesa grande. Y yo buscaba.
Mucho después, a solas, me di cuenta. Buscaba algo más, un secreto, la prueba o el indicio de otra cosa, una historia desconocida que me hiciera comprender mejor, que diera un sentido nuevo a la vida de mi padre, como si su imagen pública, la cara y la figura con la que se mostraba ante nosotros, no fuera suficiente. Yo necesitaba saber más sobre él, sobre sus deseos, sus pensamientos, sus fantasmas, algo más que esa máscara con la que se vestía para el mundo. Buscaba entre los restos, entre las huellas de su vida, la prueba de que también él era humano, inconsecuente, débil, la prueba de que había tenido, alguna vez, un momento de locura o de pasión, algo que me mostrara más que el constante cálculo, la fría evaluación del valor económico, el costo de fabricación, el valor de compra y de reventa de todas las cosas de este mundo. Te buscaba. Otra vez, como siempre, buscaba algo o a alguien que hubiera sido en la vida de mi padre algo parecido a lo que vos fuiste en la mía: un absurdo, una incongruencia, una grieta. No encontré nada. Lo siento.