Por primera vez papá me había visto entrar sin reproches, sin comentarios duros, sin fingir indiferencia ni alegría.
– Hijo -pronunció con dificultad, las palabras formando parte de un gran suspiro-. No me dejes.
Tenía una palidez grisácea en la que se destacaban las ojeras como manchas oscuras. Temblaba. Se quejaba en forma constante, casi involuntaria, como si el aire que salía de sus pulmones hiciera vibrar sus cuerdas vocales más allá de su deseo. Tuve miedo. -¿Qué te duele, papá?
– Todo. Los huesos. Una inyección. Por favor, que me den una inyección. Por favor.
No hacía bromas ácidas, no se quejaba de la comida o del trato de las enfermeras. Estaba ahí tirado en mitad del dolor, hundiéndose en un pantano que se negaba a asfixiarlo del todo.
– Pedile a la enfermera. Dale plata. Que me den una inyección -rogó.
Miré a Cora, que movía la cabeza incrédula.
– Se cree que con su plata puede todo. Si no le hace falta no se la van a dar. Aquí son estrictos.
– ¡Pero no ves que está reventando de dolor!
– Se hace.
Papá parecía agotado y se durmió por un momento. La respiración se le hizo lenta y larga y aun en sueños seguía quejándose, sin pausa, sin recreo, sin perder el ritmo.
– Estás loca, Cora, no ves que dormido también se queja.
– Dormido también se hace. Bueno, es una forma de decir. Es mecánico, ¿no te das cuenta por el ritmo? No es el dolor, es un efecto mecánico de la respiración, algo que tiene en la tráquea.
Papá abrió los ojos aterrados y empezó a jadear, como si estuviera en una crisis de dolor agudo. Cuando mi mujer iba a tener a nuestro primer hijo, asistió a un curso donde le enseñaban a jadear. Después del parto, se reía: como si jadear fuera voluntario, me decía. Como si cuando el dolor viene y te atrapa y te clava las uñas pudieras hacer otra cosa que jadear.
Pero el jadeo de mi padre pasó rápidamente y el cuerpo abandonado sobre la cama volvió a emitir esos lamentos largos, huecos, dolorosos.
Llamé a una enfermera y le pedí un calmante. Trajo una pastilla y un vaso de agua. Le hizo levantar la cabeza para ayudarlo a tragar. Mi padre seguía suplicando por una inyección con una angustia que escapaba a todo razonamiento.
– Voy a buscar a un médico -le dije a Cora. -Hace lo que se te dé la gana -me contestó Cora-. Cómo se ve que no venís todos los días.
Cuando entró el médico mi padre dejó por un momento de ser un pedazo de carne sufriente y su cara tomó una expresión humana.
– Déme algo, doctor. Soy un hombre viejo, no quiero sufrir. Usted es un hombre mayor también, sálveme. Sáqueme del dolor. Déme una inyección.
El médico parecía muy solvente, compenetrado con su papel, un actor que había representado la misma obra durante muchos años recibiendo siempre el aplauso de los públicos más variados.
– Señor Kollody -le dijo, mirando el apellido en la planilla-, le hemos dado un calmante fuerte. Por boca tarda algo más, pero resulta igualmente efectivo.
No supe si mi padre no lo había oído, o no quería escucharlo.
– Usted puede hacer que me den una inyección.
– Por Dios -le dije al médico en voz baja-. ¡Consígale una inyección de cualquier cosa, una inyección de agua, de suero, de lo que sea!
– No te metas -dijo Cora-. El doctor sabe lo que hace. ¡Confía una vez en alguien!
– Lo que tomó lo va a ayudar, señor Kollody -le dijo el médico a mi padre-. Usted tiene que creerme, eso es lo importante.
– Yo le creo, doctor. Póngame una mano sobre la frente. Así. Quédese un momento conmigo. Si usted está aquí, me siento mejor, lo necesito.
Papá desplegaba su seducción inútilmente. El médico parecía más apurado que conmovido. En cuanto consiguió desprenderse de mi padre, se despidió y se fue.
– Sáquenme, por favor, por lo que más quieran, sáquenme, todavía me puedo salvar si me sacan de aquí -dijo papá, antes de volver a sumergirse en el dolor.
– Después hablamos -dijo Cora-. Ahora vamos a tomar el té con mamá. Todavía no conoces el comedor, vas a ver qué lindo.
Dieciséis
Los maquilladores, como los cirujanos plásticos, como los fotógrafos, operamos sobre la zona más delicada de los seres humanos, trabajamos sobre la carne viva de la vanidad. Cuando por primera vez fingí ser maquillador para ayudar a un amigo -un fotógrafo que quería impresionar a sus clientes desplegando su inexistente equipo de colaboradores- no suponía que éste sería, alguna vez, mi principal medio de vida. Sobre todo, no podía imaginar que iba a convertirse en una vocación.
Me gusta entregarle a la gente la felicidad de verse por un rato más parecida a sus sueños. La expresión de alegría de mis clientes al mirarse al espejo es parte de mi placer, me siento como un autor que se complace en la risa o el llanto de los espectadores. También, a veces, sucede lo contrario: la decepción o el horror. Cualquiera de mis colegas podría hablarte de la furia -el dolor- de hombres y mujeres a los que el espejo no les devuelve la imagen que pretendían lograr. La decepción es más frecuente en los hombres, aunque lo demuestren menos, porque las mujeres conocen mejor las posibilidades y los imposibles del maquillaje, mientras que los hombres imaginan que un buen trabajo sobre las canas, una sabia acción en contra de las arrugas, a ellos, que nunca se habían tocado la cara, les devolverán la figura y la virilidad impaciente de los veinte años. Algunos, los que no son capaces de sostener el misterio de la mirada, se ven de golpe absurdos, como viejos mamarrachos, se enfurecen o se entristecen, siempre te odian.
Por eso, cuando trabajo para clientes nuevos, y en particular para una fiesta, exijo ensayos previos, quiero conocer a la persona cuya cara voy a someter a mi imaginación, a mis manos, debo tener una larga charla, entender sus deseos, que generalmente no consisten sólo en una caracterización. Hay que ensayar, ponerse de acuerdo, asegurarse de que no habrá sorpresas de último momento, cuando media hora antes de la fiesta el hombre o la mujer descubran que no toleran esa cara asombrada y furiosa en el espejo, o que, simplemente, se imaginaban otra cosa.
La mujer de Goransky, por ejemplo, no sólo quiere ser una muchacha esquimal, sino que pretende ser una esquimal de ojos violetas parecida a cierta actriz famosa. Estuve trabajando con ella, con su cara, con su personalidad, estudiándola un poco para saber hasta qué punto sería capaz de engañarse a sí misma, hasta qué punto podría ayudarme a hacerle creer que había comenzado a parecerse a esa mujer considerada alguna vez la más hermosa del mundo, pero que -por suerte para mí- no murió en la cumbre de su belleza sino que siguió su camino hacia abajo, hacia el deterioro, engordando y envejeciendo sin sabiduría, de modo que toda una serie de imágenes se superpuso a la imagen perfecta con la que mi clienta soñaba, haciéndola menos precisa, más imperfecta.
Y mientras intentaba transformar a esa mujer mayor, que ni siquiera en su adolescencia debió haber sido hermosa, en una joven esquimal de ojos violetas, veía, todo el tiempo, reflejada en el espejo, la cara de mi padre.