Muchas veces nos preguntamos cómo vivirían mis vecinos de abajo, esos dos señores de distintas edades, tan parecidos en su manera de vestir, trajes siempre grises, camisas con gemelos, zapatos charolados, el mismo paso rápido y cortés. En el departamento de Alberto Romaris no encontré mucho que objetar: una imitación del clásico sillón de la Bauhaus, una mesa liviana, sostenida frágilmente por un pie central, como una copa y sin embargo sólida, buenas sillas que consideraban la existencia del culo y su relación con la espalda, además de cierto efecto visual.
Mientras hablábamos y bebíamos me pregunté por qué me sentía cómodo con ese hombre tan distinto de mí, cómo era posible que una persona de mi edad descubriera un estilo de amistad que transitaba caminos distintos. Tengo conciencia de estar explorando ciertos límites y te aseguro que me investigué honestamente para tratar de descubrir en mí, inútilmente, algún tipo de interés sexual en el pobre Alberto. Quizás sólo buscaba una grieta en su conversación, una excusa, un refugio para hablar de vos, para preguntarle si te recordaba, si nos recordaba.
Nunca conociste a mis amigos, a nadie que tuviera que ver conmigo. Tus precauciones me volvían loco. Pero cómo saber si de otro modo te hubiera deseado tanto, durante tanto tiempo. Nuestra relación podría haber evolucionado hacia la ternura, hacia el hábito, hacia el amor, y en cambio, gracias a tu riguroso concepto de la clandestinidad, se mantuvo siempre igual a sí misma, sostenida milagrosamente en el deseo a través de los años.
Tengo costumbres de viejo solterón, ahora. Las reuniones de los lunes, por ejemplo: ese grupo heterogéneo de varones que se reúne a cenar una vez por semana en el Zeppelin. Unos se conocen por razones de trabajo, otros son amigos de los socios fundadores y se vieron por primera vez allí. Yo no pertenezco al elenco estable, es demasiado caro ir todas las semanas y me fatiga la necesidad de sostener los viejos juegos adolescentes, las bromas sexuales físicas, verbales, constantes, las jactancias, las soterradas luchas por el poder, esa necesidad de establecer jerarquías que suele darse entre los hombres.
A pesar del extraño episodio de Margot, ese estilo de enfrentamiento estaba ausente en la relación que empezaba a entablar con Romaris. Creo que se parece, en todo caso, a la amistad de un hombre con una mujer a la que no desea, aunque quizás sea deseado por ella.
Diecisiete
No quería volver a la Casa. No tengo que darte muchas explicaciones: soy cobarde. Si no lo fuera nunca habría aceptado compartirte.
Los hombres con miedo somos como los bebés que se tapan la cara para esconderse: lo que no podemos ver no existe, no sucede, no amenaza. No quería volver a ver el sufrimiento de mi padre. Tampoco podía hacer otra cosa. Entré por una puerta del costado. Saludé al guardia en nombre de Cora. Es la entrada que ella usa los días de semana, cuando están prohibidas las visitas. Por allí se pasa directamente a la zona de Terapia Intermedia sin tener que cruzar toda la Casa.
Adentro estaba fresco, como siempre. Sobreponiéndose a toda otra sensación, el aire acondicionado me hizo suspirar de puro placer físico.
La enfermera que le estaba cambiando el suero a papá no se sobresaltó, como si la presencia de familiares fuera un hecho desacostumbrado pero no imprevisible.
– Qué fuerte, su papá. Tuvimos que atarlo para que no se arranque todo -me dijo-. Ya que está aquí ayúdeme a cambiarle la aguja, esta vena no da más.
Una pierna de papá temblaba convulsivamente debajo de las sábanas. El vientre abultado por la hinchazón subía y bajaba desacompasadamente al ritmo de su respiración angustiosa.
– No la dejes -me dijo mirándome a los ojos-. Por favor que no me vuelva a clavar esa aguja. Por favor.
– ¿Hace falta? -pregunté-. ¿Es imprescindible? -El paciente no se está alimentando, así no se va a recuperar. El suero lo mantiene hidratado.
Lo agarré fuerte de la mano atada mientras la enfermera buscaba la vena. Papá lanzó un alarido horrible. La enfermera instaló la aguja en el primer intento, la aseguró con tela adhesiva, controló el goteo. Para mí, todo había pasado muy rápido, pero mi padre seguía gritando.
– Ya está, ya terminé, señor Kollody. Por el volumen de su voz era evidente que la enfermera lo conocía, o quizás estaba acostumbrada a que todos los viejos fueran más o menos sordos.
Pero mi padre gritaba todavía, aullaba sin palabras y yo le apretaba la mano, se la apretaba cada vez con más fuerza, hasta que su boca reseca por el miedo y el dolor, con la dicción confusa por la ausencia de la dentadura postiza, consiguió controlar el grito lo suficiente para hacerse entender.
– ¡La mano! -se quejaba horriblemente mi padre-. ¡Me estás destrozando la mano! Lo solté aterrado.
En ese momento se abrió la puerta de golpe y entró, como un viento repentino y helado, la gerenta de la Casa. Había llegado corriendo por el pasillo y jadeaba sin dejar de sonreír.
– Señor Kollody, ya le dije que no grite, está molestando a la gente que vive al lado, ¿no ve que tiene la cama pegada a la medianera? -le dijo a mi padre en tono severo-. Qué hace usted acá -siguió, dirigiéndose a mí-. Si su padre sigue portándose así vamos a tener que mudarlo a otro cuarto, no queremos quejas de los vecinos.
No podía creer lo que estaba escuchando. Empecé a odiar a esa mujer con una rabia que desconocía en mí.
– Necesita calmantes -le dije, tratando de controlarme.
– Le estamos dando dosis importantes de Klosidol. Otros que están peor se arreglan con menos.
– Pero él necesita algo más fuerte, cada paciente es distinto, yo no entiendo mucho. ¿Morfina?
– Usted tiene buenas intenciones -me dijo la mujer-. Pero no sabe nada. Usted me está pidiendo que le acorte la vida a su padre.
– Yo quiero salvarlo -dije, desconcertado-. El dolor también mata, puede hacer un paro cardíaco.
– Venga a hablar a mi oficina -dijo ella.
La seguí con una sensación de felicidad repugnante, porque la excusa de salvar a mi padre del dolor me permitía irme sin culpa de esa habitación donde los quejidos absorbían todo el oxígeno necesario para respirar.
– No te vayas. Sácame de aquí -volvió a suspirar dolorosamente.
Me fui detrás de la gerenta que caminaba con pequeños pasos gentiles, siempre sonriendo, mientras daba indicaciones muy precisas, a las mucamas o enfermeras que encontraba por el camino. Una camisa endurecida, cerrada hasta arriba, le cubría los pechos pesados, pero la pollera era curiosamente corta y apretada: el ruedo se incrustaba casi en los muslos gordos, blandos, poceados y cubiertos de un vello rubio muy largo y espeso.
Entramos a la oficina y cerró la puerta. Su despacho era como ella, todo plástico y brillos metálicos, correcto y desagradable.
– Su papá se porta como un chico malcriado -me dijo-. No tenga miedo que no se va a morir. Usted, como mucha gente, piensa que el dolor mata y se equivoca.
– Gente mucho más joven se muere en la tortura -le discutí, desconcertado.
– Usted lo ha dicho, gente más joven. Los viejos son diferentes, hay que aprender a conocerlos. Se le van de las manos por un resfrío mal curado y en cambio aguantan cosas increíbles. Lo que mata es el shock doloroso, causado por un estímulo repentino y agudo. En el caso de su padre ese peligro está controlado. El dolor sordo, constante, que siente ahora, no hace daño. -Exijo que le den calmantes más fuertes. -Usted, aquí, no exige nada. Calmantes más fuertes son los opiáceos. No se inventó nada mejor. Algún derivado de la morfina: lo que usted propuso no es absurdo. Pero claro, están los efectos secundarios.