Otra cosa. Las palabras desesperadas de papá. Sácame de aquí. La voz de mi padre confundiéndose con mi propia voz de chico. Pero yo, entonces, no estaba adentro sino afuera. Porque cuando mi madre lo consideraba necesario para perfeccionar mi educación, me dejaba afuera de casa y cerraba la puerta. Yo tenía cuatro, cinco, seis años y me quedaba hecho un ovillo en el umbral. Lloraba, golpeaba, rogaba: sácame de aquí, decía, en vez de decir déjame entrar. Sácame de aquí, sácame de afuera, sácame de la soledad, del frío, del desamparo, del terror. Sácame de aquí. A partir de cierta edad el castigo dejó de ser eficaz porque yo había adquirido suficiente experiencia como para saber que tarde o temprano papá me abriría la puerta y además aprendí a pedirles ayuda a los vecinos. A Cora, en cambio -quizás pensando que una mujercita siempre corre más peligros en la calle-, mamá la encerraba en el balcón.
¿Mamá? Sólo en la adolescencia empezamos a darnos cuenta de que papá imponía los castigos y mamá los administraba. Papá aparecía siempre salvándonos de una situación que él mismo había ideado. Verse obligada a castigarnos era el castigo que recibía mamá. La influencia de mi padre sobre ella era enorme. Mamá creía que si no obedecía sus órdenes en cuanto a nuestra educación, ella sería la responsable de los hechos terribles que destruirían nuestras vidas. Iríamos a la cárcel, sufriríamos accidentes o mutilaciones, quedaríamos para siempre inválidos, moriríamos si ella no aprendía a controlarnos, a limitarnos, a dominarnos con un sistema de penalidades que él inventaba para nosotros. De chico, yo les tenía terror a los perros y Cora a los insectos. Papá usaba su conocimiento de nuestros miedos para inventar castigos. Se trataba de fortalecer nuestro carácter. Después, mamá tenía que aplicarlos. Y él nos rescataba.
Mamá hablaba poco, se reía poco, nos besaba poco. Mi padre la había persuadido de que era demasiado tonta para decidir nada por sí misma. Durante mucho tiempo nos tuvo convencidos también a nosotros de que era así. Como un herrero que da forma a su obra, martilleaba constantemente sobre la estupidez de mamá, haciéndole notar su ignorancia, sus errores, su timidez, poniéndola en evidencia delante de los demás y también en privado. Papá tenía muchísimos amigos: era un hombre jovial, amistoso, divertido, bromista. Pero muy pocos venían a casa, muy pocos eran amigos de los dos. Cora y yo y mamá misma creíamos en lo que nos decía papá: que sus amistades no tenían interés en frecuentar a una mujer de carácter hosco, siempre malhumorada y silenciosa. Después entendimos hasta qué punto era incómodo para cualquiera soportar la forma en que papá interrumpía cualquier intento de mi madre de intervenir en la conversación para exhibir en público sus errores.
Cuando fui mayor, tuve la sensación de que la única forma que mamá había encontrado, en su enorme debilidad, de enfrentar a mi padre, era convertirse en una especie de peso muerto, un lastre que él debía arrastrar en la vida. Su falta de vitalidad, su amargura, su indiferencia, contrarrestaban constantemente los desbordes de su marido. Si él arrancaba de un tirón el mantel volcando la mesa servida, la comida pero también los vasos, los platos, las botellas, ella se limitaba a levantar todo sin reacciones, sin comentarios, como un robot cuyo mecanismo se pone en marcha automáticamente cada vez que se producen ciertos actos.
Muchas veces me hiciste notar que nunca hablaba de mi madre. Alentado por tu interés, trataba de darle forma a un retrato que se escurría entre los intersticios de mi pensamiento. Si mi madre estuviera muerta podría encontrarme con mi hermana y tratar de reconstruirla entre los dos. Pero está viva, fue transformándose de a poco y hoy nos cuesta mucho desbrozar su verdadera personalidad de tanta confusión y delirio que nos borronea el recuerdo.
Diecinueve
Pocas veces en mi vida había visto a mi madre en el peculiar estado de excitación en que la encontré hoy. Parecía extrañamente feliz. Tenía las mejillas arrebatadas y una mirada confusa pero ardiente. Desde que estaba en la Casa, su conducta parecía dominada por el tipo de medicación que experimentaban en ella. Por momentos la veíamos, como en mi visita anterior, totalmente desprovista de emociones, indiferente a nuestra presencia, convertida en un pedazo de carne al que todo le daba lo mismo, como si se hubieran acentuado ciertas características de su personalidad habitual. En cambio, cuando le devolvían las emociones, como ahora, surgían violentas, masivas, descontroladas.
Mamá nos tomó de la mano a Cora y a mí. Dijo que quería contarnos un secreto y nos llevó a la habitación que compartía con otra mujer casi tan perdida como ella. Nos hizo sentar en su cama y nos contó, interrumpiéndose a cada momento con risitas atrevidas, que estaba enamorada. Que se había puesto de novia con el muchacho que arreglaba los aparatos de aire acondicionado. Que él era joven pero eso no importaba. Que planeaban tener muchos hijos. Que su único problema en la Casa era una enfermera lesbiana, que la acosaba sexualmente. Me miró sacando la punta de la lengua con picardía: asomando el extremo reseco y blanquecino de su lengua entre los labios sumidos, cuarteados y deformados por las arrugas verticales de fumadora. Obligó a Cora a inclinarse para hablarle en secreto.
De chica, en vacaciones, Cora tuvo un accidente con la bici y se raspó feo la frente y las mejillas. Ahora, mientras mamá le hablaba al oído, en la cara de Cora, como siempre que algo la ruborizaba, empezaron a teñirse de rojo las antiguas cicatrices. Tironeé de ella para salvarla.
– Vamos. Tenemos que ver a papá, y Mamá hizo pucheros.
– Mi papá está enfermo -nos dijo lloriqueando-. Tengo miedo, se va a morir.
Por los pasillos de la Casa, tan parecidos a una nave, caminamos hacia la zona de Terapia Intermedia. Por momentos tenía la sensación de que el piso se movía y me tomaba de la barandilla. Mamá nos seguía. Era difícil librarse de ella. No parecía desdichada. Cada vez que nos cruzábamos con un enfermero, con uno de los viejos, con alguien del personal de limpieza, mamá festejaba el encuentro con guiños y mohines. Todos parecían acostumbrados y algunos le contestaban tirándole un besito, o haciéndole una reverencia. Cora y yo ni siquiera necesitábamos mirarnos para saber que pensábamos lo mismo: mi madre tenía quizás la posibilidad de ser más feliz aquí, en la Casa, de lo que había sido el resto de su vida.
En la habitación de mi padre las camas estaban ocupadas por dos viejas esqueléticas, conectadas a diversos aparatos y, aparentemente, en estado vegetativo. Papá no estaba. Pero se escuchaban sus quejidos.
Orientándome por el sonido, entré en la habitación de enfrente; la puerta cerrada amortiguaba el sonido de los gemidos suaves y rítmicos. Aislado en su sordera y en el dolor, sin sus lentes, papá no podía vernos si no nos acercábamos a él. La gerenta estaba allí discutiendo con un médico y dos enfermeras. En cuanto me vio, se dirigió a mí con una sonrisa que contrastaba con sus palabras acusadoras.