– Su padre tiene un carácter imposible -me dijo-. No hay ningún motivo para que sienta dolor. ¿Hay motivo, doctor?
– No hay -dijo el médico, pero no se atrevía a mirarme a los ojos.
– Otra vez se quejaron los vecinos y hubo que cambiarlo de habitación.
– ¿Por qué no lo sedan para que no moleste? -pregunté, esperanzado.
– Ah, sí, ya me olvidaba. Usted es el de las soluciones fáciles. Una buena dosis de morfina para librarse rápido del problema.
Cora elogió la nueva habitación, que para mí era exactamente igual a la anterior. Ante la gerenta mi hermana tomaba una actitud humilde, comprensiva, tratando de coincidir con las opiniones de la mujer, buscando argumentos para darle la razón.
– Mi papá se puso muy viejo de repente -dijo mamá entonces, acercándose a la cama-. Papito, papito querido, te extraño mucho – y empezó a acariciarle la frente con movimientos maquinales, con un compromiso sin afecto.
– Hay que hacerle una canalización a la altura del hombro para pasarle el suero, así no vamos a tener que cambiárselo de vena a cada rato. Es para que sufra menos -dijo el médico.
– ¿Por qué no lo duermen?
– Porque la anestesia le va a hacer mal. Tiene efectos secundarios. Si su padre no fuera tan caprichoso, si tomara líquido, no tendríamos que hidratarlo con suero -dijo la gerenta.
– Papá siempre fue caprichoso, vos sabes eso, siempre hizo lo que se le dio la gana, la señora tiene razón. ¡Ni que lo hubiera conocido de toda la vida! -dijo Cora.
– A ver si ustedes lo convencen de que coma, así no hay que ponerle la sonda nasogástrica-dijo el médico, y por un momento me pareció ver un brillo de piedad atravesándole la cara.
– Déjenme solo con él -pedí.
– Vamos a hacer la canalización. Después se lo dejamos.
Papá estaba increíblemente fuerte todavía y el médico lo sabía porque pidió ayuda. Dos enfermeros y la gerenta se inclinaron sobre él para inmovilizarlo. Atarlo a la cama no bastaba. Quisieron hacernos salir.
– Déjenme que le explique lo que le van a hacer -rogué-. Nada más que eso.
– Nosotros se lo vamos a explicar, no se preocupe -dijo el médico-. Señor Kollody, le estamos buscando una buena vena en el hombro, ¿sabe?
Pero sin el audífono mi padre no lo oía y no tenía la menor idea de lo que le estaba pasando. Las cuatro personas que se esforzaban sobre él apenas lograban retenerlo en la cama.
– ¡Tiene que gritarle en el oído! ¿No ve que así no entiende nada!
– Saquen a ese hombre de acá -dijo el médico.
Y sus tres ayudantes dejaron por un momento a mi padre para dirigirse a mí. Demostré mi buena voluntad saliendo de la habitación sin que tuvieran que emplear la fuerza. Papá me había reconocido y me seguía con sus ojos velados, enceguecidos, mientras volvía a aullar.
Cora se había alejado hacia la habitación de mamá. Yo me quedé en el pasillo sintiendo el clamor de mis tripas que se rebelaban como si cada grito de mi padre fuera un pinchazo en el intestino.
– ¡Asesinos! ¡Mi hijo! -gritaba papá-. ¡Eni! ¡Sálvame! ¡Socorro! ¡Policía! ¡Asesinos! ¡Dejen entrar a mi hijo!
Después seguí escuchando aullidos inarticulados, ya sin palabras, que se alejaban de mis tripas hacia arriba y me destrozaban el pecho a la altura del esternón. ¿Qué sentiría el médico que estaba trabajando sobre su cuerpo? El sexo y la tortura, provocar placer y provocar dolor, no es posible estar más cerca del cuerpo de otro.
Cuando todos salieron volví a entrar en la habitación.
Quería acariciarlo, pero no sabía dónde. Su carne desnuda asomaba aquí y allá entre los tubos y los aparatos.
– Te voy a sacar de aquí, papito -le dije en el oído-. Te voy a salvar.
– Quiero morir en paz, Eni -me dijo papá-. No me voy a salvar, no quiero vivir, no quiero nada. Solamente quiero morir en paz. Prométeme por tus hijos que me vas a sacar de aquí para morirme en paz.
Se lo prometí.
Veinte
En otras épocas, en las provincias del norte, los moribundos contaban con el Quitapenas. Con un hábil movimiento de torsión que comprometía las vértebras cervicales, el Quitapenas acortaba la agonía de los pacientes desahuciados.
¿Acaso no matan a los caballos? Nuestros médicos oscilan entre la piedad y el temor a los juicios por mala praxis. De ahí que exista tanta legislación reciente acerca de la muerte. Pero esas leyes no entran a las Casas, donde cada día de vida resulta en un beneficio económico concreto para la institución.
Ahora que las conozco por dentro, entiendo mejor al personal de las Casas. No están sometidos por la necesidad de ganarse su sueldo, ni han recibido ningún entrenamiento especial. Entrenarlos no bastaría: por encallecidos que estén, no serían capaces de resistir a los ruegos de los moribundos si no fueran personas ideológicamente afines al proyecto, seleccionadas por sus principios morales. Gente que por razones religiosas o por opiniones personales está en contra de toda piedad: porque tiene la tranquila seguridad interior de que la vida está por encima de cualquier otro valor; o porque cree que los sufrimientos en este mundo se contabilizan a favor en el otro. También hay hijos de puta, pero son los menos.
Anotando las ideas con lápiz y papel, hice un recuento de los métodos posibles para matar a mi padre. Empecé por los más obvios: ahogarlo con la almohada, contratar a un asesino profesional. Había tenido una larga conversación con su médico secreto acerca de las formas más eficaces, rápidas y suaves para librarlo del dolor. Papá está tragando con dificultad, eso descarta las drogas por boca. En cambio sería muy sencillo inyectar lo que se me diera la gana en el tubo de plástico que le lleva el suero y la medicación a la sangre. Sin embargo en la habitación hay guardia de enfermeras en forma permanente y sobornarlas es impensable. Ninguna de ellas arriesgaría su trabajo y quizás su libertad para ayudarlo a bien morir, y no sólo por miedo sino por convicción.
Dejé mi lista de muertes y empecé otra: todas las razones prácticas por las que me resultaba imposible matarlo o ayudarlo a morir dentro de la Casa, y cuando tuve la lista completa supe que esas razones eran falsas.
Papá no me había pedido que lo matara: sácame de aquí, me dijo, me quiero morir en paz. Y eso era lo que yo deseaba, más que cualquier otra cosa en este mundo: sacarlo de allí y que él lo supiera. Que viviera lo suficiente como para entender lo que estaba haciendo por él. Que estuviera a mi merced, admirado y agradecido. Que por una vez en nuestra historia, mi padre me expresara con palabras o al menos con la mirada, con un gesto o a través de su mismo silencio, aunque sea muriendo calladamente en mis brazos, que me dijera con su propia voz o que me hiciera sentir de algún modo lo que nunca había escuchado de éclass="underline" que estaba orgulloso de mí.
Llamé a Margot y tomamos un café. La encontré tranquila, de buen humor, dispuesta a escucharme y, como siempre, feliz de compartir mis desdichas. Me hizo bien volver a verla. Cualquier clase de afecto me conforta en estos días. Voy a pedirle ayuda.