Me hablaste poco de él pero yo ya lo sabía todo. ¿Acaso hacía falta decir algo más que su nombre? No quise ni quiero pensar en esa historia: en su cara tan conocida, en tu arrepentimiento, en tu curiosidad, en lo que yo debo haber hecho o dicho para despertarla, en los meandros que inventaste para llegar a conocer a mi padre, en los recursos que él usó para seducirte.
Llorabas y no tenías pañuelitos de papel y yo no quería dártelos. Te veía llorar como si estuviera detrás de un vidrio grueso, esmerilado. No podía pararme porque las piernas no me sostenían y te miraba llorar desde una distancia y una frialdad absolutas. Con esa calma, desde tanto hielo, tenía la lúcida conciencia de que no me estaba arrastrando por el suelo, de que no te abrazaba las rodillas, rogando, porque sabía que era inúticlass="underline" sólo por eso. Con esa calma, desde tanto hielo, hubiera querido informarte que no me importaba compartirte con cualquiera, de cualquier modo, que estaba dispuesto a aceptar cualquier cosa, cualquier resto, cualquier hueso, cualquier roto, sucio, inservible pedazo de tu tiempo que estuvieras dispuesta a darme.
Pero no podías, no querías. Estabas horrorizada de lo habías hecho, arrepentida. Te preocupabas demasiado por mi dignidad y hacías bien. Yo te miraba llorar, con calma, con frialdad, con lucidez, te veía refregarte la nariz en la manga y no quería prestarte pañuelitos porque ése era, en ese momento, mi único poder, mi única venganza.
Veinticinco
Siempre fue difícil esconderle algo a mi padre, tan curioso, tan dispuesto a controlar incluso nuestros sueños. Es imposible ocultarle un secreto a alguien que desea saber y que no tiene ningún principio, ningún escrúpulo, nada que le impida darte vuelta y abrirte de arriba abajo para revistar tus cajones o tus tripas. No me sorprendió que en pocos días mi padre se hiciera tan amigo de Gary, el chico de Sandy Bell.
Gary estaba en la etapa por la que pasan en algún momento todos los hijos adoptivos: buscaba a su verdadera madre. A papá no le costó mucho hacerlo hablar del único tema que le zumbaba en la cabeza vacía de cualquier otro pensamiento.
El muchacho lo ayudaba con sus ejercicios, paseándolo de un lado a otro de la habitación apoyado -pero cada vez con menos peso- en su hombro. Una tarde los sorprendí mirando ciertos ocultísimos tesoros de Gary. Eran fotos. Creí reconocer a una mujer embarazada antes de que se dieran cuenta de mi presencia.
¿Cómo advertir a Gary sobre la persona en la que había decidido confiar? Me sentí yo mismo un chico de catorce, quince años, un chico tanto más joven que mis propios hijos, un chico dispuesto a creer en cualquier adulto que me prestara suficiente atención, pero sabiendo al mismo tiempo, con esa certeza absoluta pero no comprobable de los sueños, que sería traicionado. Cuando veía al viejo acariciar la cabeza del muchacho, o darle una puñetazo breve y cómplice en el hombro ("Campeón", lo llamaba), sentía compasión. ¿O celos? ¿Era mi padre capaz, ahora, por fin, hacia el final de su vida, de sentir y expresar sentimientos que le habían estado vedados en su juventud? ¿Sentimientos que nunca habían sido para mí o para Cora, y que, sin embargo, todavía eran posibles en él?
Ante su inesperada recuperación yo trataba, por primera vez en mucho tiempo, de hacer algún plan a largo plazo: adonde ir, qué hacer, cómo vivir de ahora en adelante. Tendríamos que salir de la ciudad. La fiesta de Goransky era el plazo que me había impuesto para tomar ciertas decisiones. Mis reservas de dinero se estaban terminando. Papá había vuelto a sus viejas mañas de siempre, se comportaba como un anciano indigente y se negaba a comunicarse con su abogado.
Entonces, una madrugada, sonó la alarma del barrio. Aguda, teatral. Aunque no sabía qué significaba, corrí a despertar a mi padre, que dormía sin el audífono. Gary ya estaba allí, sacudiéndolo y ayudándolo a pararse. Para un viejo, aun en pleno dominio de su cuerpo, levantarse de una cama baja es una tarea más allá de sus fuerzas.
– Son los guardias de la Casa. Vamos -le dije, tranquilo.
Trataríamos de escapar, y qué si no lo conseguíamos. Yo no tenía razones importantes para insistir en mi propia existencia. ¿Qué era lo que realmente deseaba hacer con mi padre? ¿Seguir ocultándolo? ¿O entregarlo para que se lo llevaran de vuelta de una vez por todas? Miré adentro mío sin censura y vi hasta qué punto me sentía traicionado porque no se había muerto cuando a mí me convenía. Seguía sonando la alarma.
Entonces se escuchó la voz urgente, desesperada, irreconocible, de Sandy Belclass="underline" una cálida y grave voz femenina de contralto en lugar de su habitual gorjeo aflautado.
– ¡Están levantado el alambre tejido!
Corrimos al escondite secreto, un sótano cuya existencia yo desconocía, al que se accedía levantando una puerta trampa disimulada en el parquet entarugado. Sandy nos hizo entrar de a uno. Parecía loco de terror. Era la primera vez que sonaba la alarma, la primera vez que un ataque superaba las fuerzas de la empresa de seguridad que protegía el barrio. Se cortó la luz. En la oscuridad fue difícil hacer entrar a mi padre, que se quejaba, dolorido.
En medio de una negrura absoluta, muy cerca unos de otros, tuve una percepción extraña. El cuerpo de Sandy Bell me rozó y sentí algo más que lo que hubiese deseado, ese cosquilleo a la altura de la ingle que no llegaba, todavía, a convertirse en deseo. Era su olor. En camisón, todavía envuelto en el calor de la cama, sin el vaho de perfume francés que habitualmente lo precedía, Sandy Bell tenía un olor tibio, pantanoso, como a fruta demasiado madura. Tenía olor a mujer. Sin pensarlo demasiado le rodee los hombros con mi brazo.
Gary encendió un fósforo. Sandy se lo hizo apagar de inmediato, justo antes de que los invasores entraran a la casa. Pero todos alcanzamos a verla sin disfraz: sin las hombreras, ya no tenía espaldas anchas. Sus pies descalzos eran pequeños y sus caderas bien formadas.
Nos quedamos allí, inmóviles, en absoluto silencio, sintiendo sobre nuestras cabezas el caos que se estaba produciendo arriba. No eran los guardias. Otra vez se escuchaban los clásicos golpes, disparos, explosiones. No sé cuánto tiempo pasó. Creí dormir de a ratos. Después supe que todo había terminado en menos de media hora.
Alguien estaba levantando la puerta trampa. -Son de los nuestros. La gente de seguridad -terminó de despertarme la voz de Sandy, acurrucada contra mí.
– ¡Felicitaciones por la gran seguridad! ¿Ustedes cuánto cobran? -oí el sarcasmo de papá, que ya estaba arriba-. Porque si no son caros, los voy a recomendar.
Cuando salí pude entender mejor la ironía que había en el comentario de mi padre. La casita de chocolate de Sandy Bell parecía haber sufrido los efectos de un tornado. Todo lo que podía romperse estaba roto. Todo lo que podía haber sido arrancado de su lugar, había sido arrancado. Parte de la casa había sido derruida por una modesta explosión que volteó media pared sin llegar a destruir columnas ni vigas.